Frente a las tesis de que el estalinismo traicionó la revolución, fue una herencia natural del leninismo o constituyó una desviación del proyecto nacido en 1917, parte de la historiografía ha tendido a subrayar el período circunscrito entre los últimos años veinte y mediados de los treinta como coyuntura de fracturas y suturas. La conceptualización del estalinismo como revolución ha sido manejada por historiadores tan distintos como Robert Tucker o Robert Gellately, aludiendo a un proyecto de corte integral. 148La propia dialéctica entre lo viejo y lo nuevo ha sido suscitada de modo provocativo por Boris Groys en un ensayo sobre el realismo socialista. 149El establecimiento entre 1932 y 1934 de rígidos cánones oficiales en la literatura y el arte ha sido enjuiciado con frecuencia como una contrarrevolución o reacción estética de tono conservador e hiperformalista, como una marcha atrás frente a la experimentación más rupturista y avanzada propia de la vanguardia experimental de los tiempos de la Guerra Civil y la NEP.
De este modo se habrían acompasado los ritmos del poder político y los de la política cultural oficial, en clave de retroceso, incluso de traición. Groys ha estimado, en cambio, que el realismo socialista debe ser observado como una manifestación de exactamente todo lo contrario: como la culminación radical – total – de las propuestas manejadas por las vanguardias estéticas soviéticas. Ese radicalismo no se expresó como un fin en sí mismo. Lo hizo, ante todo, en los planos de la metodología y la conceptualización que justificaron la necesidad del empleo de nuevos esquemas. La imagen estética se concibió no como mera representación comprensible, sino en virtud de la funcionalidad social: que la imagen actuase como espejo diáfano de la realidad entendida como experiencia cotidiana popular. Esta tesis se basaba, a su vez, en reflexiones del propio Lenin vertidas en Materialismo y Empirocriticismo (1907) que discutían tanto el naturalismo como el símbolo arbitrario con carga alegórica. La teorización sobre el realismo socialista tendió a reforzar la idea de neutralización de la subjetividad entendida como creación o lectura individualista o romántica que eludiese la incorporación de la imagen y el texto en un proyecto mayor: el de las leyes científicas que dictaban el desarrollo social a través del determinismo histórico. 150
Lo que distinguiría al realismo socialista, según Groys, estribó en «los métodos radicales» con que se llevó a cabo, hasta convertirse en fórmula del «arte estalinista de vivir». El realismo socialista generó la «integralidad de un estilo que abarcó todos los ámbitos de la vida social». El resultado fue materializar el viejo sueño de las vanguardias de «organizar toda la vida de la sociedad en formas artísticas únicas». En estas coordenadas, el recurso a las formas naturalistas no evidenció un reaccionarismo estético o una apuesta por restaurar el arte tradicional, sino que fue fruto de la aplicación de criterios derivados de la reflexión marxista-leninista en parte conexas con el espíritu (no con las formas) de la vanguardia. Como si de un gran contenedor de formas del pasado se tratase, el realismo socialista echó mano de lo que pudiese inscribirse como tradición en la genealogía del arte progresista que la nueva estética soviética venía a continuar y coronar. Sobre tal supuesto fundó su cariz como estilo históricamente superior. 151
Este atributo de modernidad radical marcaba distancias frente a otras muestras de arte totalitario, como la estética nazi de espíritu más marcadamente reaccionario. Y este sesgo de superioridad se proyectó sobre la industria cultural soviética, muy particularmente en el cine de consumo. La activa producción de los años treinta y cuarenta rehuyó las fórmulas complejas o la experimentación intelectualista. Tales recursos estuvieron presentes en realizaciones como Oktyabr’ , de Sergei N. Eisenstein (1927), o en obras autorreflexivas de rechazo a la narrativa clásica considerada burguesa que retrataban la sociedad urbana como dinámico sujeto colectivo, como Chelovek s kinoapparátom de Dziga Vértov (1929).
Se ha definido el estalinismo como una fábrica de sueños codificada desde el estilo heroico exaltado mediante del realismo socialista y como estética característica con traducción en películas, carteles o pinturas ( cf . epígrafe 6.4). 152Su iconografía representaría no las dificultades de presente sino la capacidad para lograr metas futuras con un idealismo que glorificaba al nuevo hombre socialista y legitimaba el liderazgo del partido. El cine presentó la realidad soviética como empresa colectiva contraponiéndola a los atributos negativos asociables al capitalismo (individualismo egoísta, explotación, consumismo). Hollywood difundió un imaginario fundamentado en el modo de vida americano. La propaganda de Estado soviética basó su sueño en otro mensaje alternativo sobre la felicidad radical.
Un ejemplo en esa dirección fue Volga-Volga , un film de Grigori Aleksandrov estrenado en la primavera de 1938. Al parecer esta fue una de las películas favoritas de Stalin. Volga-Volga rehuía los alegatos declaradamente políticos. Era un producto comercial orientado al gran consumo resuelto a través del género musical y la comedia romántica. Su trama pivotaba en torno al viaje de un grupo de actores en un pequeño barco a lo largo del Volga para participar en un concurso en Moscú. El film ensalzaba, desde un código asequible, la cooperación y la felicidad de las personas sencillas, idealizando el paisaje ruso y su cultura popular. Supuso la respuesta de la industria cinematográfica soviética al modelo norteamericano de comedia de cooperación y sensibilidad social afín a la filosofía del New Deal , representado sobre todo en la producción de Frank Capra.
6. TAUMATURGIA
Otros estudios han explorado las manifestaciones asociables al estalinismo como un proyecto de modernidad radical, un aspecto que se contagió en la imagen hagiográfica exportada desde la URSS hacia la cultura cosmopolita comunista. Sheila Fitzpatrick ha hablado, al respecto, de una modernidad anómala. Esta incorporó un conjunto de metas alternativas a las del liberalismo de mercado, en profunda crisis de legitimidad entre importantes sectores –no solo trabajadores– a raíz de la Gran Depresión. Pero dichas metas podrían vincularse con algunas resonancias de la visión utópica del liberalismo radical de raíces ilustradas ante cuestiones como con la fe en fabricar y planificar el progreso como obra científica de ingeniería gracias al liderazgo de una elite de especialistas sociales. En este sentido, el discurso estalinista sobre modernización habría mantenido una compleja conexión con la tradición universalista de origen europeo. 153Tales estrategias de ingeniería social conformaron un vasto programa encaminado a la socialización de valores propios del nuevo hombre socialista.
El estalinismo adoptó una política que retomaba y amplificaba los principios de idealización de la pedagogía cívica presente en los afanes regeneradores de la intelectualidad rusa de finales del siglo XIX. Incluso cabría afirmar que asimiló la huella de los programas reformistas de tono paternalista nacidos en Europa Occidental en aquel período o a inicios del siglo XX. Los programas higienistas, las obras públicas, la insistencia en el orden y la disciplina, el culto a la eficiencia estajanovista o el impulso a la creación de nuevos hábitats entendidos como unidades especializadas de producción (granjas o ciudades industriales) fueron reflejos de tales empeños. Tanto en su forma y estética, como en su difusión, expresaron vívidamente los valores del ideal modernizador. 154
Lo mismo ocurrió con otras iniciativas caracterizadas por su naturaleza proactiva y performativa. La sublimación de la cultura física o de las políticas reproductivas y natalistas se fundamentaron en una intensa propaganda que, sobre todo en los ámbitos urbanos, amplificó la imagen de un régimen volcado en el bienestar, la protección a la maternidad y la salud infantil o en fomentar el igualitarismo de género. 155Tales ítems, entendidos como marcas de identidad del régimen soviético, tuvieron notable presencia en la España de los años treinta de la mano de colectivos como la AUS, según se comentará en los epígrafes 4.2, 5.3 y 5.4.
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