Max Aub - Campo Abierto

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Segundo episodio de los seleccionados por Max Aub para trasladar a la escritura su memoria de la guerra. El lector arrancará su lectura de la primera parte con un estremecedor relato, «Gabriel Rojas», de la muerte cotidiana, ya instalada en nuestras ciudades, y seguirá por el despertar del compromiso histórico de un grupo de jóvenes comediantes, del grupo universitario valenciano «El retablo», que deciden marchar al frente de Madrid para sumarse a la resistencia contra el fascismo. Del grupo forman parte Asunción Meliá y Vicente Dalmases, dos jóvenes que a partir de ahora llevarán el hilo de la continuidad a lo largo de las distintas sendas del laberinto. El sangriento episodio histórico que se narra en «Manuel Rivelles», o el análisis narrativo de los casos humanos individuales, con su complejidad psíquica y moral, en «Vicente Farnals», «Jorge Mustieles», «El Uruguayo» o «Claudio Luna», todos ellos llevados a situaciones límites, abren la novela en múltiples direcciones y voces, componen el mosaico complejo de una guerra que no puede ser reducida a un orden maniqueo y binario. La tercera parte nos arrastra hasta las calles y las trincheras de Madrid, al corazón de la lucha desesperada de un pueblo por defender su ciudad y detener a las tropas de ocupación que la asedian.

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–Esta es mi opinión personal, particular e intransferible –con que solía acabar sus intervenciones.

Querido de todos y de ninguno: una institución; tesorero de la agrupación desde siempre, honrado, bastante puntual en la entrega del trabajo y amigo de parlotear sin fin con los clientes, lo cual no le favorecía. Crió a sus hijos con la misma medicina, con lo que le respetaron y crecieron cada uno a su manera. Fueron a la Escuela Moderna, 69única escuela laica existente entonces en Valencia, que fundó un tal Samuel Torner, que según decían había sido secretario de Francisco Ferrer.

Los chicos bajaban por la mañana por la calle de Ruzafa, cruzaban ante la plaza de toros –el padre odiaba la fiesta nacional–, 70tenían cuidado al pasar las vías de la Estación, rodeaban el Instituto, seguían la callé del Arzobispo Mayoral hasta la de la Sangre, luego por la de Garrigues, mirando a hurtadillas, a derecha e izquierda, por la de Gracia donde están las «casas malas», hasta la plaza de Pellicer, término del viaje y principio de los pupitres. A veces cruzaban por delante de la Estación, por la plaza de Emilio Castelar y se sentaban en la fuente del Marqués de Campos para mirar –ávidos– la actividad bullanguera y comercial de la bajada de San Francisco, o se largaban a contemplar y discutir las fotografías clavadas en la entrada del cine «El Cid», donde daban películas de episodios. Allí fue sorprendido Vicente por el primer tiroteo de su vida –el año 17–. 71Siempre recordará la pareja de la guardia civil metiendo los caballos por la acera. Él se escurrió hasta el Ateneo Mercantil, de donde le echaron. Se metió en una tienda de ropa. Luego, sin miedo, atravesó la calle de las Barcas –solo– frente a los guardias, tercerola terciada, en hilera, viéndole pasar. Al llegar a su casa la encontró cerrada. Habían venido a buscar a su padre. Así fue a la cárcel, por vez primera, a visitar al carpintero, encantado de que tomaran tan en serio su condición de revolucionario y, sobre todo, su incontrovertible republicanismo.

Olor del serrín y de las virutas. 72Olor de la resina del pino, traslúcido rosa. Olor de azahar. Capas lentas, prodigiosas, de olor de azahar llegando a ras de tierra, con el atardecer, manto del sol y prenda de luna llena. Olor oleaginoso y lento del naranjo cargado de flor, cuajado de fruto. Naranjo verde negro, perenne. Naranjas amargas y dulces, pesadas como senos, primaveras. No mondarlas: exprimirlas y chuparlas hasta la última gota de jugo, y tirar luego la corteza, de repente vieja, arrugada, deshecha y desecho. La boca pringosa y las manos pegajosas. La tierra removida y el andar lento. Entre los mojones crecen las plantas inútiles con sus florecillas blancuzcas, sin mañana.

Llega el olor sumergiendo la ciudad voluptuosamente, con premeditación: presencia y venganza de la huerta. Los hombres desean a las mujeres envueltas en el olor del azahar. Respiran más hondo, sintiendo su cuerpo, viendo lo que nunca vieron. Cada naranjo alarga su cuerpo indefinidamente, enlazando la ciudad. Ya la cubre. Ya la tiene y retiene y revuelca. Valencia cubierta de olor de azahar, Valencia en la mano del naranjo. Valencia blanca y blanda con peso de pecho limonar. La naranja entre la mandarina y el limón. Valencia granada, Valencia honda, Valencia borracha de olor de azahar.

Vicente se para, huele –solo– por primera vez, dándose cuenta, descubriendo el azahar. No hay aire. No hay tierra, ni calor, ni frío, ni luz, ni oscuridad, ni peso. Está él solo, en una luz violada de noche nueva, trasvelada. Ni día, ni noche. Ni frío, ni calor. ¿Existe una temperatura? ¿Existe Vicente? ¿O sólo existe el olor de azahar y la Primavera? La Primavera. Vicente descubre la Primavera. Hasta entonces, en su primera juventud, sólo había existido el frío y el calor, el Verano y el Invierno. De pronto se da cuenta de que existe la Primavera. Un baño universal de cálido amor – ¡cálido, no! 36.8– 36.8 –36.8. Y Vicente Farnals, al asombro de algunos transeúntes, ensaya unos pasos de baile en la acera de Correos, en la plaza de Emilio Castelar. Y piensa en Teresa, la hija de «Barbas de Santo», el herbolario de la calle de Sevilla, allá detrás del taller. No podrá nunca separar el olor de azahar de su pubertad: una cosa trajo la otra, ligadas hasta la muerte.

Don Vicente Farnals, el padre, murió el año 31, feliz con el advenimiento del régimen soñado, siendo, ya, concejal. Había conocido el paraíso y no pedía más.

Dos años antes Vicente se había casado con Teresa.

Teresa no tenía nada de inteligente, pero era mujer, mujer de arriba abajo. Vicente le hablaba de sus inquietudes políticas, de sus deseos de intervenir en la vida pública, de sus pujos de rebelión, de su seguridad en un mundo mejor, más justo (las ideas de Vicente eran muy sencillas, los remedios que proponía, de una claridad meridiana). Teresa oía todo como quien oye llover, segura de que las cosas estaban bien como estaban, gracias a personajes desconocidos que velan por el bien y el bienestar general. Sus padres no pusieron reparo alguno al noviazgo; la futura situación del muchacho parecía desahogada y Teresa no traía dote.

Vicente hubiese deseado un amor más tormentoso, más difícil de llevar a buen término, pero atado por el cuerpo joven y los buenos ojos de la muchacha, se convencía fácilmente de que la grandeza de cada quien reside en el pensamiento y sus deseos, y no en los avatares de la vida. (La política era otra cosa).

Durante el noviazgo no se produjo ningún hecho capaz de poner las cosas en claro. El deseo lo borraba todo, en volandas. Se casaron. Grande fue la sorpresa de Teresa al advertir que Vicente no renunciaba, a pesar del himeneo, a sus entusiasmos políticos.

–Ahora que estamos casados –venía a decirle–, ¿qué te puede importar cómo se maneja o cómo manejan el mundo?

Vicente optó –¡qué remedio!– por callar y dejarla completamente en ayunas acerca de sus actividades. Alguna vez, que intentó explicarle un retraso por ese motivo, se encorajinaba viéndola caer en los celos. Escogió mentir, cosa que Teresa aceptó mejor, acostumbrada desde siempre a considerar a su marido como el amo.

Una vida hecha de guiones: Teresa y la modista, Teresa y el carnicero, Teresa y sus padres, Teresa y los domingos, Teresa y Vicente. Serie de apartes y vida en forma de collar –de cuentas–, un asunto tras otro, sin que la suma de todos formaran una suma o un total. Una vida sin explicación, sin resumen, sin interés. Zigzag de puntos sin que las cien preocupaciones del día fueran una sola preocupación. Y un día tras otro: que si la lavandera, que si el del ultramarinos, que si la portera, que si el cine, que si el organdí, que si el agua caliente, que si el carbón, que si las medias, que si la faja, que si el reloj, que si el periódico, que si el crimen.

Teresa era preciosa y dulce, y metida en carnes. Vicente se las componía pensando que las mujeres, si no debían ser así, eran así. Y que estaba bien que así fuera.

(Teresa era rubia, con ojos grises que se le tornasolaban, el cutis suave y sonrosado que en las mejillas subía a encendido.

Se arrebolaba con facilidad, dejándose vencer por cualquier emoción. Sabiéndolo, ese sentimiento la llevaba, a veces, a aparecer brusca y enemiga de ternuras. Encogida de sus sentimientos, corta sin ser pusilánime, retraída en decir lo que sentía, tal vez porque era un poco vulgar en sus expresiones, no habiendo tenido donde afinarlas, y sintiéndolo instintivamente, prefería callar.

Bonita y aun más, pero fría, fuera por contenerse o por vergüenza, o por haber sido educada por monjas que, al verla tan maja, debieron pintarle el infierno con más vehemencia que a otras. Había perdido la fe a medias, como tantas, pero, sin embargo, le quedaba el caparazón y cierto hondo temor que la detenía en todo, menos en reñir con muchos, entre los cuales, como es natural, no se contaba a Vicente, mundo aparte, amo y señor).

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