Rex Stout - Los Amores De Goodwin

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Cuando un poderoso representante gubernamental de la O.R.P. (Oficina de Regulación de Precios) está preparándose para hablar ante un grupo de millonarios pertenecientes a la A.I.N. (Asociación Industrial Nacional) muere asesinado. El mundo de los negocios se tambalea ante las sospechas vertidas sobre los magnates asistentes a la conferencia. La A.I.N. exige que se encuentre al asesino y Nero Wolfe decide hacerse cargo del caso.

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Cramer se volvió hacia los reunidos, se aclaró la voz y dijo:

– Señoras y señores. -Se produjo un silencio repentino y él siguió-: -Quiero que se enteren ustedes del motivo por el cual se les ha llamado aquí y del auténtico estado de la situación. Supongo que leen ustedes los periódicos. Según ellos, o por lo menos parte de ellos, la policía considera demasiado delicado este caso en razón de la gente que hay complicada en él, y permanece con los brazos cruzados Supongo que todos ustedes estarán al corriente de lo falso de esta afirmación. Supongo también que todos ustedes, o casi todos, se sienten molestados y perseguidos por un hecho en el cual no tienen parte alguna. Los periódicos tienen su punto de vista y ustedes tienen el suyo. Estoy convencido de que a todos les ha producido extorsión el tener que venir aquí esta noche, pero tienen ustedes que, hacerse cargo de que no teníamos otro remedio que llamarles; esta extorsión tienen ustedes que achacársela no a la policía ni a otra persona alguna que al asesino de Cheney Boone. No quiero decir que se encuentre en esta habitación. No lo sé. Puede estar a mil millas de aquí…

– ¿Para escuchar esto -ladró Breslow- nos ha hecho usted venir? Ya lo sabíamos todos antes.

– Sí, ya sé -respondió Cramer intentando seguir mostrándose amable-. No les hemos hecho venir para que me escuchen a mí. Voy a pasar el uso de la palabra al señor Wolfe y él les hablará después que yo les haya dicho dos cosas: Primera, que se les ha convocado desde mi despacho, pero ello no da carácter oficial a la llamada, de la cual soy yo el Único responsable. Por lo que a mí toca, pueden ustedes ponerse en pie y marcharse, si les parece. Segunda, pueden ustedes considerar que es incorrecta esta reunión, dado que el señor Wolfe actúa en este caso por cuenta de la A.I.N. Puede ser. Lo único que puedo decir es repetirles que si quieren, se queden, y si no, que se marchen. Hagan lo que les parezca.

Dirigió una mirada en torno de sí. Nadie se movió ni habló.

Cramer aguardó diez segundos y luego se volvió hacia Wolfe y le hizo una seña. Wolfe profirió un profundo suspiro y empezó a hablar con un murmullo difícilmente audible:

– Una de las cosas que ha dicho el señor Cramer, la molestia que ustedes se ven obligados a soportar, merece cierto comentario. Este sacrificio por parte de las personas, que a veces son muchas, que están a cubierto de…

Me desagradó verme en el caso de cortar el hilo de su oratoria, porque mi larga experiencia me advertía que en aquel momento, por fin, empezaba a trabajar; se le veía resuelto a sacar algo en claro de aquella reunión aunque ésta tuviese que prolongarle toda la noche. Pero no hubo más remedio que hacerlo, porque en el vestíbulo vi a Fritz que me contemplaba con expresión angular. Cuando vio que yo le miraba, me llamó y se me ocurrió la idea de que, en situación como la que nos encontrábamos y con Wolfe en pleno discurso, no hubiera procedido de otra manera si la casa estuviese ardiendo. Como entre él y yo se interponía toda la masa de asistentes, tuve que rodearla para llegar a la salida. Wolfe seguía hablando. Cuando hube llegado al vestíbulo, cerré la puerta tras de mí y le pregunté a Fritz:

– ¿Qué pasa?

– Es… es… -Se detuvo y trató de contenerse. Durante veinte años Wolfe había tratado de imbuirle la idea de que no se excitase. Volvió a. empezar su notificación diciéndome-: Venga usted y se lo enseñaré.

Bajamos a la cocina, no sin que yo pensase que se trataba de alguna catástrofe culinaria que él se veía incapaz de sobrellevar a solas, pero la cruzó para dirigirse a la puerta trasera y a los escalones que conducían a lo que llamábamos subterráneo, aunque sólo estaba metro y medio debajo del nivel de la calle. Fritz dormía allí en una habitación que daba a la calle. A través de un pequeño vestíbulo se pasaba al arroyo franqueando una pesada puerta y luego otra de hierro, con una reja, que daba a un sendero asfaltado del cual se subía a la calle con cinco escalones. En este vestíbulo diminuto se detuvo Fritz haciéndome tropezar con él. Señaló al suelo: «¡Mire!», me dijo. Puso la mano en la puerta y la agitó un poco.

– Vine a ver si la puerta estaba cerrada, como siempre lo hago.

En el cemento de aquel sendero se veía un objeto acurrucado contra la puerta, de forma que ésta no podía abrirse sin empujarle hacia un lado. Me adelanté a mirar. Había poca luz allí, puesto que el farol más cercano de la calle caía a treinta pasos de distancia, pero pude distinguir claramente en qué consistía aquel objeto, aunque no con certeza de quién se trataba.

– ¿Para qué demonios me ha traído usted aquí? -le pregunté a Fritz haciéndole volver a entrar a empellones en el subterráneo-. Venga conmigo.

Subí la escalera con Fritz pegado a los talones. En la cocina me detuve a abrir un cajón y sacar una lámpara de pila y luego por el vestíbulo grande salí a la puerta principal y bajé a la acera por la que fui hasta aquel lugar. Examiné con la luz todo aquello. Fritz estaba a mi lado, inclinado

– ¿Quiere?… -me dijo con voz temblorosa-. ¿Quiere que sostenga la luz?

– ¡Cállese, diantre! -le dije.

Al cabo de medio minuto suspendí el examen y le dije:

– Quédese usted aquí.

Me dirigí a la puerta y vi que Fritz la había cerrado tras de sí. Me costaba algún trabajo meter la llave en la cerradura, pero efectué una profunda inspiración y lo conseguí ya más tranquilo. Crucé el vestíbulo, fui a la cocina, cogí el teléfono que había en ella y marqué el número del doctor Vollmer, que vivía en la misma calle a media manzana de distancia. El timbre de su teléfono sonó seis veces antes de que respondiese.

– ¿Doctor? Soy Archie Goodwin. ¿Está usted vestido? Bien. Venga lo más deprisa que pueda. Hay una mujer tendida en nuestra acera, junto a la puerta del subterráneo; le han dado un golpe en la cabeza y me parece que está muerta. Irá la policía. Por lo tanto no la mueva más que lo imprescindible. ¿Viene usted ahora? Conforme.

Volví a inspirar hondamente, cogí papel y lápiz y escribí: «Phoebe Gunther está muerta en nuestra acera. Le han dado un golpe en la cabeza. He telefoneado a Vollmer».

Entré en el despacho. Calculo que estuve fuera seis minutos solamente y Wolfe continuaba su monólogo, con trece pares de ojos clavados en él. Di la vuelta por la derecha, me acerqué a su mesa y le entregué la nota. Le echó una mirada, luego la consideró con más detenimiento, me miró a mí y sin apreciable cambio en su tono ni en sus maneras dijo:

– Señor Cramer, el señor Goodwin tiene que darle un recado a usted y al señor Stebbins. ¿Quiere usted salir con él al vestíbulo?

Los dos se pusieron en pie. Mientras salíamos, Wolfe continuaba:

– La cuestión que se nos plantea es la credibilidad, desde el punto de vista de los antecedentes con que contamos…

Capítulo XIX

A las doce y media de la noche, me encontraba solo en mi alcoba, dos pisos más arriba, sentado en la silla vecina a la ventana, bebiendo un vaso de leche, o por lo menos sosteniéndolo en mi mano. Por importantes que sean los sucesos no suelen alborotarme; sin embargo, después de aquél me veía en la necesidad de recapacitar sobre mis ideas. O quizá sobre mis sentimientos. Acababa en aquel instante de echar una mirada al campo de operaciones y la disposición de las fuerzas igra la siguiente: Fritz estaba en la cocina preparando bocadillos y café y la señora Boone le ayudaba; siete de los invitados estaban desparramados por la habitación de la fachada, acompañados por dos policías de la Brigada de Homicidios. La reunión no tenía nada de cordial, ni siquiera en cuanto afectaba a Ed Erskine y Nina Boone, que estaban sentados en el mismo sofá; el teniente Rowcliffe y un subordinado suyo estaban en el dormitorio de recurso de mi mismo piso, conversando con Hattie Harding, y tomando nota de sus manifestaciones; el inspector Cramer, el sargento Stebbins y otros dos de los suyos estaban en el comedor bombardeando a preguntas a Alger Kates. En el despacho Wolfe estaba sentado detrás de su mesa; el comisario de policía lo estaba tras la mía; el fiscal del distrito en el sillón de cuero rojo y Travis y Spero, del F.B.I., completaban el círculo. De allí tendría, que salir la alta estrategia, si es que llegaba a salir. En la cocina había otro policía, con la presumible intención de impedir que la señora Boone saltase por la ventana y de que Fritz espolvorease con arsénico los bocadillos. Había otros varios en los pasillos, en el subterráneo; en fin, en todas partes. Y aún otros que entraban y salían, trayendo noticias, recibiendo órdenes de Cramer o del comisario o del fiscal del distrito.

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