Jorge Antonio Catalá Sanz - El bandolerismo morisco valenciano

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El bandolerismo morisco en la Valencia de la segunda mitad del Quinientos contribuyó a forjar la idea de la imposible asimilación de los cristianos nuevos de moros y su consideración como una recurrente amenaza para la paz pública y la integridad del reino. De acuerdo con la interpretación predominante, sus acciones cobran sentido si se insertan en el contexto de la lucha entre Cristiandad e Islam. Sin embargo, el estudio al detalle de las cuadrillas, revela aspectos hasta ahora desconocidos que se dan de bruces con la imagen del bandido morisco como guerrero de la fe o vengador de la minoría oprimida. Asimismo, la investigación llevada a cabo pone en cuestión la creencia igualmente arraigada de que los bandidos moriscos valencianos se concertaron con agentes turcos, corsarios norteafricanos o infiltrados granadinos para traer en jaque a la monarquía hispánica.

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Múltiple y polivalente –ha dicho Braudel y ratificado Reglà para Cataluña– es el bandidaje y, en efecto, varias son las caras que, a juicio de García Martínez, tiene en Valencia. La primera, la más antigua, es la del bandolerismo aristocrático, íntimamente unido a los odios y pendencias entre familias nobiliarias, tanto de los grandes títulos como de la pequeña nobleza, aun cuando entre esta última no haya conexiones tan intensas con los malhechores como las que tuvieron los «cavallers de la muntanya» catalanes en los siglos XVI y XVII. La segunda, la de mayor entidad en estas centurias, es la del bandolerismo popular, protagonizado por los cristianos viejos, fruto de la pobreza que asfixia al campo y conectado «con la problemática de cada comarca y de cada lugar». Del conjunto de factores potencialmente conflictivos en el ámbito local separa García Martínez las bandosidades, tercer rostro del fenómeno, concepto ambiguo y complejo que responde a causas arraigadas como el honor familiar y la venganza de sangre y que desemboca en devastadores ajustes de cuentas. Hay además un cuarto aspecto, que García Martínez circunscribe a la ciudad de Valencia y al que denomina bandidaje urbano, expresión de la pugna entre facciones oligárquicas por el control del municipio y, en menor medida, escenario de las andanzas de algunas cuadrillas, sobre todo en el siglo XVII. Y queda, por último –aunque no sea este el orden de exposición del autor–, una quinta facies, la del bandolerismo morisco, que, a su entender, presenta dos vertientes: una como «fuerza de choque y brazo armado» de la aristocracia señorial, otra al margen de este servicio, análoga en sus «motivaciones, tácticas y módulos» al bandolerismo popular veterocristiano, pero autónoma, que cobra «un rictus creciente de ferocidad y exasperación a medida que se quemaban las etapas precedentes a la expulsión». 31

Al desarrollo específico del bandolerismo morisco contribuyen, según García Martínez, otras dos concausas estructurales caras a Braudel y Reglà: la continua presión de los piratas norteafricanos en el litoral y la hostilidad entre cristianos viejos y nuevos. El clima de violencia que impera en esta doble frontera: marítima e interior, salpica de situaciones de emergencia la paz pública durante la segunda mitad del siglo XVI y principios del XVII. 32La peculiar geografía del reino es, por consiguiente, acicate del bandidaje morisco: la física, por la extensión de la fachada costera, tan vulnerable a las agresiones de un enemigo que se beneficia de la frecuente ayuda de la «quinta columna» morisca, 33y por la aspereza de un paisaje idóneo para guarecerse; y la humana, debido a la distinta distribución de cristianos y moriscos, habitantes los primeros por lo general de las ricas vegas y huertas litorales, los segundos en su mayoría del interior pobre y montuoso, 34de conformidad con la imagen –no del todo acertada– que del poblamiento de Valencia en estos tiempos ha ofrecido Lapeyre. Se cumple así el axioma braudeliano de que la montaña es vivero y hábitat de bandoleros.

Para confirmar esta tesis y distinguir la importancia que los principales reductos del bandolerismo valenciano tuvieron antes y después de 1609, García Martínez se vale de una documentación heterogénea: bandos, edictos y otras provisiones de los virreyes, acuerdos en Cortes, testimonios de los coetáneos (crónicas, dietarios, relaciones de viajeros) y otras fuentes impresas. En función del número de veces que cada pueblo es citado, García Martínez establece una jerarquía de núcleos de peligrosidad, que agrupa por comarcas. Comoquiera que nuestro interés se centra en los territorios donde hubo bandidos moriscos, dejaremos el resto al margen. En el sur del reino destaca como foco más persistente «la Marina y las montañas», esto es, la Marina Alta (Pego, Benidoleig, El Verger, Xaló), y el Comtat (Benilloba, Cocentaina, Muro de Alcoy), área compacta y abrupta, densamente habitada por nuevos convertidos y feudo de algunos de los más poderosos títulos (como el duque de Gandía, los marqueses de Denia y Guadalest o el conde de Cocentaina), desde la que se podía acceder con relativa facilidad a la frontera castellana para escapar de la justicia. Este enclave fundamental de forajidos moriscos conecta con la llanura litoral de la Huerta de Gandía –comarca histórica hoy integrada en la Safor–, reducto de menor criminalidad. 35En la franja central, donde se daban de forma ejemplar las condiciones geográficas antes descritas, sobresalen, por ser cunas de salteadores moriscos o servir de «santuarios», seis comarcas: ambas Riberas, la Alta (Cotes, Càrcer, Sumacàrcer) y la Baja (Corbera), la Canal de Navarrés (Anna, Bolbaite), el Valle de Ayora-Cofrentes (Teresa, Zarra), la Hoya de Buñol (Buñol, Cheste), y el Camp de Túria (Benisanó, Benaguasil, Olocau, Riba-roja y Vilamarxant). Menos castigado parece haber sido el Camp de Morvedre (Algar de Palancia, Alfara de la Baronia). Por último, al norte del país, en cuyas tierras altas era escasa la presencia morisca, solo califica de relevante la zona del Alto Palancia (Segorbe, Navajas, Castellnovo) y, muy por detrás de esta, el Alto Mijares (Ayódar). Nada dice, en cambio, de la Plana Baja, donde sí había aljamas y morerías populosas como las de La Vall d’Uixó o Betxí. 36

El bandolerismo morisco se concentra en espacios que le son propicios y oscila en el tiempo en virtud de las circunstancias. García Martínez distingue en su evolución histórica varias etapas. Comienza a configurarse como un tipo específico de bandidaje, diferente del popular y de las bandosidades rurales, en los primeros años del reinado de Felipe II, pero no alcanza un nivel inquietante –al menos en la percepción de la corona– hasta la rebelión granadina de 1568. El miedo al contagio y el riesgo de una inmediata intervención otomana a gran escala llevan a las autoridades regnícolas a redoblar la vigilancia sobre la minoría en su conjunto y sobre los bandidos moriscos en especial, como reflejan las medidas tomadas por el virrey Benavente para prohibir el uso de armas a los nuevos convertidos (prueba de la poca eficacia del desarme de 1563), y los movimientos de estos entre sus lugares de residencia y la costa. La guerra de Granada es, pues, un hito determinante en las relaciones entre cristianos viejos y nuevos en Valencia. García Martínez hace suya la opinión al respecto de Halperin Donghi, cuya primorosa tesis doctoral, publicada en 1955-1957, corrobora muchas de las ideas de Braudel:

Luego de ella algo se quiebra en el equilibrio entre unos y otros, la situación de los moriscos se hace más dura; los cristianos viejos los temen más que antes, y porque los temen los oprimen. 37

La infiltración de granadinos en las aljamas valencianas a partir de 1570 y la posterior victoria sobre los turcos en Lepanto, para mayor satisfacción cristiana y desconsuelo morisco, exacerban el aborrecimiento mutuo. Prueba de ello –dice García Martínez citando a Escolano, pero se equivoca al datarla– es la abortada conspiración de los moriscos de Teresa para levantarse en armas contra los cristianos de Ayora a comienzos de 1575. 38Asimismo, siguiendo a Boronat, quien se asombra del «aumento escandaloso de homicidas, ladrones y vagabundos que hallaban acogida en los pueblos de moriscos» en las postrimerías de los años setenta, se pregunta si, al igual que en Castilla, donde entre 1577 y 1581 se multiplican los delitos atroces cometidos por cuadrillas de bandidos con abundancia de granadinos deportados, 39el resentimiento de los activistas llegados subrepticiamente a Valencia no pudo acelerar la maduración del bandolerismo morisco en estado puro, sin conexión con el servicio a la nobleza. 40

En cualquier caso, esta fase de pujanza criminal no tiene parangón con la que está por venir. Es en la década siguiente cuando se produce la verdadera «eclosión» del bandidaje morisco valenciano, entendido no solo como brazo armado de las rivalidades señoriales o secuela del revanchismo granadino, sino también y, por encima de todo, como «respuesta llana y descarnada a la explosión demográfica». Precedida por una oleada de ataques piráticos en 1583 y 1584 (Moraira, Altea y Callosa d’en Sarrià al sur del reino, Xilxes al norte, aquí con la colaboración de los moriscos de La Llosa), y jalonada sangrientamente por el asesinato del vizconde de Chelva a manos de un grupo de vasallos moriscos en octubre de 1584, dicha eclosión coincide con el segundo trienio del conde de Aytona al frente del gobierno virreinal, de 1584 a 1587. 41Urgido por Felipe II a tomar medidas excepcionales para atajar la situación, publicará, el 7 de junio de 1586, la pragmática para la extirpación del bandolerismo, particularmente el morisco, que hasta su revocación en las Cortes de 1604 continuarán aplicando sus sucesores en el cargo a pesar de atentar gravemente contra los fueros, y no vacilará en recurrir a tácticas extrajudiciales tales como el destierro sin proceso o el ajuste con las cuadrillas, como la de Solaya, hasta lograr –y estima García Martínez que sí lo hizo– la pacificación del reino. 42

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