Rex Stout - Los Amores De Goodwin

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Cuando un poderoso representante gubernamental de la O.R.P. (Oficina de Regulación de Precios) está preparándose para hablar ante un grupo de millonarios pertenecientes a la A.I.N. (Asociación Industrial Nacional) muere asesinado. El mundo de los negocios se tambalea ante las sospechas vertidas sobre los magnates asistentes a la conferencia. La A.I.N. exige que se encuentre al asesino y Nero Wolfe decide hacerse cargo del caso.

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Kates perdió la partida, desde luego. Al cabo de dos minutos la puerta se había cerrado tras él y la señorita Gunther había vuelto a acomodarse entre los almohadones del sofá. Mientras tanto yo había tratado de concentrarme, de suerte que cuando ella hizo como que me sonreía y me dijo que prosiguiese, yo me puse en pie y le pedí permiso para telefonear.

– ¿Qué espera usted que haga? -preguntó frunciendo las cejas-. ¿Preguntarle a quién va a telefonear?

– No, que me diga usted que sí.

– Sí. El teléfono está…

– Ya lo veo; gracias.

Estaba en una mesita adosada a la pared, con una silla al lado. Aparté la silla y me senté dándole la espalda a la señorita Gunther y marqué el número. Después de oír un zumbido (porque Wolfe aborrece el sonido de los timbres) obtuve un «dígame» y dije:

– ¿Señor Wolfe? Soy Archie. Estoy con la señorita Gunther en su piso y no creo que sea procedente llevarla ante usted como usted indicaba. En primer lugar, es de una belleza, extraordinaria, pero esto no hace al caso. Es la mujer con quien he venido soñando en los últimos diez años, ¿recuerda usted que se lo decía? No quiero decir que sea hermosa, porque esto -es cuestión de gustos, sino que es precisamente lo que he venido soñando. Por lo tanto, será mucho mejor que la deje usted en mis manos. Ha empezado por tomarme el pelo, pero esto se ha debido a que aún no me había repuesto de la impresión recibida. Podrá ser qué este trabajo me ocupe una semana, o un mes, o quizá un año, porque es muy difícil concentrarse en la tarea en estas circunstancias, pero puede usted contar conmigo. Váyase usted a la cama y ya le hablaré mañana por la mañana.

Me levanté de la silla y me volví hacía el sofá, pero ella no estaba en él. Por el contrario, se encontraba en dirección a la puerta con un abrigo azul marino, un renard y se estaba contemplando en un espejo mientras se ajustaba un sombrero azul. Me dirigió una mirada y dijo:

– De acuerdo; vamos.

– ¿Adónde?

– No se haga usted el loco -dijo apartándose del espejo-. Se ha esforzado usted en buscar un sistema de hacerme ir al despacho de Nero Wolfe y lo ha hecho usted con talento. Le concedo el segundo round . Algún día empataremos. Ahora voy a ver a Nero Wolfe, y por lo tanto habrá que aplazar esta otra sesión. Celebro que no diga usted que soy bonita. Nada molesta más a una mujer que el que la crean bonita.

Me puse el abrigo y ella abrió la puerta. El bolso que llevaba debajo del brazo era del mismo género azul que el sombrero. Mientras íbamos hacia el ascensor, expliqué:

– Yo no he dicho que no fuese usted bonita. He dicho…

– Ya lo he oído. Me ha herido profundamente. Aunque viniese de un extraño, y posiblemente de un enemigo, su opinión me ha herido. Soy vanidosa, y nada más. Se da el triste caso de que no sé ver las cosas claras y por ello estoy convencida de ser bonita.

– Yo también… -empecé a decir, pero me contuve al ver la expresión con que torció la boca. Lo malo del caso es que en realidad era bonita.

Mientras íbamos bajando por la Calle 35, la señorita Gunther se produjo de una manera tan hostil como si yo hubiese nacido dentro de la A.I.N. y no me hubiese movido nunca de sus locales. Al entrar en casa, encontré el despacho desierto. La dejé allí y fui a buscar a Wolfe. Estaba en la cocina, absorto en una conferencia con Fritz acerca del programa culinario del día siguiente. Me senté en un taburete y empecé a pensar en los últimos sucesos, que se resumían todos en un nombre: «Gunther», hasta que hubieron terminado. Wolfe, al final, quiso advertir mi presencia.

– ¿Está aquí?

– Sí, claro. Apriétese el nudo de la corbata y péinese.

Capítulo XI

Eran las dos y cuarto cuando Wolfe echó una mirada al reloj de pared, suspiró y dijo:

– Muy bien, señorita Gunther. Estoy dispuesto a poner mi parte en este negocio. Se convino que después que usted respondiese a mis preguntas, yo contestaría a las, suyas. Empiece.

No me había distraído mucho la contemplación de su belleza, porque como se me había encargado de tomar nota literal de todo, mis ojos habían tenido otra ocupación. Había escrito cincuenta y cuatro páginas. Wolfe había estado en uno de sus momentos inquisitivos y los datos recogidos en algunas ocasiones tenían tanto que ver con el caso Boone, desde mi punto de vista, como los viajes de Colón.

Algunas de las noticias podían ciertamente aportar alguna ayuda, la primera y principal era, claro está, la de su itinerario del martes anterior. La señorita Gunther no tenía información de la conferencia que le había impedido a Boone tomar el tren en Washington junto con los demás y reconocía que tal hecho era sorprendente, puesto que ella era su secretaria particular y era de creer qué tuviese noticia de todos sus actos habituales. Al llegar a Nueva York, la señorita había ido con Alger Kates y Nina Boone a la oficina neoyorquina de la O.R.P., donde Kates había pasado a la sección de Estadística y toa y Nina habían ayudado a los jefes de departamento a recoger diversos efectos que pudieran servir de ilustración de los pasajes del discurso. Había allí una amplia colección de toda especie de cosas, desde palillos de dientes hasta máquinas de escribir, y hasta las seis de la tarde no estuvo terminada la selección de ellas. Se escogieron dos abrelatas, dos llaves inglesas, dos camisas, dos plumas estilográficas y un cochecillo de niño, y se compilaron los datos referentes a ellos. Uno de los funcionarios las acompañó hasta la calle y buscó un taxi. La señorita Gunther se dirigió al Waldorf, adonde se había encaminado previamente Nina. Un «botones» la ayudó a trasladar aquellos objetos al piso del salón de baile y al salón de recepciones. Allí se enteró de que Boone había pedido estar solo para repasar su discurso y uno de los de la A.I.N., el general Erskine, la llevó hasta aquella habitación, que luego sería denominada «la del crimen».

– ¿General Erskine? -preguntó Wolfe.

– Sí -dijo ella-; Ed Erskine, el hijo del presidente de la A.I.N.

Yo proferí una exclamación de sorpresa.

– Era general de brigada -explicó ella-. Uno de los generales más jóvenes de la Aviación.

– ¿Le conoce usted a fondo?

– No, sólo le he visto una o dos veces y nunca habíamos hablado Pero como es natural le odio. -En aquel instante esta afirmación no fue discutida, porque la frase fue pronunciada sin sonreír-. Odio a todo el mundo que tenga algo que ver con la A.I.N.

– Naturalmente, prosiga.

Ed Erskine había empujado el cochecillo hasta la puerta de la habitación y la había dejado en ella. La señorita no estuvo con Boone más que dos o tres minutos. La policía había dedicado horas de investigación a estos minutos, porque eran los últimos que, exceptuando al asesino, había pasado alguien con Boone en vida. Wolfe les concedió dos páginas de mi cuaderno de notas. Boone estaba reconcentrado y en tensión, aún más de lo corriente, lo cual no era de extrañar, dadas las circunstancias. Sacó bruscamente las camisas y las llaves inglesas del cochecillo y las puso en la mesa, echó una ojeada a los datos, le recordó a la señorita Gunther que debía seguir su discurso sobre otro ejemplar mientras fuese hablando y tomar nota de cualquier desviación del texto en que incurriese y luego la entregó la caja de cuero y le dijo que podía retirarse. Ella volvió al salón de recepción y se tomó dos combinados tuertes, porque sintió que le hacían falta, y luego se sumó a la marcha de la gente hacia el salón de baile y encontró que la mesa número 8, próxima al estrado, estaba reservada al personal de la O.R.P. Estaba tomándose el combinado de fruta cuando se acordó de la caja de cuero y de que la había dejado olvidada en el alféizar de una ventana del salón de recepción. No dijo nada de ello, porque no quería poner de manifiesto su descuido y empezaba a excusarse ante la señora Boone y dejar la mesa, cuando Frank Thomas Erskine, desde el estrado, se acercó al micrófono y dijo:

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