Rex Stout - Los Amores De Goodwin

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Cuando un poderoso representante gubernamental de la O.R.P. (Oficina de Regulación de Precios) está preparándose para hablar ante un grupo de millonarios pertenecientes a la A.I.N. (Asociación Industrial Nacional) muere asesinado. El mundo de los negocios se tambalea ante las sospechas vertidas sobre los magnates asistentes a la conferencia. La A.I.N. exige que se encuentre al asesino y Nero Wolfe decide hacerse cargo del caso.

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– Señoras y caballeros, lamento la necesidad de darles a ustedes tan bruscamente esta noticia, pero debo explicarles a ustedes la razón de que nadie pueda salir de esta sala…

Hasta una hora más tarde no pudo salir ella al salón de recepción y entonces se percató de que la caja había desaparecido.

Boone le había dicho que la caja contenía cilindros que había dictado en su oficina de Washington aquélla tarde y esto era lo único que ella sabía de los mismos. No tenía nada de particular que Boone no le hubiese enterado de lo que trataban los cilindros, porque lo hacía raras veces. Dado caso que recurrir a otras taquígrafas para el trabajo rutinario, se entendía que los cilindros que le entregase a ella personalmente contenían materia importante y probablemente confidencial. En la oficina de Boone había doce de tales cajas, cada una de las cuales contenía diez cilindros, que estaban constantemente yendo y viniendo de él a la secretaria y otras taquígrafas, supuesto que Boone realizaba la totalidad de sus dictados ante tal mecanismo. Estaban numeradas, con una etiqueta fija en la parte superior, y aquélla era la caja número cuatro. La máquina usada por Boone era la «Stenophone».

La señorita Gunther admitía haber cometido un error. No hizo mención de la caja desaparecida a nadie hasta el miércoles por la mañana, cuando la policía le preguntó el contenido de la caja de cuero que traía consigo cuando entró en el salón de recepción a tomar un combinado. Algún soplón de la A.I.N., como era de esperar, había informado a la policía de ello. La señorita Gunther había dicho a la policía que se avergonzaba de confesar su negligencia y que de todas maneras su silencio no podía causar perjuicio alguno, puesto que la caja podía no tener nada que ver con el crimen.

– Hay cuatro personas -murmuró Wolfe- que dicen que usted llevó la caja consigo desde el salón de recepción al de baile.

Phoebe Gunther asintió sin asombrarse. Estaba bebiendo whisky con agua y fumaba un cigarrillo.

– Todo está en que les dé usted crédito a ellas o a mí. No me sorprendería nada si cuatro personas de ese jaez dijesen que habían mirado por el ojo de la cerradura y me habían visto matar al señor Boone. Ni que fuesen cuarenta.

– ¿Se refiere usted a los de la A.I.N.? Pero la señora Boone no es de este grupo.

– No -convino Phoebe, y encogiéndose de hombros añadió-: El señor Kates ya me ha dicho lo que manifestó la viuda. La señora Boone no me tiene ninguna simpatía. Sin embargo, aunque no esté yo segura de ello, quizá sí me aprecia, pero lo que la ponía fuera de si era que su marido dispusiese de mí. Observará usted que no mintió, porque no dijo haberme visto llevar la caja cuando salí del salón de recepción.

– ¿En concepto de qué disponía de usted el señor Boone?

– Hacía lo que él me decía.

– Sí, claro -dijo en un susurro Wolfe-; pero, ¿qué obtuvo él de usted? ¿Obediencia reflexiva? ¿Lealtad? ¿Compañía agradable? ¿Felicidad? ¿Pasión?

– ¡Oh, Dios mío! -dijo ella delicadamente disgustada-. Se expresa usted como la mujer de un senador. Lo que obtuvo fue un trabajo de la mejor calidad en la oficina. No quiero decir que durante los dos años que trabajé para el señor Boone, yo ignorase lo que era la pasión, pero jamás entró en la oficina conmigo y la contuve siempre hasta que conocí al señor Goodwin. Usted también lee novelas antiguas. Pregunta usted si estuve con Boone en relaciones de pecaminosa intimidad y a ello le tengo que responder que no. Por un motivo: Porque estaba demasiado ocupado y yo también. Y además no me impresionaba por este concepto. Yo me limitaba a adorarle.

– ¿De veras?

– Cierto -dijo ella en tono de sinceridad-. Era irritable y de grandes ambiciones. A mí casi me volvía loca del esfuerzo de sujetar sus actos al programa previsto, pero era un hombre integérrimo y el mejor de Washington, y además se enfrentaba con la mayor banda de cochinos y de estafadores que existe bajo la capa del sol. Yo me limitaba a adorarle e ignoro en qué lugares se inspiraría para sentir emociones apasionadas.

Esta respuesta pareció aclarar el problema de la pasión. Me encontraba yo en este punto, mientras iba llenando páginas y páginas en el libro de notas, cuando me propuse considerar la medida en que prestaba crédito a sus palabras, y cuando comprobé que mi credulidad era casi total, me sentí avergonzado.

La señorita Gunther tenía una opinión concreta, acerca del asesinato. Dudaba de que en él hubiesen tomado parte numerosos miembros de la A.I.N., porque eran demasiado cautos para conspirar preparando un crimen que conmoverla al país entero. Su idea era que algún miembro aislado lo había cometido personalmente o había comprado a alguien que lo cometiese, y que éste era alguno cuyos intereses habían sido amenazados o perjudicados por Boone hasta tal punto que despreciaba la mala fama que caería sobre la A.I.N. Phoebe aceptaba la teoría de Wolfe de que desde el punto de vista de la A.I.N. era de desear que el criminal fuese detenido.

– Entonces, se infiere de ello que usted y la O.R.P. prefieren que no sea detenido, ¿verdad?

– Podría deducirse -reconoció ella-, pero como yo no tengo temperamento lógico, no soy de este parecer.

– ¿Porque adoraba usted al señor Boone? Es comprensible. Mas en tal caso, ¿por qué no ha aceptado usted mi invitación a venir aquí y comentar el caso esta noche?

Una de dos: o Phoebe tenía la respuesta preparada, o la supo improvisar muy bien.

– Porque no tenía ganas. Estaba cansada y no sabía quién habría aquí. Entre la policía y el F.B.I. he respondido ya a centenares de preguntas, cientos de veces cada una, y necesitaba descansar.

– Pero luego vino usted con el señor Goodwin.

– Ciertamente. Cualquier muchacha que necesite descansar irá adonde sea con el señor Goodwin, porque en su compañía no tendrá necesidad de hacer uso del talento. De todas maneras, no me proponía quedarme toda la noche, y son ya más de las dos. ¿Se acuerda usted de que me toca preguntar a mí?

En este momento fue cuando Wolfe miró el reloj, suspiró y le dijo que empezase. Phoebe rebulló en la silla para cambiar de postura, tomó un par de sorbos del vaso, lo dejó, apoyó la cabeza en el cuero rojo, lo cual produjo un efecto muy bonito, y vino a decir:

– ¿Quién le ha puesto a usted en contacto con la A.I.N., qué dicen ellos, a qué se ha prestado usted y cuánto le pagan?

Wolfe se quedó tan sorprendido, que la miró casi parpadeando.

– ¡Oh, no, señorita Gunther; esto no!

– ¿Por qué no? -preguntó-. Entonces no ha habido negocio entre nosotros.

– Conforme. Vamos a ver -dijo él recapacitando-. El señor Erskine y su hijo, el señor Breslow y el señor Winterhoff, han venido a verme. Posteriormente vino también el señor O’Neill. Han dicho muchas cosas, pero la principal es que me han contratado para que investigue. He convenido en hacerlo y en intentar aprehender al culpable. Lo que…

– ¿Sin consideración a quién pueda ser?

– Sí. No interrumpa. Lo que pagarán depende de los gastos necesarios y de lo que yo determine cargar. Será una cosa justa. No me gusta la A.I.N. En realidad, soy anarquista.

– ¿Han tratado de persuadirle a usted de que el asesino no es un miembro de la A.I.N.?

– No.

– ¿Ha obtenido usted la impresión de que sospechen de alguien en particular?

– No.

– ¿Cree usted que alguno de los cinco que vinieron cometió el crimen?

– No.

– ¿Deduce usted que celebra que ninguno de ellos lo cometiese?

– No.

Phoebe hizo un ademán.

– Esto es una tontería. No juega usted limpio. No dice usted más, que no.

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