Rex Stout - Los Amores De Goodwin

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Cuando un poderoso representante gubernamental de la O.R.P. (Oficina de Regulación de Precios) está preparándose para hablar ante un grupo de millonarios pertenecientes a la A.I.N. (Asociación Industrial Nacional) muere asesinado. El mundo de los negocios se tambalea ante las sospechas vertidas sobre los magnates asistentes a la conferencia. La A.I.N. exige que se encuentre al asesino y Nero Wolfe decide hacerse cargo del caso.

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Poco después de haber partido Boone y su sobrina hacia la habitación del crimen, según la llamaban los periódicos, Phoebe Gunther hizo su aparición. La señorita Gunther era la secretaria de confianza de Boone; traía consigo dos abrelatas, dos llaves inglesas, dos camisas de hombre, dos estilográficas y un cochecito de niño. Estos objetos servirían de piezas demostrativas en el curso del parlamento de Boone, y como la señorita Gunther quería entregárselas en el acto, fue acompañada a la habitación del crimen por un miembro de la Asociación Industrial Nacional, que iba empujando el cochecito, en el cual iban los demás objetos, no sin regocijada sorpresa de la muchedumbre por en medio de la cual se abrieron paso. La señorita Gunther estuvo con Boone sólo un par de minutos, le entregó dichas piezas y volvió al salón, donde se tomó un combinado. Dio cuenta de que Boone había dicho que quería estar a solas.

A las siete y media la gente que había en el salón de recepción fue invitada a entrar en la sala de baile y a situarse en sus lugares de la mesa presidencial, al paso que los mil cuatrocientos invitados se iban acomodando en sus lugares respectivos y los camareros se disponían a comenzar su actuación. A las ocho menos cuarto llegó el señor Alger Kates, que pertenecía, al departamento de investigaciones de la Oficina de Regulación de Precios y traía unas estadísticas recientísimas que tenían que ser aprovechadas en el discurso de Boone. Subió a la mesa presidencial en busca de Boone; y el señor Frank Thomas Erskine, presidente de la Asociación Industrial Nacional, le indicó a un camarero que le enseñase el lugar donde estaba Boone. El camarero fe le acompañó al otro lado de la puerta posterior del estrado y le señaló la puerta de la habitación del crimen.

El cadáver había sido descubierto por Alger Kates. El cuerpo estaba en el suelo, con la cabeza destrozada a golpes de llave inglesa y ésta permanecía en tierra a poca distancia. La conducta posterior de Kates aparecía insinuada en algunos periódicos y expresada claramente en otros; se partía de la base de que ninguno de los miembros de la Oficina de Regulación de Precios se fiaría jamás de persona alguna de la Asociación Industrial Nacional, ni siquiera en materia de un crimen. Sea por este motivo o por otra razón cualquiera, en vez de volver a la sala de baile y al estrado e informar a los presentes, Kates echó una ojeada por la parte posterior del estrado hasta que encontró un teléfono. Llamó al gerente del hotel y le dijo que fuera en seguida y que llevase consigo a todos los policías que pudiese encontrar.

El jueves por la noche, cuarenta y ocho horas después del suceso, se habían acumulado ya cientos de detalles en torno del crimen, tales como el que no apareciesen en la empuñadura de la llave inglesa más que unas manchas, pero no huellas identificables y tantos otros pormenores que no alteraban lo esencial del cuadro, tal cual se conocía en el momento en que compuse el informe.

Capítulo VII

El viernes el pez picó en nuestro anzuelo. Dado que Wolfe está desde las nueve hasta las once de la mañana en los invernaderos, yo permanecía a solas en el despacho cuando llamaron, al teléfono. En este país, gobernado por los secretarios, la llamada siguió el trámite regular.

– La señorita Harding llama al señor Wolfe. El señor Wolf e que haga el favor de ponerse al aparato.

Me costaría ocupar toda una página el describir las tortuosidades por que atravesó mi toma de contacto con la voz de la señorita Harding. Aun no sé cómo logré hablar con ella y sugerirle la idea de que Wolfe estaba ocupado en sus orquídeas y tendría que recoger yo su encargo. La señorita; Harding tenía interés en saber cuánto tardaría Wolfe en dejar las flores y trasladarse a aquella oficina para ver al señor Erskine. Le expliqué que salía raras veces de casa fuese cual fuere el motivo, y que desde luego no lo hacia nunca para trabajar.

– Ya lo sé -saltó ella con un nerviosismo que me hizo pensar que habría pasado otra noche en vela-. ¡Pero es que tiene que hablar con el señor Erskine!

– Para usted -convine yo- el señor Erskine representa mucho, pero para el señor Wolfe no supone otra cosa que una molestia. El señor Wolfe aborrece trabajar, ni siquiera en casa.

La señorita Harding me rogó que no colgase y yo esperé al pie del teléfono unos diez minutos. Al cabo, volvió a sonar su voz:

– ¿Señor Goodwin?

– Sigo aquí; me he vuelto más viejo y más prudente, pero sigo aquí.

– El señor Erskine irá al despacho del señor Wolfe a las cuatro y media de esta tarde.

– Oiga usted, Relaciones Públicas -dije empezando a exasperarme-, ¿por qué no simplifica usted las cosas poniéndome en contacto con el señor Erskine? Si viene a las cuatro y media, tendrá que esperar una hora y media, porque las horas en que el señor Wolfe está con las orquídeas son de nueve a once de la mañana y de cuatro a seis de la tarde, y no hay nada, incluyendo cualquier crimen imaginable, que haya modificado o que pueda modificar tal costumbre.

– ¡Pero esto es ridículo!

– Sin duda; también lo es este sistema indirecto de que un hombre se ponga en relación con otro, pero…

– No cuelgue.

No logré que me conectase con Erskine. Era mucho esperar, pero a pesar de los pesares llegamos a un acuerdo, superados todos los obstáculos, de suerte que cuando Wolfe bajó a las once, pude anunciarle:

– Esta tarde, a las tres y diez, estará aquí el señor Frank Thomas Erskine, presidente de la Asociación Industrial Nacional, con sus acompañantes.

– Bien, Archie -susurró él.

Debo confesar con franqueza, que me gustaría que mi corazón no se alborotase un poco cuando Wolfe me dice: «Bien, Archie», porque es un detalle pueril.

Capítulo VIII

Cuando sonó la campanilla de la puerta aquella tarde, a las tres y diez en punto y me puse en pie para abrir, le observé a Wolfe:

– Esa gente es posible que sea de aquella especie de la que suele usted huir. O aun peor, de aquellos que me hace usted expulsar. Quizá tendrá usted que contenerse. Acuérdese de sus gastos, y no se olvide de Fritz, Teodoro, Charley y yo.

Wolfe no dijo nada.

La pesca recogida fue superior a todas las esperanzas, porque en la delegación de cuatro personas que nos visitó no sólo venía un Erskine, sino dos. Padre e hijo. El padre tendría quizá sesenta años y me sorprendió el hecho de que no hubiera nada digno de admiración en su personalidad. Era alto, huesudo, flaco; vestía un traje azul marino hecho en los talleres rápidos, que no le caía bien, y aunque no llevaba dientes postizos, hablaba como si los tuviera. Hizo las presentaciones, dándose a conocer primero a sí mismo y luego a los demás. Su hijo se llamaba Edward Frank y él le llamaba Ed. Los otros dos, de quienes se nos dijo que eran miembros del comité ejecutivo de la Asociación Industrial Nacional, eran los señores Breslow y Winterhoff. Breslow tenía un aspecto tal que daba la impresión de que había nacido enfurecido y quería morir así. Winterhoff podía haber posado como modelo, en calidad de hombre distinguido, para el reclamo de una marca de whisky . No le faltaba siquiera ni el bigotito gris.

En cuanto al hijo, a quien no me atrevía aún a llamar Ed, y que era más o menos de mi edad, reservé mis juicios, porque parecía estar preocupado, y esta no es situación para calibrar a una persona. No cabía dudar de que le dolía la cabeza. Su traje le había costado tres veces más de lo que valía el de su padre.

Cuando les hube acomodado en sendas sillas, con el señor Erskine en el sillón de cuero rojo que había al extremo de la mesa de Wolfe y una mesita al alcance de su codo que le venía de perlas para firmar un cheque en ella, el padre dijo:

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