Rex Stout - Los Amores De Goodwin

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Cuando un poderoso representante gubernamental de la O.R.P. (Oficina de Regulación de Precios) está preparándose para hablar ante un grupo de millonarios pertenecientes a la A.I.N. (Asociación Industrial Nacional) muere asesinado. El mundo de los negocios se tambalea ante las sospechas vertidas sobre los magnates asistentes a la conferencia. La A.I.N. exige que se encuentre al asesino y Nero Wolfe decide hacerse cargo del caso.

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– ¿Qué es lo que busca usted en realidad? -me preguntó amablemente.

– Nada -le dije-. Trabajo para Nero Wolfe, de la misma manera que usted trabaja para el Waldorf y él me ha enviado a echar una ojeada acá, que es lo que estoy haciendo. ¿Han cambiado la alfombra?

– Había un poco de sangre. No mucha -asintió-. Y los policías se llevaron también algunas cosas.

– Según los diarios, hay cuatro habitaciones como ésta; dos a cada lado del estrado.

– Que se emplean -dijo asintiendo de nuevo- como vestidores y lugar de descanso de quienes actúan. No es que se pueda decir que Cheney Boone se disponía a actuar. Lo que deseaba era un lugar para repasar su discurso y le mandaron acá para que pudiese estar solo. La sala grande de baile del Waldorf es la mejor…

– ¡Claro, claro! -dije calurosamente-. Sin duda que lo es. Les tuvieron que pagar a ustedes una suma astronómica. Bueno, mil gracias por todo.

– ¿Ha conseguido usted todo lo que deseaba?

– Sí, creo que ya lo he despachado todo.

– Podría enseñarle a usted el lugar exacto donde iba a colocarse él para pronunciar su discurso, si no le hubieran matado antes.

– Muchas gracias, pero me parece que me necesitan.

Bajó conmigo en el ascensor y los dos nos dimos perfecta cuenta de que a los hoteles los Únicos detectives privados que les son simpáticos son los contratados por ellos. En la puerta, me preguntó en tono trivial:

– ¿Para quién trabaja el señor Wolfe?

– Esto no se puede preguntar. Primero y principal, trabaja para Wolfe. Convénzase usted de ello como me he convencido yo. Además, le soy leal.

Capítulo IV

A las diez y cuarto situé el coche en Foley Square y entré en la Audiencia. Subí en el ascensor. Allí vi a una docena, o quizá más, de hombres del F.B.I. con los cuales hablamos tratado Wolfe y yo durante la guerra, cuando él prestaba algún servicio al Gobierno y yo pertenecía a la «G-2». Wolfe y yo habíamos pensado que para nuestros actuales fines, el hombre más apropiado, por ser ligerísimamente menos reservado que sus colegas, era G. G. Spero, y por ello a él fue quien hice pasar tarjeta. Al instante una muchacha de aspecto despejado y eficaz me instaló en una habitación de aspecto despejado y eficaz, y ante mi se presentó la cara despejada y eficaz de G. G. Spero, del F.B.I. Nos miramos durante un par de minutos y luego me preguntó cordialmente:

– Bueno, mayor, ¿en qué podemos servirle?

– Dos pequeñeces. Primero, que no me llame usted mayor. Voy de paisano y además el oírme llamar así me produce un complejo de inferioridad, porque yo tenía que haber sido coronel. Segundo, una petición de Nero Wolfe que le traigo y que tiene algo de confidencial. Claro está que el señor Wolfe podía haberme remitido al Jefe o haberle telefoneado, pero no quería molestarle. Se trata de un detallito en torno del caso del asesinato de Boone. Se nos ha dicho que el F.B.I. ha tomado cartas en el asunto y damos por sentado que ustedes no se mezclan por lo general en crímenes de alcance local. El señor Wolfe desea saber si desde el punto de vista del F.B.I. existe algún motivo que haga inoportuno que se interese en el caso un detective privado.

Spero continuó tratando de mostrarse cordial, pero la educación y las costumbres adquiridas en el cuerpo fueron superiores a sus deseos. Empezó a tamborilear con los dedos en la mesa, se dio cuenta luego de su gesto maquinal, apartó las manos y recordó que la gente del F.B.I. no tiene por costumbre repiquetear en las mesas.

– Conque el caso Boone… -dijo.

– Cierto. El caso Cheney Boone.

– Sí, cierto. Si prescindimos por un momento del punto de vista del F.B.I., ¿cuál es el del señor Wolfe?

Se cernió encima de mí y trató de sonsacarme por cuarenta procedimientos diferentes. Salí media hora más tarde de lo previsto y con el único resultado que había previsto: nada. Habíamos confiado demasiado en el ligerísimo margen de locuacidad que le distinguía de sus compañeros.

Capitulo V

El último número del programa resaltó ser el más complicado, sobre todo por cuanto en él tuve que tratar con personas que me eran totalmente extrañas. No conocía a nadie relacionado con la Asociación Industrial Nacional y por ello tuve que iniciar la gestión perforando la coraza de ésta. El ambiente de sus oficinas, situadas en el piso treinta de un edificio de la calle 41, me causó mala impresión desde el preciso instante en que puse pie en ellas. El recibidor era demasiado grande; se advertía que habían gastado demasiado dinero en alfombras; que la decoración había sido concebida con excesiva ostentación, y que, en definitiva, la muchacha que estaba sentada al otro lado del pupitre de recepción era una verdadera nevera. Claro está, sin que ello afectase a lo aceptable de su aspecto exterior. Se la veía tan esencialmente glacial ante cualquier posible favor, que se perdía toda tentación de derretirla. Yo no creo producirme de una manera indiferente con las mujeres comprendidas entre los veinte y los treinta años, que cumplan con ciertos requisitos de forma y de perfil, pero con aquélla lo fui, al entregarle una tarjeta y decirle que deseaba ver a Hattie Harding.

Según la antesala que tuve que guardar, cualquiera podría figurarse que Hattie Harding era la diosa de aquel templo, en vez de ser solamente la directora ad junta de Relaciones Públicas de la Asociación Industrial Nacional, pero al cabo logré franquear el último obstáculo y ser admitido ante ella. En su despacho se daba también la misma abundancia de espacio, de alfombras y de decoración. La persona de Hattie Harding tenía sus cualidades, pero de aquellas que despiertan en mí uno o dos de mis malos instintos, y por cierto que no quiero decir lo que alguno de ustedes se figurará que quiero decir.

Era de una edad intermedia entre los veintisiete y los cuarenta y ocho años, alta, bien formada, bien vestida y sus ojos escépticos y suficientes le daban a entender a uno a la primera mirada que Hattie estaba al cabo de la calle en todo.

– Celebro mucho -manifestó estrechándome la mano con firmeza- saludar a Archie Goodwin, enviado por Nero Wolfe. Lo celebro de veras. Porque supongo que viene usted enviado por él, ¿verdad? Directamente, ¿no es así?

– Vengo volando como una abeja, con la misma tortuosidad con que sale volando de una flor.

– ¡Cómo! ¿No querrá usted decir que se dirige volando hacia una flor? -observó riendo.

– Sí, esta será la verdad -respondí riendo también-, porque tengo que reconocer que he venido a buscar una cierta cantidad de néctar. Para Nero Wolfe, ¿sabe? Mi jefe necesita una lista de los miembros de la Asociación Industrial Nacional que estuvieron en aquella cena del Waldorf Astoria, y me ha mandado acá a buscarla. Tiene una copia de la lista impresa, pero necesita saber cuáles fueron los que no acudieron a la cena y quienes fueron los que no estaban inscritos en la lista. ¿Cree usted que me explico bien?

– ¿Por qué no nos sentamos? -dijo riendo, sin responder a mí pregunta.

Se dirigió hacia un par de sillas que había al lado de una ventana, pero yo fingí no darme cuenta de ello y me encaminé hacia una silla que estaba dispuesta para las visitas al lado de su mesa de despacho, para procurar que ella se sentase detrás de ésta. La nota que yo había redactado para Wolfe estaba en el bolsillo exterior de mi chaqueta y tenía por objeto el ir a parar al suelo del despacho de la señorita Harding. Esta operación, si mediaba entre nosotros la esquina de la mesa, no sería difícil.

– Muy interesante -manifestó ella-, Y ¿para qué quiere la«lista el señor Wolfe?

– Hablando con franqueza -le dije sonriendo-, no puedo hacer otra cosa que expresar una inocente mentira: Les quiere pedir sus autógrafos a los invitados.

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