Rex Stout - Los Amores De Goodwin

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Cuando un poderoso representante gubernamental de la O.R.P. (Oficina de Regulación de Precios) está preparándose para hablar ante un grupo de millonarios pertenecientes a la A.I.N. (Asociación Industrial Nacional) muere asesinado. El mundo de los negocios se tambalea ante las sospechas vertidas sobre los magnates asistentes a la conferencia. La A.I.N. exige que se encuentre al asesino y Nero Wolfe decide hacerse cargo del caso.

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– Mejor será que los vuelva usted a pasar y saque copia de lo que dicen. Cuatro copias. Subiré dentro de treinta y cinco minutos -dijo-. Hágalo entonces.

– Sí, señor -dije tristemente-. Ya me lo esperaba.

– ¿Ah, sí? Yo no.

– No quiero decir que esperase que los cilindros dijesen todas estas tonterías. Lo que temía era pasarlos a máquina. A esto hemos tenido que llegar.

– No me eche la culpa de que este caso haya bajado tanto de tono. Fui un asno al encargarme de él. Tengo más orquídeas de las que caben en casa y podría haber vendido quinientas en doce mil dólares. Cuando haya usted terminado de copiar esto, lleve usted un ejemplar a Cramer y dígale como lo hemos conseguido.

– ¿Que se lo diga todo?

– Sí, pero antes de ir a verle, escribirá usted otra cosa. Tome nota. Envíe esta carta a todos los que estuvieron presentes aquí en la reunión del viernes por la noche. -Frunció el ceño un momento buscando las palabras y luego dictó-: «Dado qua tuvo usted la amabilidad de venir a mí oficina, según mi invitación, el viernes por la noche y supuesto que estuvo usted presente cuando se estableció que la afirmación de la señorita Gunther de haber dejado la caja de cuero en el alféizar de la ventana, no merecía crédito, le escribo para informarle de un suceso que ha ocurrido hoy. Punto y aparte. El señor O’Neill ha recibido por correo un talón correspondiente a un paquete depositado en la estación Grand Central. Este paquete ha resultado contener la caja de cuero en cuestión, que lleva el número cuatro estampado en la parte superior, conforme lo describió la señorita Gunther. Sin embargo, salta a la vista que los cilindros contenidos en ella fueron dictados por el señor Boone en techa anterior al 26 de marzo. Le transmito a usted esta información para hacer justicia a la señorita Gunther.»

– ¿Esto es todo? -pregunté.

– Sí.

– A Cramer le sentará muy mal.

– No lo dudo. Mándelas antes de ir a verle, y llévele una copia. Luego traiga acá a la señorita Gunther.

– ¿A. Phoebe Gunther?

– Sí.

– Es peligroso. ¿No se arriesga usted demasiado al ponerla en mis manos?

– Sí, pero la quiero ver.

– Conforme. Sobre usted caerá la responsabilidad de lo que ocurra.

Capítulo XVI

El copiar todo aquello supuso dos horas y media de penosa labor que me destrozó la espalda. Tuve que transcribir con cuatro copias los diez cilindros de arriba abajo. No sólo esto, sino que esta clase de trabajo era nuevo para mí y tuve que ajustar la velocidad por lo menos veinte veces antes de cogerle el tranquillo. Cuando hube terminado y hube compaginado las hojas, le di el original a Wolfe, que volvía a estar en la oficina, coloqué las dos primeras copias en el arca de caudales y doblé la cuarta y me la metí en el bolsillo. Quedaban las doce cartas y sus sobres. Mientras Wolfe las fue firmando, él mismo se ocupó en doblarlas, meterlas en los sobres y aun ponerles los sellos. A veces, tiene raptos de febril energía. Era ya la hora de cenar, pero decidí no entretenerme comiendo con Wolfe y fui a tomar un bocado a la cocina.

Había telefoneado a la Brigada de Homicidios para asegurarme de que Cramer estarla allí y ahorrarme así tratar con el teniente Rowcliffe, cuyo asesinato tenía yo esperanzas de investigar algún día, y había llamado también al piso de Phoebe Gunther para citarme con ella, pero no obtuve respuesta. Al sacar el coche del garaje, subí a la Octava Avenida para echar las cartas en la estafeta y luego me dirigí hacia el sur, rumbo a la calle 20.

Después de haber estado diez minutos en presencia de Cramer, dijo:

– Aquí parece que hay algo, ¡pobre de mí!

Al cabo de veinte minutos, repitió:

– Aquí parece que hay algo, ¡pobre de mí!

Estas manifestaciones demostraban con claridad meridiana que el inspector estaba metido en un fangal hasta la cintura; Si hubiera contado con el menor triunfo, nos habría maldecido a Wolfe y a mí por haberle ocultado una prueba durante nueve horas y catorce minutos y se hubiera entregado a, toda clase de amenazas, gruñidos y advertencias. En vez de hacerlo, me pareció estar dispuesto a agradecer mis noticias. Por lo visto, estaba desesperado.

Cuando dejé a Cramer, seguía llevando la copia de la transcripción en el bolsillo, porque no tenía instrucciones de entregársela. Para poder llevar a Phoebe Gunther a presencia de Wolfe era conveniente que la viese antes que a Cramer, y me parecía probable que éste querría saber exactamente lo que contenían los cilindros antes de ponerse en movimiento. Por esto le conservé la curiosidad y no le dije que se había sacado una transcripción de ellos. Tampoco perdí ni un minuto en trasladarme a la calle 55.

El portero telefoneó al piso, me dirigió otra mirada de sorpresa cuando me dijo que se me recibiría y le hizo una seña de aprobación al mozo del ascensor. Al llegar al piso 9, letra H, Phoebe abrió la puerta y me hizo pasar. Dejé el sombrero y el abrigo en una silla y la seguí hacia el interior. Allí vi a Alger Kates en aquel mismo rincón oscuro.

Al encontrar a Alger Kates allí no se me ocurrió otra cosa que decirle:

– ¿Vive usted en esta casa?

– Si es que le importa, le diré que sí -respondió.

– Siéntese, señor Goodwin -dijo Phoebe con su hipotética sonrisa-. Aclararé este punto: El señor Kates reside aquí cuando se encuentra en Nueva York. Su mujer tiene arrendado este piso porque no le gusta Washington. Ahora está en Florida. Yo no podía encontrar una habitación de hotel y por ello el señor Kates vive con unos amigos en la calle 11 y me deja dormir aquí. Supongo que esto bastará para definir mi posición y la de él.

– Podría ocurrir que lo que me trae acá fuese, urgente -dije, no sin sentir la impresión de haber cometido una tontería con mi anterior pregunta-. Ello depende de la prisa que tenga en venir el inspector Cramer. Cuando la he telefoneado hace una hora, no ha respondido nadie.

– ¿Tengo que dar explicaciones de esto también?-dijo ella cogiendo un cigarrillo-. Salí a comer algo.

– ¿La han llamado de la oficina de Cramer desde que ha vuelto usted?

– No. ¿Quiere algo de mí quizá? ¿Qué busca?

– Si no quiere nada de usted aún, no tardará en hacerlo -dije mirándola a los ojos para observar su reacción-, Le he llevado la caja de cilindros que usted se dejó olvidada en el alféizar de la ventana el martes por la noche.

No creo que el tono con que lo dije tuviese nada de amenazador, supuesto que yo no interpretaba así aquella frase. Pero Alger Kates se puso en pie súbitamente, como si yo hubiera blandido una llave inglesa contra Phoebe. Volvió a sentarse en el acto. La señorita Gunther no se movió, pero detuvo bruscamente el cigarrillo, que iba a llevarse a los labios y se quedó con la cabeza muy derecha.

– ¿La caja? ¿Con los cilindros?

– Sí, señorita.

– ¿Es que…? ¿Qué ocurre…?

– Es una historia muy larga.

– ¿Dónde la encontró usted?

– Esta es otra historia larga. Tenemos que pasarla por alto, porque ahora está en poder de Cramer y puede llamaría cualquier momento o venir a verla a usted. Quizá querrá esperar también a oír lo que dicen los cilindros. De todas maneras, el señor Wolfe la quiere ver antes.

– Así, pues, ¿sabe usted lo que contiene la caja?

Kates había salido de su rincón oscuro y se había acercado al diván, como si se dispusiera a rechazar a algún enemigo peligroso. Prescindí de su presencia y le dije a la señorita:

– Claro que lo sé. Y el señor Wolfe también. Hemos buscado un aparato y hemos pasado los cilindros. Son interesantes, pero no aclaran nada. Lo más notable de ellos es que no fueron dictados el martes, sino en fecha anterior. Algunos de ellos lo fueron una semana antes o más. Le diré…

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