– Así es -dijo Wolfe en voz lo bastante alta para que le oyese. Comprendí que estaba leyendo también y dije:
– Si los policías no lo tuviesen ya, y si la señorita Gunther no me hubiese sorbido el seso, Iría a ver a la señora Boone y conseguirla este sobre.
– Habrá tres o cuatro personas en un laboratorio que se lo harán todo a ese sobre, menos disgregar sus átomos. Y dentro de poco, lo desintegrarán también, si hace falta. De todos modos éste es el primer indicio con que contamos.
– Y tanto -convine-. Lo único que hay que hacer es mirar cuál de los mil cuatrocientos noventa y dos comensales es sentimental y realista a la vez, y ya le tendremos.
Volvimos a nuestra lectura. No hubo mayor novedad antes de la cena. Después de comer volvimos al despacho, poco antes de las nueve, y entonces llegó un telegrama. Lo saqué del sobre y se lo entregué a Wolfe. Después de leerlo, me lo transmitió. Decía:
«NERO WOLFE, Calle 35, 919. NUEVA YORK.
»LAS CIRCUNSTANCIAS IMPOSIBILITAN SEGUIR VIGILANDO A O’NEILL PERO CREO ESENCIAL QUE SE HAGA AUNQUE NO PUEDO GARANTIZAR NADA.- BRESLOW .»
Miré a Wolfe alzando las cejas con gesto interrogante. Él me miraba con los ojos semicerrados, lo cual quiere decir que me miraba de veras.
– Quizá tendrá usted la bondad -me dijo- de decirme qué medidas ha tomado usted para resolver este caso, sin mi conocimiento.
– No, señor. Se equivoca usted. Iba a preguntarle si tenía usted a Breslow en su nómina y con qué cantidad para sentarlo en mis cuentas.
– ¿No sabe usted nada de esto?
– No. ¿Y usted?
– Telefonee al señor Breslow.
No era cosa tan sencilla. Todo lo que sabíamos de Breslow era que fabricaba papel en Denver y que, tras haber venido a Nueva York para la reunión de la A.I.N., se había quedado, en calidad de miembro del comité ejecutivo, para ayudar a la Corporación en aquel trance. Sabía yo que Frank Thomas Erskine residía en el Churchill, y traté de encontrarle, pero sin fruto. El teléfono de Hattie Harding no respondió. Volví a probar fortuna con Lon Cohen, en la «Gazette», que es por donde debía haber empezado, y él me dio las señas de Breslow. En tres minutos pude comunicar con él y le pasé la conexión a Wolfe, no sin dejar yo de escuchar la conversación. Por teléfono sonaba igual que su rostro, roja de ira.
– Diga, Wolfe… ¿Ha conseguido usted algo? Diga, diga…
– Tengo que preguntarle una cosa…
– ¿Sí? ¿De qué se trata?
– Ahora voy a decírselo. Por esta razón he hecho que el señor Goodwin averiguase su número y le llamase, para que usted pudiese estar en un extremo del teléfono y yo en el otro y de esta forma pudiera yo hacerle la pregunta que le voy a hacer. Dígame cuándo estará dispuesto para que se la formule.
– ¡Ya lo estoy, maldita sea! ¿De qué se trata?
– Bueno. Ahí va. En cuanto al telegrama que me envió usted…
– ¿Telegrama? ¿Qué telegrama? No le he mandado a usted ningún telegrama.
– ¿No tiene usted noticia de él?
– No. En absoluto. ¿Qué…?
– Entonces será una equivocación. Deben haber tomado mal el nombre. Ya me lo figuraba. Estaba esperando un telegrama de un señor que se llama Breslow. Perdone usted, señor, que le haya molestado. Adiós.
Breslow trató de prolongar la agonía, pero nos libramos de él.
– De esta forma -observé- resulta que él no lo ha mandado. Si lo hizo y no quiere que lo sepamos, ¿por qué firmaría con su nombre?
– Probablemente se tratará de alguien que querrá confundirnos, pero no podemos pasarlo por alto. -Echó una ojeada al reloj, que señalaba las nueve y tres minutos-. Mire si está en casa el señor O’Neill. Pregúntele… No. Déjeme hablarle.
Miramos el número de la residencia de O’Neill en Park Avenue y le puse en comunicación con Wolfe. Este le dio cuenta de la petición de Adamson, que era el abogado de la A.I.N., y le aburrió con una larga disertación sobre lo poco aconsejable que era formular informes escritos. O’Neill dijo que le importaban un pito los informes escritos o por escribir, y se despidieron muy amistosamente.
Wolfe meditó un momento, y luego dijo:
– No. Lo dejaremos por esta noche. Mejor será que se pegue usted a él por la mañana cuando salga de casa. Si nos decidimos a continuar teniéndole vigilado, ya llamaremos a Orrie Cather.
El seguir a una persona a solas en Nueva York es empresa que puede adoptar las formas más imprevisibles. Puede uno agotarse física y mentalmente en un esfuerzo de diez horas por mantenerse pegado a los talones del perseguido, valiéndose de todos los procedimientos imaginables, y perder luego la pista por cualquier fallo trivial que nadie hubiera podido prever. También se puede perder el rastro al cabo de cinco minutos, sobre todo si el objeto del seguimiento se da cuenta de éste. Y también dentro del plazo de los cinco primeros minutos es posible que el seguido se instale en un sillón, en una oficina, en un cuarto de hotel y se pase allí el día entero sin preocuparse ni poco ni mucho de lo que uno se aburre en la espera.
Así, pues, nunca se sabe lo que resultará de tal; empresa; Lo que yo me prometía era una jornada infructuosa, puesto que se daba el caso de que aquel día era domingo. Pocos minutos después de las ocho de la mañana, me instalé en un taxi que, situado en dirección a la ciudad, se detuvo a la altura del número 70 de Park Avenue, a cincuenta pasos al norte de la puerta de la casa de O’Neill. Me hubiera apostado cualquier cosa a que al cabo de seis o doce horas seguirla allí, aun cuan do no despreciaba la posibilidad de que a las once nos fuésemos a una iglesia o a las dos a almorzar. Ni siquiera podía leer tranquilo el periódico dominical, porque estaba obligado a tener la vista fija en aquella puerta. El taxista era mi viejo colaborador Herb Aronson, pero como no conocía a O’Neill no podía servirme de nada. A medida que fue pasando el tiempo, nos dedicamos a discutir diversos temas y él me leyó en voz alta el «Times».
A las diez decidimos establecer una apuesta. Cada uno de nosotros escribiría en un pedazo de papel el tiempo que en su opinión tardaría nuestro hombre en aparecer; el que se equivocase más; pagaría al otro un centavo por cada minuto que se apartase de la hora de la aparición. Herb estaba entregándome un pedazo de papel que acababa de arrancar del «Times» para que yo escribiese mi apuesta, cuando vi a Don O’Neill aparecer en la acera.
– Ahórrelo para la próxima vez. Este es el hombre.
El portero de O’Neill nos conocía ya de memoria a aquellas horas. Previamente había llamado a Herb en nombre de un cliente, y el taxista había rehusado. O’Neill nos miró y yo oculté la cara en una esquina para que no pudiera estar seguro de si me veía bien a aquella distancia. Luego le preguntó algo al portero y éste movió negativamente la cabeza. Herb me dijo por un colmillo:
– Nuestra estrategia no puede ser peor. Tomará un taxi, le seguiremos y cuando vuelva a casa el portero le dirá que le han seguido.
– ¿Qué quiere usted que haga, pues? -le dije-. ¿Disfrazarme de florista y ponerme a vender asfódelos en la esquina? La próxima vez le encargaré a usted de planear la operación. Este proyecto de la persecución ha sido una broma desde el primer momento. Ponga en marcha el motor. De una forma u otra, O’Neill no volverá nunca a casa. Antes de que acabe el día le habremos detenido por asesinato. ¿Pone usted el coche en marcha o no? El ya ha encontrado uno.
El portero había estado tocando el pito y un taxi que bajaba se había detenido. El portero abrió el coche y O’Neill entró en él y el taxi empezó a alejarse. Así lo hizo también Herb y nos pusimos en movimiento.
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