– Contesto a sus preguntas. Y hasta ahora no le he dicho ninguna mentira, pudo de que usted pueda presumir de lo mismo.
– ¡Vaya! ¿Conque lo que le he dicho no era verdad?
– No tengo ni idea. Hasta ahora. La tendré. Prosiga.
Interrumpí y le dije a Wolfe:
– Perdone usted, pero no hay precedente de lo que está pasando. ¿Usted, bloqueado por un sospechoso de asesinato? ¿Quiere usted que deje de tomar nota?
Wolfe no me hizo caso y le repitió a ella:
– Continúe. El señor Goodwin ha querido aprovechar una ocasión de calificarla a usted de sospechosa de asesinato.
Phoebe estaba concentrándose y tampoco me hizo caso.
– ¿Cree usted -preguntó- que el uso de la llave inglesa, de la cual nadie sabía que estaría allí, demuestra que el asesinato fue impremeditado?
– No.
– ¿Por qué no?
– Porque el asesino pudo haber ido armado y al ver la líate inglesa decidir usarla en vez del arma.
– Pero, ¿pudo ser impremeditado?
– Sí.
– ¿Alguno de los de la A.I.N. le ha dicho a usted algo que dé algún indicio de quién se llevó la caja de cuero o de lo que le ha ocurrido a ésta?
– No.
– ¿Ni de dónde para ahora?
– Tampoco.
– ¿No tiene usted idea de quién es el asesino?
– No.
– ¿Por qué ha mandado usted al señor Goodwin a buscarme? ¿Por qué a mí y no a… a cualquier otra persona?
– Porque usted se mantuvo apartada y yo quería saber por qué.
Phoebe se interrumpió, se sentó muy derecha, volvió a beber, acabó el contenido del vaso y se pasó la mano por el cabello.
– Todo esto es disparatado -dijo con énfasis-. Podría seguir haciéndole preguntas durante varias horas y ¿cómo sabría yo que ni una sola de sus palabras es verdad? Por ejemplo, yo no sé lo que llegaría a dar por aquella caja. Usted dice que hasta ahora no tiene usted noticia de nadie que esté al corriente de lo que pasó con ella, o de dónde está, y de hecho la caja puede estar en esta habitación, aquí en esta mesa.
Miró el vaso, vio que estaba vacío y lo dejó en la «mesita de escribir los cheques».
– Esta es la dificultad de siempre. Yo he tenido con usted la misma pega.
– Pero yo no tengo razón alguna para mentir.
– Todo el mundo tiene algún motivo para mentir. Prosiga.
– No -dijo ella levantándose y arreglándose la falda-. Es completamente inútil. Me iré a casa y me acostaré. Míreme. Debo parecer una bruja con surmenage.
Esto sorprendió de nuevo a Wolfe. Su actitud respecto de las mujeres es tal que raramente le preguntan qué opinión tiene de ellas.
– No -murmuró.
– Pero en realidad estoy cansada -insistió ella-. Siempre me afectan las cosas por, este registro. Cuanto más cansada estoy, menos lo parezco. El martes recibí el golpe más duro de mi vida y desde entonces no he podido dormir decentemente una sola noche, y míreme -Volviéndose a mí, añadió-: ¿Le importará enseñarme dónde puedo encontrar un taxi?
– La llevaré -dije-. De todas maneras tenía que sacar el coche.
Phoebe le dio las buenas noches a Wolfe, nos abrigamos y salimos a la calle. Subimos al coche y ella reclinó la cabeza en el respaldo, cerró los ojos durante, un segundo, los abrió luego, se puso derecha y me miró.
– No sea usted hosco -dijo ella, pasando los dedos alrededor de mi brazo, diez centímetros por debajo de la axila, y apretando-: No me haga usted caso. No significa nada el que le coja del brazo. De cuando en cuando me gusta sentir el brazo de un hombre; no es, más que esto.
– De acuerdo; soy un hombre.
– Ya lo he sospechado.
– Cuando todo esto haya terminado, me gustaría enseñarle a usted a jugar al «pool» o a buscar palabras en el diccionario.
– Gracias -dijo. Sentí en aquel momento la impresión de que se estremecía-. Cuando todo esto haya terminado…
Al detenernos ante una luz del tráfico en la calle cuarenta y tantos, dijo:
– Ya ve usted, me parece que me estoy poniendo nerviosa. Pero tampoco haga usted caso.
La miré, y no vi indicio alguno de ello ni en su voz ni en su cara. Jamás vi a nadie que estuviese menos nervioso. Cuando di la vuelta para acercarme a su casa, saltó del coche antes de que pudiese moverme, y me dio la mano por la ventanilla.
– Buenas noches. O más bien, ¿qué manda el protocolo? Un detective, ¿puede estrechar la mano de uno de los sospechosos?
– Ciertamente.
Entró en la casa y desapareció, quizá para darle alguna consigna al portero. Cuando volví a casa, después de haber dejado el coche y entré en la oficina para asegurarme de que la caja de caudales estaba cerrada, encontré una nota en mi mesa. Decía así:
. «Archie: No vuelva usted a ponerse en relación con la señorita Gunther más que por orden mía. Cualquier mujer que no sea tonta es peligrosa. No me gusta este caso y mañana decidiré si lo abandono y devuelvo el pagaré que me han dado. Por la mañana, haga usted Que vengan acá Panzer y Gore. – N. W.»
Me dio una idea del estado de confusión en que se encontraba la contradicción que se advertía en la nota. El sueldo de Saúl Panzer era de treinta dólares al día, y el de Bill Gore, de veinte, sin mencionar los gastos, y el encomendarse a tal salida demostraba que Wolfe renunciaba a que quedase sobrante alguno de sus ingresos. El texto apelaba a mi comprensión del embrollo en que se había metido. Subí a mi habitación, echando una mirada a la suya al pasar ante ella, y observé que tenía la luz roja encendida, demostración de que había conectado el aparato de alarma.
Comprendí mucho mejor lo difícil que iba a ser aquel trabajo a la mañana siguiente cuando a las once bajó Wolfe de los invernaderos y le oí dar instrucciones a Saúl Panzer y a Bill Gore.
Para cualquiera que no le conociese, Saúl Panzer no significaba otra cosa que un tipito escuchimizado con una nariz muy grande y un afeitado generalmente precario. Para los pocos que le conocían, Wolfe y yo, por ejemplo, estos detalles carecían de importancia. Era un francotirador que, año tras año, se veía ofrecer diez veces más ocupaciones de las que tenía tiempo o ganas de aceptar. Jamás rechazaba las que le brindaba Wolfe, a poco que pudiese. Aquella mañana estaba sentado en el despacho, con el viejo sombrero castaño en las rodillas, escuchando a Wolfe. Nunca tomaba notas. Mi jefe le describía la situación y le encargó que se pasase en el Waldorf todos los días y todas las horas que fuesen precisos cubriendo los actos de todo el mundo.
Bill Gore era de estatura normal y de aspecto tosco. Al mirarle la cabeza se advertía que al cabo de cinco años, estaría calvo. El objetivo inmediato que se le había señalado era la oficina de la A.I.N., donde debería compilar algunas listas y datos de los archivos. Habíamos telefoneado a Erskine y había prometido su ayuda.
Cuando se hubieron marchado, le pregunté a Wolfe:
– ¿Tan mal está la cosa?
– ¿Tan mal como qué?
– Bastante lo sabe usted. Le costarán cincuenta dólares diarios. ¿Qué tiene de genial esta operación?
– ¿Genial? ¿Y qué tiene que ver el genio con este maldito enredo? ¡Mil personas, todas con motivo y oportunidad y medios a mano! ¿Por qué demonios le permitirla yo a usted que me convenciese?…
– No, señor -dije en voz alta y firme-; no es por ahí. Cuando me di cuenta de lo difícil que iba a ser esto y cuando leí la nota que me dejó usted anoche, me percaté de que inevitablemente trataría usted de echarme la culpa de todo. Reconozco que no me daba cuenta de lo desesperado del caso hasta que le oí a usted encargar a Saúl y a Bill que vuelvan a sumergirse en las profundidades que ha explorado ya la policía hasta la saciedad. Expediré un cheque a favor de la A.I.N. por valor de sus diez mil y usted puede dirigirles una carta diciéndoles que por haber cogido paperas, o quizá…
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