Max Aub - Campo Cerrado

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Primera novela del ciclo 'El laberinto mágico', que Max Aub concibió con la intención de retomar el género de la novela histórica del pasado inmediato, y con la voluntad testimonial de dar cuenta de la Guerra Civil española. Max Aub llegó a París como exiliado a principios de febrero de 1939, arrastrado por la desbandada republicana por las carreteras de una Cataluña en derrota, y es en la ciudad de su nacimiento donde concreta el plan de escritura de su extraordinario mural sobre la guerra. 'Campo cerrado' narra los años previos al golpe de Estado militar en julio de 1936, que provocó la Guerra Civil. El protagonista, Rafael López Serrador, es un joven obrero procedente de Viver que se traslada primero a la capital de la Plana y después a Barcelona para ganarse la vida. Rafael transitará por las postrimerías de la dictadura de Primo de Rivera, la proclamación, florecimiento y deterioro de la Segunda República, y los días inmediatamente anteriores al golpe de Estado fascista. Sus inquietudes lo llevarán a conocer los círculos obreros de la capital catalana, las condiciones de vida de los trabajadores, las tertulias y cafés donde se reúnen y discuten los intelectuales, los enfrentamientos callejeros, las disputas de la burguesía o la ebullición de discursos y actitudes con que comunistas, anarquistas y falangistas se preparan para un conflicto inapelable. La novela se cierra con la intensa crónica de la lucha en las calles de Barcelona por el dominio de la ciudad.

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Si me resto lectores, los que queden sean buenos.

III

Sale esta novela, o mejor galería, tal y como nació en 1939. Me hubiese sido fácil ampliar algún dato del capítulo final, pero siendo esta como es, aunque solo para mí, una segunda edición, va sin cambiar una coma.

M. A.

México, agosto de 1943

PRIMERA PARTE

1. Viver de las Aguas 55

De pronto se apagan las luces: las diez, la luna luce su presencia en las paredes jaharradas: el jalbegue se parte, mitad blanco, mitad gris. El silencio corre por las calles del poblado como un calofrío, de la cabeza a los pies, desde la plaza al Quintanar Alto, ya pegado al alcor. Primeros de septiembre y el aire frío bajando por el Ragudo; 56más arriba las estrellas de monte, tachas del viento.

La plaza, por ocho días ruedo verdadero, apuntaladas las fachadas limpias de derrengaduras con escaleras y tablones; el casino adargando su última luz tras las talanqueras; en el centro, la fuentecilla barroca con su canto de agua de cuatro caños recobrando su calaña de abrevadero; la plaza, acabadas de tocar las diez, ombligo del mundo. Mil quinientas almas y la Raya de Aragón. 57Hacia abajo, caídos hacia la mar, por Jérica y Segorbe, los pueblos de Valencia; cuesta arriba, por Sarrión, el áspero, desnudo camino de Teruel.

El reloj de la iglesia tiene la luna de cara; a todos les baraja el regustillo del miedo con el de la espera, un no se sabe qué otea por las espaldas; hay menos aire entre las gentes. Las diez y cinco: un rumor levanta su cola; asoman por los postigos las cabezas de los valientes, ya corren y cazcalean frente a la casa del notario y la contigua del doctor los que quieren presumir el tipo, puesto el ojo a las hijas en edad de merecer, agrupaditas en los balcones de los probos funcionarios, con su dote por delante y el pretendiente detrás, bálano en ristre, manos invisibles bendiciendo la oscuridad. Las blusas negras de viejos renegridos, que no quieren dar su brazo a torcer por los años, se escurren por las paredes. La albórbola recibe su corrección inmediata: un murmullo la acalla.

En lo más remoto de su memoria Rafael López Serrador no halla un recuerdo más viejo; de su niñez es esa la imagen más cana: el momento en el cual, por las fiestas de septiembre, van a soltar el toro de fuego; 58eso, y el ruido del agua viva por la tierra: fuentes, manantiales, acequias.

El toro de fuego siempre ha matado a cinco o seis hombres: un animal bárbaro y terrible, mejor encornado que «Fávila», que el 89 mató a ocho en Rubielos de Mora; 59su dueño, a quien los niños tienen por rico y misterioso, pasea el basilisco de feria en fiesta; algún año, cuando la pez lo ha dejado cegato, echan el bestión a unos torerillos para que acaben con él. Cuéstales Dios y ayuda, cuando no cornalones, porque el bicharraco sabe ya más que Lepe. 60El ganadero toma café en el círculo maurista. 61Los chiquillos le rodean a prudente distancia: «Ese es, ese es».

Las vaquillas corren, los mozos las jalean y les dan cantonada; la gente, hombres y mujeres, sale a recibirlas por la carretera en busca del susto (¡ay, qué susto!), del miedo (¡ay, qué miedo!), de la topada y del escalo de las rejas de la casa amiga perfectamente determinada de antemano, o del amparo de las cercas, murallones y albarradas de las veras del camino. Los hombres llevan gayatos y blusas negras, los veraneantes van en mangas de camisa; hay quien intenta quiebros y sale con los calzones descalandrajados para mayor burla y risotada. Polvo y cerveza, carreras de cintas 62mientras la banda enhebra pasodobles.

Pero el toro de fuego llega por la noche y está solo en las orillas del río, nadie se atreve a citarlo. Por veredas y balates van mayores y mocosos desde las primeras horas de la mañana a divisar y apreciar el ganado. Se apacienta este en las márgenes de la torrentera, medio escondido por los carrizos, en una madre seca y cantalinosa. Los olivos y las higueras sirven de burladeros. Las señoritas dan grititos que animan al jabardillo. Los novios se apartan a derecha e izquierda «para ver mejor», según aseguran, y sofaldar sin sobresaltos. Hay quien almuerza. Allá abajo, sin dar importancia a los torillos que pacen, cruzan hacia el pueblo tres cavatierras, segur al hombro, colilla terciada, salivazo trallero:

–¡Paece 63que nunca hayan visto animales, rediós!

Una mula remacha el lendel 64circular de un azud quintañón y martillea el jolgorio con el ritmo de sus pezuñas ciegas; corre un agua estrecha. Rafael Serrador pasa el meñique derecho de su fosa nasal diestra a la siniestra, bájase luego a coger un guijo e intenta largarlo al río, y se queda corto. Otros, ya muy creciditos, lanzan a voleo pedruscos aa los lomos de las vaquillas. Algunas, las menos, levantan el testuz y miran indiferentes, otras, a lo sumo, adelantan un paso, el belfo rastreante en busca de hierbajos escuálidos entre tanta cárcava.

El río corre al amparo de una cortadura que raja, del ocre al cárdeno, los verdes de la ribera contraria. Las aguas se saben y adivinan tras el cañaveral; donde muere la corta 65se ven las aguas arremolinadas. El cielo, de su propio azul; rayándolo crascitan unos cuervos. Ya llegan las gentes que salen de misa, atajan por las albardillas y los caballones despreciando sendas, pisando alfalfas, las enroscadísimas calabazas, las cebollas; roban uva y melones. b

–¡Así reventaran tós, hijos de la gran madre que los parió! –rezonga un ganapán que trabaja un cuartel, al socaire de un paredón a medio derruir, en el camino del barranco, cuando cada año, tras las fiestas, tiene que recavar ardillones y replantar cercas y varasetos. Entre el sendero y el cuadro corre la acequia, menean las clarísimas aguas transparentes ovas sobre musgos, crecen los culantrillos por los balates. (Ahora hace dos años estuvo Rafael en cama de un fuerte resfrío y le dieron, para curarle, culantrillo en infusión). La madre es un tanto rabisalsera y amiga de gaiterías. Hay quien mira a Rafael y dice que se parece a su padre. Aquello le choca: le parece lo natural, pero se da cuenta de que no es verdad. ¿Qué quiere decir con eso la gente? El padre es corto y negro. Rafael está contento de parecerse a su madre, más alta; con su corpiño negro, su falda negra y su pañuelo anudado en la garganta, cuando tiene que salir, sobre todo si lleva zapatos abotonados, con un dedillo de tacón y puntera fina.

Ya toca la música dándole a septiembre el calor que le falta. Vino el diputado y su familia. El registrador, el boticario y don Blas bajan cada día al casino; se runrunea que este año habrá un día más de vaquillas. El padre sigue maldiciendo de todo lo habido y por haber: desde el lunes hay un tren más, de Valencia al pueblo y viceversa, y el ómnibus amarillo que él lleva y trae a su trote mulero tiene que hacer cuatro viajes suplementarios, del pueblo a la estación, llueva o solee. El faetonte es republicano y enemigo de las vaquillas, que tiene por espectáculo bárbaro y retrógrado, pero no falla el verlas. Las moscas parecen soliviantarse por aquellos días, dan más quehacer que nunca; a la hora de la siesta óyese el runruneo que forman, alrededor de ligas y vinagres – colgadas las unas, engañosos ccon su terrón de azúcar los otros– en sus desesperados esfuerzos sobremosquiles por no malmorir. Hacia el sur, por el abra de Jérica, se descubren lejanías azules y verdes; hacia los nortes solo se encuentran carrascas, jarales, tierra de nieve: lo uno horizonte, lo otro monte.

De la cocina del Casino bajan, todavía calientes, empanadillas de pescado: doradas, la masa cuscurrosa, la panza mollar, el olor del buen aceite, la pasta vuelta sobre sí, encerrando tras el borde bien horneado las tiras verdales o granas de los pimientos asados, gustosamente casadas con el rosicler del atún desmenuzado, el carmesí o la rojuela color de los tomates fritos, el amarillejo de los piñones enteros. Resbalan por las mejillas de los niños bien vestidos unas gotas azafranadas dejando un reguero brillante.

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