José carlos Rueda Laffond - Memoria Roja

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Este libro propone un recorrido sobre la cultura comunista entendida como lugar de memoria. Se aproxima a las narrativas históricas producidas y manejadas por el Partido Comunista de España entre el 14 de abril de 1931 y el 15 de junio de 1977. La II República y su legado. La Guerra Civil y la reconciliación nacional. La bolchevización y la desestalinización. El franquismo y la Transición democrática: unos contextos que sirvieron de eslabones para situar un pasado que no pasaba y que actuó como espacio de identidad tanto en el exilio como en el interior. La hipótesis esencial remarca la flexibilidad de la memoria comunista y la capacidad de adaptación de unas profundas huellas de recuerdo y reconocimiento que actuaron como hilos conductores durante décadas. Para entender ese fenómeno, el libro explora la singularidad de la memoria de partido, sus derivas generacionales, el peso de los relatos orgánicos o la diversidad de declaraciones autobiográficas propias del sujeto comunista.

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El resultado era que había cuadros con graves estrecheces económicas. Alguno dependía de ayudas familiares. Otro, según se apuntó en las actas de una reunión de la dirección del partido sobre la situación económica celebrada en abril de 1955, «siempre dice que se arregla, pero se le ve adelgazar». 98 Ciertos datos parciales ilustran sobre los mecanismos de compensación de la contabilidad interna. En 1951 el monto de donativos al PCE sumó algo más de 2,6 millones de francos, mientras que en el primer semestre de aquel año recibió ingresos distribuidos en tres partidas –gastos generales, financiación de Mundo Obrero y compra de pesetas– por valor de 33,8 millones de francos. Esta ayuda procedía de la URSS y se canalizó a través del BCEN (Banque Commerciale de l’Europe du Nord), dependiente a su vez del banco nacional soviético (Gosbank). En el BCEN figuraron también las cuentas a nombre del PCF. A partir de los primeros años sesenta se puso en marcha otra red de financiación que canalizó los donativos de solidaridad, con cuotas fijas, recolectados en países de Europa del Este. Las ayudas eran convertidas en mercancías para la exportación. Aprovechando el establecimiento de relaciones comerciales, una empresa española (JGE, controlada por el militante comunista Joaquín González Estarriol) se encargó de su distribución. El fruto de las ventas, particularmente en Latinoamérica, y las comisiones se ingresaban en dólares en el BCEN en cuentas del PCE. 99

Durante la dictadura el PCE fue, obviamente, una organización cuya operatividad se repartía dentro y fuera de España. El regreso de Santiago Carrillo a Madrid en enero de 1976 tuvo la carga simbólica de ratificar el traslado territorial de la cabeza ejecutiva del partido al interior, cerrando así un éxodo prolongado durante décadas. Tras 1939 se produjo una extensa diáspora por Francia, el norte de África, México y otros puntos de Latinoamérica o la Unión Soviética. Según la distribución territorial de la dirección en marzo de 1941, la mayor parte de los 65 miembros del CC se encontraban repartidos entre la URSS (21) y América Latina (23), mientras que otros 17 habían sido ejecutados en España, estaban encarcelados o se encontraban detenidos en campos de concentración. 100 La base del partido presentó notables diferencias de condiciones de vida según las zonas. En uno de los primeros informes confeccionados tras la derrota se reconoció la carencia de estadísticas fiables sobre cuántos miembros habían logrado salir de España, cuyo grueso se encontraría en los campos franceses o en Argel. 101 En otra comunicación de mayo de 1940 se resaltó su pésima situación: en el campo de Vernet d’Ariege se concentraban algo más de 800 españoles, en su mayoría comunistas, en condiciones durísimas (ahí se encontraban dirigentes como Antón o Larrañaga). En cambio, la emigración en Chile podría sumar alrededor de 2.000 personas, «todos colocados, trabajando en sus profesiones y habiendo organizado su vida». 102

La disgregación territorial se hizo aún más nítida tras el verano de 1941 al producirse el ataque alemán a la URSS, y, sobre todo tras 1945. Al concluir la Segunda Guerra Mundial y hasta 1951 el partido fue legal en Francia. Ese centro de dirección convivió con el soviético y el mexicano, y estos a su vez con los aparatos trabajosamente configurados en la península. A partir de finales de los cuarenta, y sobre todo en los cincuenta, cuajaron, como se señaló ya, nuevos espacios con presencia en enclaves como Checoslovaquia, Polonia, Hungría o la RDA. También hubo éxodo comunista español en Bélgica, Italia o incluso en la RFA, nutrido por promociones generacionalmente heterogéneas integradas por exiliados de primera hora y, sobre todo, por emigración económica más reciente.

La dirección comunista también se sometió a estos pulsos de dispersión geográfica. Antonio Mije y Vicente Uribe murieron en París (1976) y Praga (1961) tras un largo periplo con escalas en Francia, México, de nuevo en Francia y Checoslovaquia. Un itinerario geográfico aún más complejo acompañó la biografía de Francisco Antón tras 1939: Francia –donde acabó internado en el campo de Vernet d’Ariège y tras diversas gestiones enviado a la URSS–, de ahí pasó a México, de nuevo a Francia al concluir la guerra, tras caer en desgracia recaló en Polonia y, ya rehabilitado, en Checoslovaquia. De hecho, Antón fue un privilegiado informante para la dirección española de los sucesos de Praga de 1968. Finalmente falleció en París a comienzos de 1976.

4. MATAR AL PADRE

El carácter del estalinismo como instancia decisiva de producción de estrategias políticas, ámbito de poder y maquinaria de referentes simbólicos ha sido apuntado en páginas anteriores. En números redondos veinte de los cuarenta años que cubren este libro (1936-56) transcurrieron bajo el directo influjo de Stalin como máxima autoridad soviética y líder del movimiento comunista internacional. Y los veinte restantes (1956-76) pueden valorarse en relación con los procesos de desestalinización y con la cuestión de cómo gestionar su legado y memoria. En este sentido no deben minusvalorarse –frente a otros aspectos de carácter político, territorial o geoestratégico– las polémicas doctrinales presentes, por ejemplo, en la tensión chino-soviética de inicios de los años sesenta que, en parte, pivotaron en torno a la figura de Stalin, su autoridad ideológica o sobre la cuestión de su liderazgo.

Algunas disidencias vividas en el PCE en aquel período, saldadas con la creación de nuevos grupos escindidos a su izquierda, recuperaron la memoria de Stalin o la asimilaron al imaginario contemporáneo sobre el maoísmo. Ese recuerdo se contrapuso a las críticas sobre lo que se valoró como deriva oportunista y revisionista encarnada en el carrillismo. Por su parte, el PCE actuó, al igual que el resto de partidos comunistas a uno y otro lado del Telón de Acero, como caja de resonancia que hizo suya la denuncia pública de Stalin –la muerte del padre– oficializada por la elite soviética en el XX Congreso del PCUS celebrado en febrero de 1956. Sin embargo, el PCE no afrontó un proceso de análisis en profundidad sobre las prácticas del culto a la personalidad asentadas dentro de la organización. Durante los años sesenta, y aún más en los setenta, no tuvo lugar una reflexión de calado sobre el fenómeno del estalinismo ni sobre sus implicaciones, tanto por sus efectos en los países socialistas como en la formación española. Tampoco existió una declaración política equiparable a la resolución del PCF del 12 de enero de 1977, cuando se reconoció oficialmente que la delegación francesa al XX Congreso del PCUS conoció de inmediato los contenidos del Informe Secreto presentado por Jrushchov.

Como se comentará en el epígrafe 7.2, antes de los debates de 1956-57 se produjo ya un progresivo borrado de la memoria de Stalin en el relato público del PCE. Y tras esa fecha su figura únicamente salió a relucir al hilo de la polémica entre las posiciones soviéticas y Pekín de 1961-63. Pero ese segundo brote de desestalinización no tuvo implicaciones prácticas respecto a la revisión histórica del relato oficial del partido. Después, posiciones públicas críticas, como la de Manuel Sacristán en 1978, no dejaron de ser voces en el desierto. 103 Otras reflexiones sobre el culto o la violencia –formuladas de acuerdo con la ortodoxia del XX Congreso– se resolvieron de forma privada. Manuel Márquez envió en 1980 el ejemplar mecanografiado de sus memorias a Ibárruri y Carrillo. Afirmó que no era «un material para la publicidad», sino una meditación para «identificarme conmigo mismo y con el Partido, no a título de recuerdos, sino de contribuir a mi manera a la formación de la tradición del Partido». Evocaba su formación recién llegado a la URSS en 1939, donde descollaban materiales como las resoluciones del XVIII Congreso o La Historia del Partido Comunista (b) de la Unión Soviética ( cf . epígrafe 3.3). Ambos textos parecían demostrar «el secreto del conocimiento humano». Al leer la historia del partido, Márquez se creyó «en posesión de la verdad absoluta». «No me hacían falta los ojos para ver, me bastaba la palabra para creer. Desde este momento estaba cogido en la red del culto a la personalidad». 104

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