A la noche emborrachábase el patrono, en casa o fuera; cuando esto último sucedía, traíalo el sereno hecho un mar de lágrimas. La mujer lo desnudaba sin decir ni pío, y con delicadas atenciones; eran los únicos momentos en los cuales le mostraba ternura, lo lavaba, peinaba y encamaba como un niño pequeño. Cada luna le traía una ilusión de preñez; a pesar de ciertas precisiones médicas, podía más el deseo. Rafael no entendía de esos altibajos del humor. Menstrualmente 94se le agriaba el carácter a la dueña, guiñábale el ojo la Piruja, pero él se quedaba in albis . 95Cuando el platero no estaba bebido, poníale la señora como un trapo y él lo aguantaba.
Otro personaje importante de la tienda era el michino, un gato blanco de pelo largo y fino, ojillos de almendra verde jaspeados de jalde, zaíno para los desconocidos que le carantoñearan, muy sabedor de sus prerrogativas, celoso de sus dominios. Traía locos a sus amos, desvelados en todo momento por su humor, su salud y posibles deseos; lucía gran collar y placa, candado y toda la pesca. 96Su comida era función pertinente de la platera: si alguien entraba en el momento de la condimentación de los manjares debidos al mamiferillo teníase que esperar o volver; por nada de los mundos, este y el otro, hubiese almorzado el felino a las doce lo que le tocaba a las once. Los andares reposados, despreciativo de juegos sin provecho, miraba desde lo alto de su superioridad los afanes de ciertos corredores de bisutería empeñados en ganarse su simpatía a fuerza de bolitas de papel, maullidos engañadores, rascaduras en el mostrador u otras tretas infantiles. Paseábase señor por las vitrinas y el banco artesano, entre reasas, anillas, mosquetones, gargantillas y alambres, pisando aljófar, falsos corindones, aretes y demás zarandajas que esperaban compostura de la lima y los alicates del joyero. Era sagrado, aun cuando metiera los bigotes entre ama y comprador, y este se esturrufara. Hablábale entonces la filatera:
–¿Qué quieres, precioso bonito? ¿Qué quieres, encanto? ¿Qué le dices a tu tururú?
Se lo echaba al hombro con la esperanza de que tal prueba de cariño le permitiese liquidar el negocio; pero si el gato volvía a las andadas, le respetaba el gusto. Teníanle por hijo; le regañaban, muy serios, los zarracatines, cuando se iba de picos pardos, lo cual sucedía a menudo. La rebusca del minino por los alrededores era obligación de Rafael y parte importante de su trabajo.
De toda esa época, que dura tres años, conserva jmuy pocos recuerdos de adentro. A lo sumo se le pintan en la memoria los aledaños del comercio; se representa fácilmente ese tiempo bajo la forma de un grifo de latón; se encuentra ahogado, sin agua corriente; le falta la albórbola de los manantiales por la tierra. El agua es escasa y gorda, sácanla a fuerza de andarajes y motores, la reparten por acequias y azarbes, la retienen en depósitos y la distribuyen, ciega, por tubos de plomo; gástanla con parsimonia, cae en cazos y vasijas, cubos y palanganas, sobre el peltre y la loza, con un sordo ruido de columna trunca, cortada a gusto del consumidor. Rafael duerme en un catre, puesto en un recoveco, cerca de una pila de mármol ennichada en la pared; no ajusta la llave, y gotea la boca. De esta compañía constante Rafael Serrador se acordará siempre.
La vida es chata y Rafael solo se preocupa y sorprende cuando, de tarde en tarde, se le erecta el pipí. El ama no le tolera amigos, robándole tiempo; los domingos se los pasa en el «maset», ayudando a los albañiles que lo levantan sin prisas; porque el negocio, a pesar de los bandazos, prospera, y los plateros construyen su casa de huerta, le dan forma a un jardincillo, plantan, como todos, una buganvillera –Josefa-Augusta dicen que se llama de verdad–, pasionarias, murcianas, geranios, dondiegos, malvarrosas y hierbaluisa. Un limonero y un mandarino les hace figurarse un huerto posible; ya venden, en sus conversaciones, las naranjas al mejor precio. Cada domingo traen un arbusto que plantar: jazmín o heliotropo; se va y se vuelve en tartana.
La tierra es roja y parda, los árboles –cipreses y naranjos– verde eterno, los montes a lo muy lejos azulencos y violáceos, el cielo sin nubes, altísimo y cerúleo; las chicharras y las ranas roen calor y tiempo; los cuérnagos y las zanjas tienen el color subido, huelen a tierra llovida y revuelta, dejan –en horas– de ser acequias para venir a caminos hasta la hora del riego; el frescor permanece soterraño; barro a la pisada, la arcilla asciende a cascarria, su oscuro tinte cuadricula la llanura; por los balates crece poca hierba: el aprovechamiento del terreno no las permite.
A Rafael, la Plana no le parece campo; para él el campo es cosa de altozanos y declives, gándaras; barrancos cantalinosos, con hazas colgadas al azar de las aguas; es el río y sus hocinos; tomillo, romero, piedras, retama y chaparros, alguna higuera y colmenas; lejanía: sorprender desde lo alto la boira 97dormida del valle envolviendo el pueblo montesino: los vientos fríos, la nieve; ni siquiera el cielo es idéntico: las estrellas son contadas al lado de las de su tierra dura.
La vida fácil y lo caliginoso no le sorprenden, ni le ganan; ve la riqueza, pero le tiene sin cuidado, no comprende el respeto al solo dinero y la tierra no le parece de más precio por su rendimiento. Tiene a los naranjeros –orondos, un tanto pasmarotes y un mucho tragaldabas– por blandengues y demasiado bien afeitados; todo se le alcanza fácil y adormilado en ese país sin cuestas. Barrunta que existe algo ken el mundo que exige esfuerzo: no sabe qué. Se retrae y calla y aprovecha la primera ocasión para arrearle una paliza al zurumbático hijo del vecino, que tiene la cara boba. Luego le pesa, por fácil.
Algún domingo ve trasponerse la tarde, sentado en una piedra calcina, 98olvidada cerca de la verja; menea sin sentir y juega con una azadilla, rayando la tierra, buscando augures, 99los ojos fijos en no sabe qué, sin pensar. La atmósfera le sostiene. Cuando algo se mueve en la luz ya corrida, 100piensa: ¿Qué seré? El ser artífice joyero le gusta poco. ¿Volver al pueblo? El salir presupone no volver, como no sea con permiso, cuando sirva al rey. 101
Al soplo de un jadeíllo descubrió Rafael el amor, al revuelo de una cortina; platero y platera en polución le sorprendieron grandemente. Hasta la fecha había creído que la boca era la única cavidad propicia al amor y conducto natural de la generación, aunque no imaginaba fácilmente el modo. Alegróse infinito de su descubrimiento; se tuvo por mayor, y las nalgas y la horcajadura de la familia ganaron miradas de nuevo cuño.
Inauguróse por aquellos domingos, con una paella excepcional y riojas alambrados, el nuevo excusado del «maset», taza de porcelana, asiento de caoba pulida y, aunque le prohibieron el uso del mismo al mozo –ancho es el campo y todavía hay clases–, le sonrió al joven la idea de sentarse para defecar; asombrado de lo cómodo de la postura, púsose a manosear su pene y vino sin más a descubrir la masturbación, más contento que unas pascuas; con esas le empezó a sombrear el bozo, graneado de barrillo.
Tomaron los propietarios a su servicio, para guarda de la finquilla, una mujer hecha y derecha, viuda, como de cuarenta años, sin más cintura que el cordón de su delantal, con sus buenos ochenta kilos; de nombre Marieta; pescadora de oficio en otro tiempo; se quejaba amargamente de reuma, razón de su cambio de vida, aunque la verdad era que el trabajo no había sido nunca su debilidad; diose a buscar el sol por donde pegara y a hacer media para entretener las manos; sus hijos andaban al «bou», criados por una hermana suya que más tenían por madre que la verdadera. Venía a entretenerle las veladas, en las que el servicio le dejaba libre, cierto guardia civil muy amigo del difunto usufructuario, galleador, cariacuchillado y zancajoso, muy pagado de sí, que tenía en lmucho el machihembrarse 102con aquella mole pazpuerca 103y morena; ello le permitía aguantar con conmiserada sonrisa al triste de su sargento, seco y de cara larga, bigote cansado, dientes sarrosísimos, poco pelo y con una mujer que era una tormenta, con los rayos contínuamente al dispararse, más celosa que una avispa sin flores. El sargento se refugiaba en la aureola de sus galones y les hacía la vida dura a sus subordinados; especialista en tundas a huelguistas, garduños y novillerillos sin billete, descargaba en ellos su botaratería, y los golpes con que soñaba acardenalar a su irresistible consorte. Salía reconfortado de las palizas: hay dos clases de polizontes apuñeadores, los que gustan de la sangre y los que prefieren las contusiones internas; los primeros suelen cumplir su cometido a mano limpia, los otros prefieren para sus garatusas la culata del mosquetón. El sargento era de los primeros, el concubino de la Marieta de los segundos. Este último también tenía mujer: un tanto tísica, medrosa y triste la pobre, muy agarrada a la vida futura, que se figuraba como un cuartel enorme – hija y nieta de guardias civiles– lleno de ángeles con alas y galones, y Dios de Director General; tenía el concúbito conyugal en horror y por pecado y lo rehuía en lo posible; el guardia, Manolo de nombre, dábalo todo por bueno con tal que no le preguntase dónde compensaba. Manolo y Severiano, el de la celosa aragonesa, hacían, en lo que cabía, por lo que del sargento se ha dicho, buenas migas; se contaban sus miserias y hermaneaban a menudo en su afición al arroz, aunque el uno lo prefiriese caldoso y el otro seco, fuente de discusiones desapasionadas.
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