Rex Stout - Los Amores De Goodwin

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Cuando un poderoso representante gubernamental de la O.R.P. (Oficina de Regulación de Precios) está preparándose para hablar ante un grupo de millonarios pertenecientes a la A.I.N. (Asociación Industrial Nacional) muere asesinado. El mundo de los negocios se tambalea ante las sospechas vertidas sobre los magnates asistentes a la conferencia. La A.I.N. exige que se encuentre al asesino y Nero Wolfe decide hacerse cargo del caso.

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– Ciertamente. Vamos allá.

– Iremos, se lo aseguro, Goodwin, iremos. -O’Neill se expresaba con una sinceridad casi dolorida-. Pero ¿tiene alguna importancia el momento exacto en que vayamos? ¿Es que ha de ser ahora, o quizá dentro de cuatro horas? ¡Claro está que no la tiene! Jamás he vulnerado una promesa en toda mi vida. Soy hombre de negocios y el verdadero fundamento de los negocios es en Norteamérica la integridad, la honradez absoluta. Este supuesto nos remite de nuevo a los derechos morales que me asisten. Lo que le propongo a usted es lo siguiente: Iré a mi despacho, que está en el número 1270 de la Sexta Avenida. Usted irá allá a las tres de la tarde, o podremos reunimos donde usted diga; traeré conmigo esta cajita de cuero y se la llevaremos a Nero Wolfe.

– No quiero…

– Aguarde. Sean cuales fueren mis derechos morales, si usted me testimonia esta gentileza, merece usted que sea reconocida y apreciada. Cuando me reúna con usted a las tres, le entregaré mil dólares en prueba de agradecimiento. Un detalle que se me había olvidado es que le garantizo que Wolfe no tendrá noticia de este retraso de cuatro horas. Será fácil de arreglar. Si llevase los mil dólares encima, se los daría ahora mismo. Jamás he faltado a una promesa en toda mi vida.

Miré al reloj y apelé a su generosidad.

– Dejémoslo en diez mil.

Sería inexacto decir que se quedó estupefacto. Su reacción fue únicamente de agravio, y aun de agravio pasajero.

– No, ni soñarlo -manifestó, pero en tono suave-. Ni hablar de ello. Mil dólares es lo máximo.

– Sería divertido ver hasta qué cantidad podemos llegar, pero son las once menos diez, y dentro de diez minutos el señor Wolfe bajará al despacho y no quiero que tenga que esperar. Lo malo del caso es que hoy es domingo y no acepto nunca sobornos en domingo. No hablemos más de este tema: El dilema que le propongo a usted es el siguiente; Usted y yo y el objeto que lleva debajo del gabán nos iremos ahora a ver al señor Wolfe. Y también cabe que o me dé usted el objeto y se lo lleve yo, o que vaya usted a dar un paseo o eche una siestecita. O también que yo le pegue un grito a aquel guardia que hay al otro lado de la calle y que le diga que llame al cuartelillo. He de admitir que esta última solución es la que me gusta menos, en atención a los derechos morales que le asisten. Hasta aquí no he tenido prisa alguna, pero en este momento el señor Wolfe debe de estar bajando las escaleras. Por ello le concedo a usted sólo dos minutos.

– ¡Cuatro horas, solamente cuatro horas! Le daré, a usted cinco mil, y usted vendrá conmigo y se lo dará a… -insistió él.

– No; basta. ¿No le dije que hoy es domingo? Vamos, entréguemelo.

– Está caja no se apartará de mí vista.

– Conforme -respondí, poniéndome en pie acercándome a la acera de forma que tuviese un ojo puesto en él y otro en busca de un taxi. Antes de mucho rato, hice seña a uno libre y se detuvo.

Don O’Neill, con repugnancia profundísima, se levantó, se dirigió al coche, entró en él. Me senté a su lado y le di la dirección al conductor.

Capítulo XIV

La caja contenía diez cilindros negros, de unos cinco centímetros de diámetro y unos quince de longitud. Los cilindros estaban dispuestos en dos filas sobre la mesa de Wolfe. A su lado, con la tapa abierta, estaba la caja, de buen cuero grueso, un tanto abollado y mustio. En el exterior de la misma figuraba con grandes caracteres un cuatro. En el interior estaba pegada una etiqueta: « Oficina de Regulación de Precios . -Edificio Potomac. -Washington». Y escrito a máquina rezaba en la misma etiqueta: «Oficina de Cheney Boone, director».

Yo estaba sentado en mi mesa y Wolfe en la suya. Don O’Neill se paseaba arriba y abajo del despacho con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. La atmósfera era bastante hostil y tensa. Yo le había dado a Wolfe un informe completo, sin olvidar el ofrecimiento que me había hecho O’Neill de cinco mil dólares. La propia estimación de Wolfe era tan grande que siempre consideraba cualquier tentativa de comprarme como un agravio personal, Inferido no a mí, sino a él. A veces he pensado a quién culparía él, caso de que yo me vendiese alguna vez: si a mí o a él mismo.

Wolfe había rechazado sin discusión la pretensión de O’Neill de tener derecho moral a escuchar antes que nadie lo que estaba grabado en los cilindros. Luego se había planteado el problema de cómo hacer sonar los cilindros. Al día siguiente, jornada laborable ya, la cuestión hubiera sido fácil, pero entonces estábamos en domingo. El presidente de la compañía «Stenophone» pertenecía a la A.I.N. y O’Neill le conocía. Vivía en Jersey. O’Neill le telefoneó y, sin entrar en detalles comprometedores, le hizo telefonear al gerente de la oficina y de la sala de demostraciones de Nueva York, que vivía en Brooklyn, y encargar a éste que cogiese un «Stenophone» y lo llevase a la oficina de Wolfe. Esto es lo que be dicho que estábamos esperando sentados; mejor dicho, sentados Wolfe y yo y O’Neill paseando.

– Señor O’Neill -dijo Wolfe, abriendo los ojos lo justo para poder ver-. Este ir y venir de sus pasos me ataca los nervios.

– No pienso salir de esta habitación -dijo él sin dejar de andar.

– ¿Quiere que le ate? -ofrecí yo a Wolfe.

Wolfe, prescindiendo de mi rasgo, le dijo a O’Neill:

– Tardará en llegar probablemente una hora, o más. ¿Qué me dice usted de su anterior afirmación de que este objeto le vino a las manos inocentemente? ¿Quiere usted explicarlo ahora? ¿Cómo lo consiguió usted sin culpa por su parte?

– Lo explicaré cuando me parezca.

– ¡Qué tontería! Le tenía a usted por más inteligente.

– ¡Váyase al diablo!

– Sí; decididamente, no es usted inteligente -dijo Wolfe al oír esta respuesta, que siempre le molestaba- Sólo tiene usted dos maneras de ponernos a raya al señor Goodwin y a mí: Sus facultades físicas y el apelar a la policía. Lo primero es imposible, porque el señor Goodwin es capaz de doblarle a usted y hacer con usted un paquete. Por lo demás, es evidente que la idea de la policía no le complace. No sé por qué, dado qué es usted inocente. ¿Qué le parece a usted, pues, la siguiente solución? Cuando haya llegado este aparato y nos hayamos enterado de cómo funciona, y el encargado se haya marchado, el señor Goodwin le sacará a usted afuera y le pondrá en la puerta, volverá a entrar y cerrará. Luego él y yo escucharemos lo que dicen los cilindros.

O’Neill dejó de pasear, se sacó las manos de los bolsillos, las puso en la mesa de Wolfe, se apoyó en ellas y le gritó a Wolfe:

– ¡Usted no será capaz de hacer esto!

– Yo no. El señor Goodwin lo hará.

– ¡Maldito sea! -Y después de permanecer un rato en esta postura, la fue aflojando y acabó por preguntar-: ¿Qué quiere usted de mí?

– Quiero saber de dónde ha sacado usted esto.

– Conforme. Voy a decírselo. Anoche…

– Perdone, Archie. Su libro de notas. Continúe, señor O’Neill.

– Anoche, a eso de las ocho y media, recibí una llamada telefónica en mi casa. Era una mujer. Dijo que se llamaba Dorothy Unger y que era taquígrafa de la oficina neoyorquina de Regulación de Precios. Dijo también que había cometido una equivocación grave. En un sobre dirigido a mí había incluido un papel que tenía que mandarse a otra persona. Explicó que se había acordado de ello después de regresar a casa y que si su jefe se enteraba de ello, estaba en peligro de que la despidiese. Me pidió que cuando recibiera yo el sobre, le mandase aquel papel a su domicilio y me dio la dirección. Le pregunté de qué se trataba y dijo que era el talón de un paquete depositado en la estación Grand Central. Le hice algunas otras preguntas y le dije que accedía a su petición.

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