Rex Stout - Los Amores De Goodwin

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Cuando un poderoso representante gubernamental de la O.R.P. (Oficina de Regulación de Precios) está preparándose para hablar ante un grupo de millonarios pertenecientes a la A.I.N. (Asociación Industrial Nacional) muere asesinado. El mundo de los negocios se tambalea ante las sospechas vertidas sobre los magnates asistentes a la conferencia. La A.I.N. exige que se encuentre al asesino y Nero Wolfe decide hacerse cargo del caso.

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– Sí, se trata de asuntos íntimos -le dije-, hay un teléfono en el piso de arriba.

– No, gracias -respondió mirándome rudamente-. Ya saldré a buscar una cabina pública.

Se dirigió a la puerta y por encima del hombro dijo que volvería al cabo de media hora y se fue. Salí a asegurarme de que no tropezaba en el umbral de la puerta y cuando ésta se hubo cerrado tras él, volví al despacho. Cramer decía:

– Y estamos peor que nunca. No aparece ningún resultado útil.

– Existen la fotografía y el permiso de conducción remitidos a la señora Boone y el sobre. ¿No quiere usted un vaso de cerveza?

– Sí, gracias. Hemos buscado huellas digitales y los demás detalles de rutina y no surge nada. El sobre fue expedido desde el centro de la ciudad el viernes a las ocho de la tarde. Es imposible comprobar las ventas de sobre en las máquinas automáticas.

– Archie podría intentarlo. -El hecho de que Wolfe, al hablar con Cramer, me llamase Archie, era indicio de que éramos amigos; por lo general me llamaba señor Goodwin-. Y de los cilindros, ¿qué me dice?

– Fueron dictados por Boone el 19 de marzo y transcritos a máquina por la señorita Gunther el día 20. Las copias están en Washington y el F.B.I. las ha confrontado. La señorita Gunther no comprende nada de lo su» cedido y no ofrece otra explicación sino que Boone se equivocase de caja cuando salió de la oficina el martes por la tarde. Dice que su jefe no acostumbraba a incurrir en semejantes errores. Pero, aunque fuese así, la caja que contenía los cilindros que dictó el martes por la tarde tenía que estar en su despacho de Washington y no está. No hay rastro de ella. Existe aún otra posibilidad. Hemos pedido a todas las personas relacionadas con el caso que no salgan de la ciudad, pero el jueves la O.R.P. pidió permiso en favor de la señorita Gunther para que ésta fuese a Washington por un asunto urgente, y la dejamos salir. Fue y vino en avión y llevaba consigo una maletita.

Wolfe se estremeció. La idea de que la gente subiese voluntariamente a un avión era excesiva para su sensibilidad.

– Veo que no ha prescindido usted de detalle alguno- le dijo a Cramer.

– ¿Iba sola la señorita Gunther en este viaje?

– Fue sola. Volvió con Dexter y otros dos de la O.R.P.

– ¿No tiene dificultad alguna para explicar sus movimientos?

– No tiene dificultad alguna para explicar nada. Esta joven no repararla en darnos cuenta de sus intimidades más recónditas.

– Estoy seguro de que Archie coincide con su opinión -dijo Wolfe-. Mientras decía esto llegó la cerveza en manos de Fritz, que empezó a servirla-. Supongo que habrá usted charlado con el señor O’Neill.

– ¿Charlado? -saltó Cramer levantando las manos-. ¡Dios mío! ¡Me pregunta que si he charlado con ese pájaro!

– Como ya le advirtió Archie, tenía interés en conocer el contenido de los cilindros.

– Y sigue teniéndolo. El imbécil de él se figuraba que podría retener aquel sobre. Quería que se hiciese una investigación sobre ello, no a cargo de usted, sino de un detective particular, según dijo. Fíjese usted, para que te dé cuenta de lo feo que está este caso. En cualquier otro crimen, ¿querría usted mejor pista que un sobre en las condiciones de éste? ¿Tiene su membrete de la O.R.P., su entrega urgente, su sello matado y los demás nuevos, su dirección a máquina? ¿Quiere usted que le especifique todo lo que hemos hecho, incluyendo el haber comprobado un mular de máquinas?

– No tengo ningún interés.

– Ni yo tampoco, porque ocuparía toda la noche el explicárselo. La maldita estafeta de Correos dice que lamenta no poder ayudarnos, que ha contratado empleadas nuevas y que no se sabe nunca si matan los sellos o qué. Ya habrá usted oído que le he hablado a Rowcliffe de la posibilidad de ser destituido.

– ¡Bah! -dijo Wolfe.

– Sí, ya sé -convino Cramer-… Otras veces lo he dicho; es una costumbre. Desde mi punto de vista actual, sin embargo, la bomba atómica es un buscapiés comparada con este maldito caso. Mis jefes están locos de excitación y yo tengo que admitir que la opinión pública exige que el asesino de Cheney Boone no quede impune. Hace ya seis días que se cometió el crimen y aquí me tiene usted de charla.

Acabó de vaciar su vaso de cerveza, lo dejó y se secó la boca con el dorso de la mano.

– Ya ve usted la situación -continuó-. Ya sé bien que ningún cliente de usted ha cometido nunca un crimen, y en este caso sus clientes…

– Mis clientes no existen como persona -interrumpió Wolfe-. Mis clientes son una asociación. Una asociación no puede cometer un crimen.

– Quizá no. Aun así, ya sé cómo trabaja usted. Me parece que ya está aquí su cliente o su asociación.

Acababa de sonar el timbre. Fui a abrir y vi que Cramer había acertado. El primero en llegar era uno de los fragmentos de nuestro cliente. Era la persona de Hattie Harding. Parecía venir sin aliento. En el vestíbulo me prendió del brazo y dijo:

– ¿Qué pasa? ¿Es que…? ¿Qué pasa?

Con la mano del otro brazo le di unos golpecitos en la espalda.

– No, no, cálmese. Está usted nerviosa. Hemos decidido celebrar estas reuniones dos veces por semana. No es más que esto.

La hice pasar a la oficina y que me ayudase a disponer las sillas.

A partir de aquel momento, fueron entrando todos uno por uno. Vino Purley Stebbins y se excusó a su jefe de no haber podido convocar a los interesados con más presteza, y le cogió aparte para explicarle algo. G. G. Spero, del F.B.I., fue el tercero en llegar y la señora Boone llegó en cuarto lugar. Luego regresó Salomón Dexter y al ver vacante el sillón de cuero rojo se acomodó en él. La familia Erskine vino por separado, con un intervalo de un cuarto de hora, y también lo hicieron Breslow y Winterhoff. En conjunto, a medida que les fui introduciendo contestaron a mi saludo por considerarme un colega dentro de la raza humana, pero hubo dos excepciones: Don O’Neill dirigió una mirada a través de mí y trató de dar la impresión de que si yo llegaba a rozar su gabán lo mandaría al tinte, por lo cual le deje acomodarse solo. Acogida no menos hostil me tributó Alger Kates. Nina Boone, que llegó tarde, me sonrió. No me lo figuraba, y sí, me sonrió a mí. Para premiarla la hice sentar en el mismo lugar de la otra vez, es decir, en la silla de al lado de la mía.

Tuve que reconocer la excelencia de la policía en el empeño de montar una reunión. Eran las once menos veinte, es decir, una hora y diez minutos después del momento en que Cramer le había telefoneado a Rowcliffe para que organizase la tertulia.

Me puse en pie y les echó una ojeada para comprobar si estaban todos. Luego, volviéndome hacia Wolfe, le dije:

– Están los mismos de la otra vez. A la señorita Gunther, por lo visto, no le gustan las multitudes, porque están todos excepto ella.

Wolfe paseó la mirada por la reunión, moviéndola con lentitud de derecha a izquierda y luego en, sentido contrario, a la manera del hombre que está deliberando qué camisa comprar. Todos estaban sentados, divididos en dos facciones como en la anterior ocasión, exceptuando a Winterhoff y a Erskine padre que estaban en pie al lado del globo hablando en voz baja. Desde el punto de vista de la simpatía, la reunión era un fracaso aun antes de empezar. En un momento dado se producía un murmullo de conversación y al cabo de un instante un silencio de muerte; luego había alguien que se asustaba de aquella quietud y renacía el murmullo. Cramer se acercó a mi mesa, telefoneó y luego informó a Wolfe:

– Me dicen que han avisado a la señorita Gunther en su piso hace una hora y que anunció que venía en seguida.

– No podemos esperar -dijo Wolfe encogiéndose de hombros-. Empiece.

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