José carlos Rueda Laffond - Memoria Roja

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Este libro propone un recorrido sobre la cultura comunista entendida como lugar de memoria. Se aproxima a las narrativas históricas producidas y manejadas por el Partido Comunista de España entre el 14 de abril de 1931 y el 15 de junio de 1977. La II República y su legado. La Guerra Civil y la reconciliación nacional. La bolchevización y la desestalinización. El franquismo y la Transición democrática: unos contextos que sirvieron de eslabones para situar un pasado que no pasaba y que actuó como espacio de identidad tanto en el exilio como en el interior. La hipótesis esencial remarca la flexibilidad de la memoria comunista y la capacidad de adaptación de unas profundas huellas de recuerdo y reconocimiento que actuaron como hilos conductores durante décadas. Para entender ese fenómeno, el libro explora la singularidad de la memoria de partido, sus derivas generacionales, el peso de los relatos orgánicos o la diversidad de declaraciones autobiográficas propias del sujeto comunista.

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La noción de uso público de la historia fue suscitada en 1986 en una reflexión de Jürgen Habermas al hilo de la llamada querella de los historiadores ( Historikerstreit ), un intenso debate vivido en la RFA a raíz de un artículo conmemorativo sobre el Día D, obra del historiador conservador Ernst Nolte. 78 En él exponía una revisión del régimen nazi a partir de su hipotética relación vicaria con el bolchevismo. 79 Esa posición suscitó una ácida discusión acerca de la naturaleza del III Reich y sus crímenes, cuestionándose si estos eran únicos y originales o bien una readaptación de la violencia soviética. La polémica transitaba, por tanto, por los márgenes trazados por la actualidad del Holocausto, la cuestión de la culpa alemana y la categorización del totalitarismo.

La participación de Habermas en la Historikerstreit resultó destacable porque llamó la atención acerca de la importancia de las operaciones de tránsito de lo historiográfico a lo político en virtud de su emplazamiento en el espacio público, cuestionándose sus implicaciones identitarias y generacionales. Su tesis era que la Historikerstreit no constituía una polémica restringida a la academia. Habermas reconocía que las ideas de Nolte podían resultar provocativas y eran discutibles, pero que «no eran un pecado» si se hubiesen quedado en el nivel de lo que denominó como la tercera persona, la objetivización propia del análisis historiográfico. Pero tales argumentos habían aparecido en un medio generalista, con lo cual trascendieron desde esa tercera a la primera persona, es decir al Nosotros colectivo, al plano del debate sobre las raíces identitarias nacionales y al campo del imperativo moral público.

La expresión política de memoria puede asimilarse a gestión pública del recuerdo derivada de acciones institucionales dotadas, habitualmente, con un tinte oficial (estatal o gubernamental), pero donde cabría situar otras prácticas como los relatos históricos manejados por partidos o formaciones políticas. Resulta evidente que tales relatos pueden incorporar ejercicios de uso público de la historia, si bien su cualidad esencial residiría en ese cariz de iniciativas políticas de rango más o menos coyuntural. Desde ahí cabría tipificar las políticas de memoria como aquellas estrategias que pretenden otorgar y fijar significación pública a determinadas tesis con un sentido explicativo explícitamente legitimador. En ellas la invocación al pasado se establecería en consonancia con ciertos diagnósticos sobre el presente y con intencionalidades de futuro a través de ese uso selectivo de aspectos rememorativos, mediante el juego de presencias y ausencias o gracias al empleo de criterios de evaluación moral. 80

La diversidad de políticas de memoria puede derivar, en términos macro, en relaciones asimétricas entre visiones hegemónicas y subordinadas, y estas pueden interaccionar en el espacio público con diferentes capacidades de presencia efectiva. Por ello pueden ser advertidas desde la óptica del conflicto y la lucha de poder simbólico y, por tanto, como formas de capital cultural. 81 O en lógica de una tensión donde intervendrían políticas de memoria contrapuestas. La dialéctica entre memoria y contra-memoria sería una expresión típica de dicho escenario, lo cual se traduciría en fenómenos de enfrentamiento, negociación o asimilación entre una diversidad de significaciones históricas.

La noción de contra-memoria presenta una clara inspiración foucaultiana. Ha de relacionarse con su discusión a las versiones normalizadoras y a las reglas normativas o epistemológicas que proveen de un orden regulador y sancionador al discurso como práctica de poder, le dotan de sentido y sensación de veracidad, y le capacitan para legitimar un sistema de dominación o una voluntad de exclusión. Frente a la potencialidad de la aparente objetividad del discurso dominante, Foucault esgrimió la necesidad de construir una contra-narrativa desde abajo que aboliese sus jerarquías de sentido y discutiese su ilusión teleológica. 82 Desde este enfoque, las prácticas de contra-memoria pueden concebirse en lógica de conflicto entre recuerdo presente (es decir, el expresado desde una memoria institucional con capacidad hegemónica) y otro ausente (la memoria marginada o derivada de culturas de resistencia y desafío).

La contra-memoria se caracterizaría entonces por erigirse en espacio de afirmación y desestabilización capaz de reunir voces silenciadas y derivarlas en discusión política, actuando así como memoria de contestación con capacidad de lograr visibilidad pública y disputar la hegemonía. 83 En todo caso, no debe obviarse el principal reparo efectuado a la perspectiva que acabamos de enunciar: el de la complejidad histórica de la dialéctica memoria y contra-memoria, así como por la pluralidad de las posibles interconexiones, no necesariamente conflictivas, en el seno de los relatos dominantes o en los producidos y/o asumidos por los sujetos subalternos. 84

En tales coordenadas cabría situar la idea de la memoria comunista entendida como contra-memoria de clase (del proletariado, del pueblo) y reivindicación de un proyecto sistémico (el socialismo) frente a las expresiones de memoria hegemónica encarnada en la cultura sociopolítica dominante (la memoria burguesa). Esta percepción dual, por muy simplificada y esquemática que fuese, pobló durante décadas el imaginario de la autopercepción y la identidad orgánica comunista. Pero, simultáneamente, en el seno de la memoria institucionalizada de partido germinaron fracturas de todo tipo que pudieron ser producto –o bien que acabaron generando– diferentes modalidades contra-memorísticas que discutieron aspectos del relato matriz de donde procedían. Las inflexiones del discurso político orgánico, los intereses tácticos o de fondo por atraerse a otros colectivos, o la inserción de las organizaciones comunistas en esquemas de colaboración con otras fuerzas que encarnaban patrimonios mnemónicos propios fueron vectores que permiten matizar la visión dicotómica antes enunciada. Las mutaciones en las líneas oficiales y sus argumentarios, los efectos procedentes de las culturas nacionales y locales, la amplia casuística presente en la hibridación en las culturas políticas, o las fórmulas de actualización de visiones sobre el pasado, constituirían otros factores añadidos que complicarían las fronteras entre los territorios de la memoria y la contra-memoria.

Marie-Claire Lavabre ha destacado, asimismo, la necesidad de diferenciar entre memorias de los comunistas, memoria comunista y memorias sobre el comunismo (o sobre el Socialismo Real). 85 Son planos que pueden, sin duda, solaparse y confundirse, pero han ofrecido una clara virtualidad para conjugarse a través del tiempo de forma autónoma. Las memorias de los comunistas estarían registradas a través de un amplísimo inventario de artefactos y objetos donde figuraría una multiplicidad de materiales orales, escritos o audiovisuales que sustanciaron el corpus testimonial de aquellos que se identificaron o se sintieron comunistas. En él se incorporaron también las contra-memorias obra de los excluidos y los disidentes, los apóstatas o los heterodoxos.

Frente al riesgo de la dispersión y la discusión, Lavabre ha estimado asimismo a la memoria comunista como un vector definido, ante todo, por intencionalidades aglutinantes en forma de «unidad de pensamiento y representaciones compartidas sobre un pasado» que, con frecuencia, acabó deviniendo en visiones idealizadas. La memoria comunista incorporó, como manifestaciones arquetípicas, modalidades selectivas e idealizadas que se encarnaron como claves referenciales en las biografías heroicas ejemplares de tono didáctico. Ahí se situarían lo que la historiadora francesa categorizó como ejercicios de voluntad de memoria definidos a través de las liturgias conmemorativas, las prácticas hagiográficas o los homenajes orgánicos. 86 Dicha dualidad entre memorias de los comunistas y memoria comunista habría derivado en regímenes distintos de identificación y asimilación a través del tiempo, así como en cada contexto y situación nacional.

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