Estas prácticas constataron la versión soviética de unas políticas de intervención implicadas en una idea de desarrollo como objetivo integral y finalista. Conformaron un tótum que incorporó, en aparente acoplamiento armónico, el paroxismo de la propaganda que justificó la violencia oficial. Ambos extremos compusieron las caras de una misma moneda que confluyeron en el año 1937, la coyuntura decisiva en la consolidación del régimen estalinista. En aquellos meses se concitaron algunos de los proyectos y realizaciones monumentales más relevantes del período. El sentido otorgado al socialismo como estadio palpable de modernización se materializó en grandes obras de ingeniería (metro de Moscú, canal del Volga y el Moscova), la publicidad internacional (pabellón soviético en la Exposición Universal de París), o en los programas de redefinición del espacio urbano (Plan General de Moscú). Pero también en la capacidad simbiótica de la capital soviética para incorporar lo más avanzado de la cultura de masas (salas de cine y jazz, o lugares para el ocio a gran escala como el Parque Cultural y Recreativo Gorki). 156Estas marcas trascendieron las fronteras soviéticas hasta constituirse, en publicaciones en castellano, en espacios donde fijar pautas de reconocimiento sobre el desarrollo socioeconómico ( cf . epígrafe 5.4). 157
Todo ello coincidió con la violencia a gran escala entendida como expresión derivada de la marcha colectiva hacia el progreso. La represión se acopló como una pieza más dentro de la retórica y la práctica modernizadora. Y lo hizo a través de justificaciones que incidían en la tesis de la modernidad total. Ahí se situaron los argumentos que justificaban la agudización de la lucha de clases, que hablaron de la urgencia de una eliminación de los enemigos del pueblo o que cargaron las tintas en la tesis de una conspiración internacional contra la URSS.
La Orden 00447 de la NKVD supuso, en este contexto, la expresión más contundente de traslación de racionalidad y eficiencia de la planificación económica a una aplicación represiva. Aquella directiva secreta, firmada por Nikolái Yezhov el 30 de julio de 1937, hacía inventario de las categorías sociales susceptibles de objetivar la represión ( kulaks , residuos de partidos antisoviéticos, espías, emigrados, contrarrevolucionarios, guardias blancos, fascistas, terroristas, criminales peligrosos, especuladores, rateros), fijando las cuotas de los detenidos (en total cerca de 300.000 personas) y de los ejecutados (en torno a 80.000). No obstante, sus resultados superaron con creces las cifras orientativas. Hasta noviembre de 1938 se condenó a alrededor de 767.000 individuos, más de la mitad a muerte. A esa cuantía se sumaron los derivados de órdenes paralelas contra minorías nacionales o fruto de otras operaciones especiales. Aunque los datos globales siguen siendo objeto de controversia, cabría estimar en más de un millón y medio el total de arrestos, en 1,3 millones las condenas y en casi 700.000 las ejecuciones producidas entre 1937 y 1938. 158
Entendido como articulación de sentido, el culto a la personalidad aparece como un fenómeno poliédrico. Fue paralelo al proceso de consolidación política del liderazgo de Stalin, pero además sirvió de instrumento que lo apuntaló, amplificó y retroalimentó a lo largo del tiempo. Su origen se situó entre 1929 y 1934, cuando se evidenciaron en la esfera pública las progresivas muestras de ensalzamiento e idealización de su figura. Complementariamente, tuvo capacidad para adecuarse a la multiplicidad de entornos donde se ubicó la cultura comunista transnacional. 159En esos espacios, el poliedro se trasladaba a una vasta sala de espejos donde los líderes comunistas locales podían reflejarse, asimilando modalidades específicas de exaltación, al tiempo que estas ayudaban a reproducir –mediante un ejercicio de reflejos condicionados– la imagen hagiográfica de Stalin. En tales operaciones la figura del dirigente soviético se ajustaba a determinadas necesidades o perfiles nacionales, mientras que la de los responsables nacionales o locales comunistas se estalinizaban. Esta interacción superó, por tanto, los márgenes de una comunicación simbólica definida por la estricta exportación unidireccional de consignas del centro a las periferias.
El culto trascendió los límites de la idealización de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili hasta trastocarse en fórmula de apelación y consumo del personaje de Stalin como transustanciación que sintetizaba el poder. Dos anécdotas mencionadas por Jan Pampler ilustran al respecto. Una, narrada por el viejo bolchevique Sergei Kavtaradze, relató cómo en 1940 llegó a su apartamento acompañado de Stalin y Beria. Ahí convivía con otra mujer anciana que quedó paralizada de terror. Preguntada por su temor, la mujer afirmó que había creído ver al retrato de Stalin avanzando hacia ella. La segunda anécdota proviene de Artyom Sergeev, hijo adoptivo de Stalin. Según su testimonio en el curso de una riña doméstica entre Stalin y su hijo biológico Vasili, este replicó que podría hacer lo que le viniese en gana. «Yo también soy Stalin», llegó a gritar entonces. A lo que contestó tajante su padre: «no, tú no lo eres. Tú no eres Stalin. Ni yo tampoco soy Stalin. Stalin es el poder soviético. Stalin es lo que aparece en los periódicos y en los retratos, tú no. Ni siquiera lo soy yo». 160
El fenómeno del culto a la personalidad ha sido objeto de un extenso interés bibliográfico. También sigue siendo hoy motivo de controversia sobre sus raíces culturales, sus conexiones con la tradición figurativa ortodoxa o con la fundamentación teológica de la iconolatría bizantina. 161Asimismo se han rastreado otras raíces, por ejemplo derivadas desde el imaginario político oficial de la autocracia zarista, o se han buscado antecedentes de contagio religioso en el marco del arte revolucionario o en la estética oficial comisionada por el poder bolchevique. 162
Todas estas observaciones se han centrado en rastrear sus huellas genealógicas y, sobre todo, la producción cultural en serie a él asociada, concibiéndolo como una especificidad idiosincrásica primero de Rusia y después en la URSS. El problema que acarrea esta explicación estribaría en considerar que el culto a la personalidad reflejó un cierto carácter anómalo del bolchevismo frente a los parámetros europeos. Su hipotético cariz de objeto exótico enraizado con una tradición premoderna, contrastaría con otras expresiones propias de las culturas europeas de tradición ilustrada, democrática y laica. El riesgo de tal lectura se complica al emplazar el fenómeno del culto en unos ejes espaciales y culturales más amplios que trasciendan el espacio soviético. Desde esta escala de observación, la tesis sobre la singularidad rusa deviene en déficit interpretativo ante la exportación, asimilación e indigenización del culto en las democracias populares, o ante su introducción en los repertorios de los partidos comunistas desde inicios de los años treinta.
Otras explicaciones han resaltado consideraciones de corto plazo ligadas con la vertebración de los repertorios simbólicos de las llamadas religiones políticas del período de entreguerras. La irracionalidad ligada al impacto de la Primera Guerra Mundial, o la necesidad de cargar el énfasis discursivo en el ensalzamiento de la virtud del liderazgo, apuntarían a esos procesos con notable presencia en las culturas políticas occidentales. A tales orígenes cabría añadir la readecuación de técnicas nacidas en entornos democráticos pero que acabaron trasladándose al lenguaje radical del fascismo o del nazismo. Sería el caso de las técnicas de publicidad basadas en la personalización y el énfasis emotivo empleadas, por ejemplo, en la cartelería norteamericana o británica de la Gran Guerra. O el influjo procedente del cine, incluida la traslación de las lógicas del atractivo del star-system , el carisma actoral y su consumo de masas al ámbito de la semántica dictatorial.
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