José carlos Rueda Laffond - Memoria Roja

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Este libro propone un recorrido sobre la cultura comunista entendida como lugar de memoria. Se aproxima a las narrativas históricas producidas y manejadas por el Partido Comunista de España entre el 14 de abril de 1931 y el 15 de junio de 1977. La II República y su legado. La Guerra Civil y la reconciliación nacional. La bolchevización y la desestalinización. El franquismo y la Transición democrática: unos contextos que sirvieron de eslabones para situar un pasado que no pasaba y que actuó como espacio de identidad tanto en el exilio como en el interior. La hipótesis esencial remarca la flexibilidad de la memoria comunista y la capacidad de adaptación de unas profundas huellas de recuerdo y reconocimiento que actuaron como hilos conductores durante décadas. Para entender ese fenómeno, el libro explora la singularidad de la memoria de partido, sus derivas generacionales, el peso de los relatos orgánicos o la diversidad de declaraciones autobiográficas propias del sujeto comunista.

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En esa última etiqueta se incorporaron, como un todo unívoco, el modelo nazi y el Socialismo Real. El resultado ha sido, especialmente en espacios como los Países Bálticos, Polonia o Hungría, la proyección pública de un relato basado en la tesis de la doble ocupación, o el doble totalitarismo, entendido como un continuum en el que 1945 habría supuesto un punto y seguido entre dos formas de dominio dictatorial. Dicho paralelismo quedó reafirmado en las resoluciones aprobadas en el Parlamento y el Consejo de Europa en 2005, 2006 y 2009. En ellas se condenó «la degradación social, política y económica de las naciones cautivas» situadas tras el Telón de Acero, se denunciaron las violaciones de derechos humanos y se fijó el 23 de agosto, la fecha del acuerdo Ribbentrop-Mólotov, como Día Europeo de la Conmemoración de las Víctimas del Estalinismo y el Nazismo.

En Riga, Sofía, Praga, Poznań o Budapest se han abierto museos que tienden a subrayar esa identificación. La denominación de uno de ellos como Terror Háza (‘Casa del Terror’) determina la intencionalidad de su dispositivo narrativo. Se inauguró en Budapest en 2002, durante el mandato del nacionalista conservador Viktor Orbán como presidente del gobierno. Ocupa un céntrico inmueble que primero sirvió de sede para el Partido de la Cruz Flechada, la organización filonazi húngara, y después para la policía política comunista. Terror Háza remarca el carácter represivo del período 1944-56 y muestra una destacada amnesia histórica. La etapa anterior a 1944 queda borrada eludiendo cualquier referencia al régimen colaboracionista de Miklós Horthy o al papel de Hungría como aliada del III Reich. Y al concluir su relato en 1956 deja fuera los últimos años de la etapa socialista, evitando aspectos como los relativos al consenso social y aperturismo logrados durante el mandato de János Kádár.

La adecuación de las tesis de la doble ocupación y doble totalitarismo a la memoria pública europea ha sido evaluada por diversos historiadores de modo crítico. Han sido entendidas como visiones que simplificarían la noción de trauma histórico desde ópticas conservadoras o neoliberales, equiparando Socialismo Real y estalinismo donde la parte devoraría al todo mediante una lectura sobrepolitizada. También se ha resaltado que estas interpretaciones operarían desde una óptica nacionalista presentista fundada en confrontar una visión simplificada de ocupados locales contra ocupantes extranjeros. 136

Como ha subrayado Brigitte Studer, frente a la visión unidimensional del estalinismo entendido como un apabullante Leviatán policiaco y represivo, o como paradigma de poder omnímodo en exclusivas manos personales, cabe confrontar una producción historiográfica que ha revisado y problematizado tal perspectiva. Numerosos trabajos han explorado los mecanismos del poder y la represión, pero igualmente de la integración y la adhesión colectivas, bien en la Unión Soviética, en las democracias populares o en otras organizaciones comunistas, bien desde prismas propios de la historia comparada.

Tal punto de vista debe ponerse en relación con aspectos como la inserción de la violencia en las estrategias de generación y reproducción de consensos en la Europa de entreguerras o en el contexto de la Guerra Fría, unos entornos donde las liturgias colectivas y el culto a la personalidad habrían ocupado un papel esencial. Tales consideraciones afectan al análisis y cualificación de la concepción totalitaria estalinista. Frente a las perspectivas macro de los estudios tradicionales, que la percibieron como un sistema monolítico estrictamente emanado desde arriba y con exclusiva naturaleza coercitiva, se han planteado visiones microfísicas más preocupadas por atender a las formas singulares de producción, circulación, recepción, interiorización y apropiación de la cultura política, tanto en el espacio soviético como en las coordenadas globales del comunismo internacional. 137 De ahí el rechazo a las visiones estructurales que concibieron la sociedad soviética como un todo homogéneo, como una esponja subalterna y pasiva ante las instancias del poder. Una visión dual que ha sido sustituida por la consideración, más compleja, del estalinismo como civilización, cultura o experiencia antropológica, un plano de interpretación que permitiría la aproximación a un mundo de valores, marcas y expectativas donde coparticiparon los partidos comunistas. 138

Paralelamente, muchas reflexiones han desestimado la idea del terror por el terror como explicación satisfactoria del fenómeno estalinista, puesto que más que resolver problemas de comprensión histórica los estaría creando. 139 La represión por la represión, como única variable explicativa, habría terminado por colapsar el régimen soviético así como los proyectos puestos en marcha a finales de los años cuarenta en las democracias populares. David Priestland ha indicado al respecto que en Europa del Este existieron mayores dosis de radicalismo que en la URSS y que el estalinismo fue aprehendido allí como receta ante el reto de configurar un modelo estatal radical de desarrollo. En esa estimación confluyó la elite de los partidos comunistas locales –sometida a intensos procesos de purga y renovación desde 1948–, junto a sectores del ámbito intelectual y funcionarial, cuadros técnicos o gestores en parte procedentes del viejo tejido de clases medias. 140 Este asunto da luz sobre otras mecánicas que pudieron actuar de manera paralela a la violencia y la coacción política como refuerzo, complementación o herramientas orientadas a la generación de incentivos.

Las oleadas de represión coexistieron con las posibilidades de promoción a múltiples niveles, con la socialización de visiones sobre la modernización o con prácticas de participación proactiva, de interacción y performatividad asociadas con las liturgias del poder. 141Una muestra sería el empleo de recursos de proximidad en las narrativas estalinistas con la intención de generar lógicas inclusivas activas y eficaces, objeto de fácil comprensión a gran escala. 142Aunque el hecho de que existiese una propaganda con pretensiones totalizadoras en la URSS no conllevó tampoco a que esta se articulase y circulase siempre con una única voz y, menos aún, con un grado de eficacia absoluta. Se han detectado improvisaciones, errores o bloqueos burocráticos en las políticas de socialización y control. Las estrategias del discurso político se emplazaron, a su vez, en canales y códigos diversos, orientándose a lograr una orquestación de fines y medios.

Pero en tales operaciones tuvieron cabida las apelaciones a valores que redefinían el universo comunista como espacio ideológico abstracto y lo vulgarizaban, deparando así dinámicas de asimilación diferenciadas sobre públicos diversos y a través de mecánicas diversificadas de proyección social. Estas dinámicas discutirían la visión de un imaginario estalinista como un todo compacto y como constructo unívoco sobre todo el agregado social. 143

Todas estas cuestiones se implican con los recientes estudios internacionales sobre comunismo, un ámbito que, como indicó Francisco Cobo, ha asumido una notable orientación de corte social y postsocial. 144En términos generales se han revisado los paradigmas heredados de la sovietología de la Guerra Fría. Algunas aportaciones esenciales han venido de la mano de Sheila Fitzpatrick. 145Sus interpretaciones se han ubicado en diversos terrenos, como el examen del acoplamiento, tensión y oposición social en la URSS de los años treinta, reconsiderando la variable del cambio cultural en el contexto del giro de la NEP a la planificación imperativa, evaluándola como honda fractura. 146El epicentro se situó en 1928-31, cuando se multiplicaron las críticas a sectores considerados elitistas o contrarrevolucionarios, un conglomerado que incluía kulaks , antiguos defensores de la NEP, burócratas, técnicos o intelectuales. Esta tensión facilitó dinámicas ascendentes para cuadros políticos, administrativos o de gestión en las esferas de la producción económica o la organización del partido. Las colisiones internas volvieron a repetirse durante las purgas de 1936-38. Más recientemente Fitzpatrick ha redefinido el rol de la elite dirigente desde el concepto de equipo, sus rutinas de trabajo, sus relaciones personales o su sometimiento a la fórmula de liderazgo de Stalin. Esta perspectiva no supone relativizar el poder decisivo del dirigente soviético, pero sí revisa la etiqueta típica que reduce el estalinismo a Stalin, destacando la importancia de las decisiones colegiadas e, incluso, de situaciones en las que este dream team fue capaz de imponerse. 147

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