Max Aub - Campo Cerrado

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Primera novela del ciclo 'El laberinto mágico', que Max Aub concibió con la intención de retomar el género de la novela histórica del pasado inmediato, y con la voluntad testimonial de dar cuenta de la Guerra Civil española. Max Aub llegó a París como exiliado a principios de febrero de 1939, arrastrado por la desbandada republicana por las carreteras de una Cataluña en derrota, y es en la ciudad de su nacimiento donde concreta el plan de escritura de su extraordinario mural sobre la guerra. 'Campo cerrado' narra los años previos al golpe de Estado militar en julio de 1936, que provocó la Guerra Civil. El protagonista, Rafael López Serrador, es un joven obrero procedente de Viver que se traslada primero a la capital de la Plana y después a Barcelona para ganarse la vida. Rafael transitará por las postrimerías de la dictadura de Primo de Rivera, la proclamación, florecimiento y deterioro de la Segunda República, y los días inmediatamente anteriores al golpe de Estado fascista. Sus inquietudes lo llevarán a conocer los círculos obreros de la capital catalana, las condiciones de vida de los trabajadores, las tertulias y cafés donde se reúnen y discuten los intelectuales, los enfrentamientos callejeros, las disputas de la burguesía o la ebullición de discursos y actitudes con que comunistas, anarquistas y falangistas se preparan para un conflicto inapelable. La novela se cierra con la intensa crónica de la lucha en las calles de Barcelona por el dominio de la ciudad.

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Rafael llevó un sábado, a última hora de la tarde, unos aperos al «maset». Se le había hecho tarde en la tienda puliendo una pulsera acabada de componer. Dijéronle los plateros que se quedara a dormir en el campo, que ellos ya irían al día siguiente, a la hora de siempre: aquella noche pensaban ir al cine donde anunciaban una película de Francesca Bertini. 104Los horteras 105se remozaban con ello: habíanse conocido en un cine de Valencia, a la sombra de Pina Menichelli, 106y todo lo que oliera a cinematógrafo italiano les hacía mirarse con languidez. El viaje del rey y de Primo de Rivera a Italia, 107realizado por los días en que sucede lo que se narra, acababa de dar aire y peso a este extraordinario, porque no solían ir a espectáculo alguno.

Rafael llegó a la casa cuando el anochecer se cubría de marino. 108No se sentía el vivir: la temperatura abolía todas las leyes, un grillo cosía en las esquinas el cielo a la tierra con puntadas en forma de serrucho. Marieta le daba a las agujas encalada en una meridiana.

–¡Hola, xiquet ! 109

Dejó el muchacho su carga en la habitación que servía para todo y vino a tomar el aire. Cenaron a poco entre el pan cenceño unas chuletas asadas y tomate frito, bebieron su porrón de tinto, la merdellona hizo café y aun tomaron una copa de coñac. La mujer le ofreció tabaco, que él con gran extrañeza de la prójima rehusó: no había fumado nunca.

–Uy, quin senyoret! Deu sap quines coses farás quan no estiguen mdavant! 110

Rafael se caía de sueño y se fue a la cama. El casal, como sus lindantes, tenía en su planta baja la sala abierta a todos los vientos y dos alcobas. La guardiana dormía en el sobrado, frente a la azotea, donde solo se sube a tender: el paisaje les importa a todos un comino, aunque, quiéranlo o no, sobre los naranjales, hay al fondo una rayita de mar para alegría del corazón.

Dormía Rafael, por una condescendencia solo explicable por la imposibilidad de volver aquella noche a la capital, en uno de los dormitorios de abajo. La cama era nueva, de madera marqueteada con nácares irisados, a su lado la mesilla de noche con su loncha de mármol rojizo sobre la que descansaba una palmatoria de aluminio, con bujía, y una caja de cerillas de cinco céntimos. Todavía no habían instalado la luz eléctrica, a pesar de las promesas hechas cada lunes al platero por un amigo suyo, empleado en la Electra Castellonense desde hacía veinte años. Las paredes estaban recién encaladas y el alizar brillante, verde y colorado. Rafael se desnudó; extrañó las sábanas limpias. Hacía calor y no se dormía. Se destapó y, por distraerse y buscar el sueño, empezó a masturbarse. En aquel momento, sin otra razón que el acecho, entreabrió la puerta la morena salaz y sin decir ni pío subióse a la cama arremangándose las faldas e introdujo ella misma la razón de ser del atónito mancebo en su muy arrastrado cauce. –Así no, bobo, así no –barbullía la mole.

Rafael estaba callado y quieto.

–¿No lo has hecho nunca?

Y como asintiera negando con solo menear la cabeza, convirtióse la quillotra 111en devanadera loca, con gran susto del primerizo que no sabía a qué santo encomendarse. Comíaselo a besos la gran ladrona y el mocoso se dejaba. Repitieron dos veces la suerte variando las posturas; quiso la zalamerona quedarse a dormir, pero el estrena se negó en redondo. Fuese rezongando la maridada, no sin cien requiebros, prometiéndoselas felices para el amanecer, antes de que llegaran sus dueños, y así se lo hizo prometer a su irresoluta víctima. Tan pronto como la oyó por los techos se levantó Rafael y vistiendo camiseta y pantalón salió por la ventana al escaso jardín y por sobre el cercado a la huerta.

«¿No era más que eso?». nLe sorprendía que el placer no fuese mayor, de otra manera. Le parecía el amor una cosa caótica y hecha de cualquier manera. Él se lo había figurado más ordenado: una ascensión al paraíso según las normas del catecismo, con tiempo sobrado para ver el paisaje a derecha e izquierda, con una llegada al destino que tuviese algo de la arribada a Nueva York: de un lado la estatua de la Libertad y del otro los rascacielos, como en el cine. Atemperaba su desilusión el sentimiento de haber cruzado el difícil estrecho que le separaba de los hombres; humillábale que aquello hubiese sido tan fácil, sin dolor, tan sucio, pegajoso y maloliente. Pero todo, ahora, en la vida, se le antojaba coser y cantar, puerto vencido. «¿Te das cuenta? –se decía– ¿te das cuenta?». Y no se contestaba. Había luna y el campo estaba embalsamado de azahar. Un tren corría a lo lejos.

«Y ahora, ¿qué?». Por primera vez pensaba claramente en el futuro. Se imaginó Barcelona como algo que existía verdaderamente; se dio cuenta de que el correo de las diez y diez llegaba efectivamente a Barcelona. Hasta aquel momento, «el correo de Barcelona» era la denominación de un tren que pasaba por Castellón; ahora se percataba de que aquellos vagones iban a parar a una gran ciudad, que la gente que en ellos viajaba llegaba hasta allí, y allí vivía y trabajaba. Un millón de habitantes. Cuando un campesino piensa en algo más que en la capital cercana, sus vecinos le miran con atención y cuidado. Rafael se miró a sí mismo y se dijo: «¿Por qué no?». Su virginidad perdida trasformábase en geografía y la vida se le presentaba por vez primera como un camino.

Volvióse a la cama con una gran locomotora en el cerebro y se durmió como piedra. Cuando salió el sol, no es que no quiso oír los nudillazos de la halconera en la puerta previsoramente apestillada: dormía. Despertó con los plateros en casa. Buena se la armaron. El mozo bajó la cabeza, sin más disculpa que la del domingo.

Pasó así un año. Repartíase la cuarentona entre su civil y el chaval, hasta un día en que el primero husmeó un no se sabe qué y se presentó el sábado, día que tenía rigurosamente prohibido: bebió las heces 112y fuese a llorar sus cuernos en la pechera del sargento.

–Le vamos a sacudir... –Severiano acabó la frase con cierto imprevisible ingenio– el polvo. 113

No se dio Manolo por aludido y sonrió largando los dientes al aire:

–Puñetero niño.

Le esperaron a favor de un cañaveral, camino de la estación, y sin decir palabra empezaron a arrearle, dándole gusto a la mano y a la culata. El joven se zafó y les plantó cara tres metros más allá.

–¿Por qué me pegan?

–¡Ven acá, ladrón!

–Ustedes se equivocan, yo no he robado nada a nadie.

Miráronse los tricornios.

–¿Tampoco te acuestas con la Marieta? –preguntó Manolo con odio y sorna. «¡Un mocoso así!..». –pensaba.

Quedó Rafael muy extrañado de la pregunta. Ignoraba los tejemanejes de la esparrancada.

–Sí –contestó ciando.

–Conque sí, ¿eh?

Cayéronle encima y le atizaron a modo, enzurizándose el uno al otro.

–¡Cuidado con lo que digas! –dijo Manolo–, y si no: ¡vuelve por otra!

–¡A ver dónde te metes, valiente! –recargó el sargento.

Y se fueron a campo traviesa, hurtando naranjas para atemperar la sed.

Platero y platera se sorprendieron y asustaron del relato y supusieron que Rafael habría sido cogido robando cualquier cosa en la huerta; porque el muchacho tuvo el natural cuidado de callar las deshonrosas razones del bárbaro meneo.

El platero se atrevió a preguntarle si estaba afiliado a algún sindicato:

–Porque nosotros no queremos líos.

Se emperró el chico en no dar explicación de la paliza; enfermaron de hipótesis, suposiciones, sospechas, dimes y diretes los bisuteros, acabando por echar a la calle al mozuelo motivo de tales reconcomios.

La Piruja, que lo había olido todo, cantó de plano el día siguiente a la marcha de Rafael. Mucho se indignó la platera, que trató de indecente al joven:

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