Luis Vega-Reñón - La naturaleza de las falacias

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Las falacias son un fruto natural de nuestras interacciones discursivas. A juzgar por su mala prensa y su uso impenitente representan una especie de parásitos dañinos y afincados tanto en conversaciones privadas como en informaciones, deliberaciones y debates públicos. Vienen siendo también un asunto principal de la teoría de la argumentación desde su lejana fundación aristotélica hasta nuestros días. Pero, por cierto, combatirlas no constituye la razón de ser de la Lógica o, para el caso, del estudio de la argumentación.
El replanteamiento de las falacias resulta obligado por varios motivos. Este libro trata de responder a estas demandas sobre la base de una concepción comprensiva y holística del discurso falaz, fundada en lo que filosóficamente cabe considerar su naturaleza. La empresa es arri esgada y tiene visos de paradójica pues aspira a dar una idea global y relativamente unitaria de una naturaleza que no es simple ni es única, sino compleja y susceptible.
LUIS VEGA REÑÓN es Doctor en Filosofía por la UCM y catedrático emérito de la UNED (España).Ha sido profesor visitante en la Universidad de Cambridge (Reino Unido), UNAM y UAM (México) Universidad de Córdoba y UBA (Argentina), Universidad Nacional de Colombia, Universidad de la República de Montevideo, Universidad Diego Portales (Chile), entre otras. Fundador y director de la revista digital Revista Iberoamericana de Argumentación, así como responsable de programas y cursos de argumentación en estudios de máster y posgrado. Entre sus publicaciones sobre historia y teoría de la argumentación destacan La trama de la demostración (1999), Si de argumentar se trata (2003), Compendio de lógica, argumentación y retórica (coed. Paula Olmos) (2011), La fauna de las falacias, (2013), cuya edición actualizada y aumentada corresponde al presente volumen, Introducción a la teoría de la argumentación (2015), Lógica para ciudadanos (2017) y La argumentación en la historia (2019).

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Por último, la mentira es una acción censurable en la medida en que atenta contra las virtudes y las posibilidades del entendimiento mutuo y la comunicación efectiva. Esta sanción moral tiene una larga tradición que condena toda suerte de mentira, entre otros motivos, por atentar contra la función o el sentido natural del lenguaje —como pensaban Agustín de Hipona o Tomás de Aquino—, o contra la libertad y la autonomía propias del hombre como agente moral y racional —a juicio de Kant—. Pero, por otra parte, no faltan consideraciones más liberales y pragmáticas —o utilitarias en la línea de H. Sidgwick—, que la consienten en determinadas circunstancias. Lo que nadie discute es la dimensión normativa inherente a su evaluación que, por lo regular, se juzga en términos negativos, como una violación o una desviación de la comunicación normal, aunque no deje de reconocerse al mismo tiempo la imposibilidad práctica de desterrar su uso. En suma, según la sabiduría popular, tan imposible sería mentir siempre como no hacerlo alguna vez32.

¿Son significativas la concepción y las características clásicas de la mentira para iluminar los conceptos relacionados con la falacia? En cierta medida sí, en particular por lo que concierne a la idea de sofisma. Cierto es que las nociones de mentira y de sofisma parecen discurrir en paralelo antes que entrelazadas, aunque un sofisma bien puede descansar en una patraña. Pero el paralelismo es apreciable en varios puntos. Para empezar, en su constitución intencional, consciente y deliberada, con el corolario de la dificultad del autoengaño tanto en uno como en otro caso: tan difícil puede ser que uno se mienta deliberadamente a sí mismo, como verse inducido subrepticiamente a engaño por el sofisma que uno deliberada y conscientemente se ha fabricado. Otro punto parejo es el de la manipulación discursiva que involucran ambos casos: manipulación que parte del intento de inducir al receptor a pensar o actuar de modo instrumental para los fines u objetivos del emisor, y procede de manera oculta, subrepticia u opaca, para no permitir al receptor conocer o estar al tanto de los planes y propósitos del emisor. Un tercer punto de coincidencia o al menos de semejanza es el carácter parasitario y derivado de las mentiras y de los sofismas, como procedimientos no marcados lingüísticamente que, sin embargo, para ser eficientes y tener éxito dependen de las condiciones pragmáticas y cognitivas de la comunicación inteligible entre agentes discursivos. También a propósito de los sofismas, o de la argumentación falaz en general, Teseo podría lamentarse de que los hombres no tuvieran dos voces distintas, dos discursos distintivos, para que supiéramos a qué atenernos ante cualquier argumento. Aquí hay, no obstante, una diferencia: si la mentira es, en primera instancia al menos, cancelable mediante una apelación a la veracidad: “lo siento, me he equivocado; pero lo he dicho de buena fe”, ya no ocurre lo mismo con el carácter falaz: el que incurre en una falacia puede disculparse con una apelación similar, pero con esto solo logra exculparse del cargo de sofisma a costa de confesar la comisión de un paralogismo. Y, en fin, otro punto común es la dimensión normativa que funda la valoración negativa de las mentiras y las falacias como recursos viciados y censurables, en la perspectiva del buen curso de la interacción lingüística y del desarrollo sostenible del discurso público. Pero, naturalmente, estas coincidencias no borran las diferencias existentes entre la falacia y la mentira o, incluso, entre una mentira falaz y una mentira no falaz: la primera suele envolver una intención deliberada de engañar a otra u otras personas en beneficio propio y, en todo caso, implica un uso o un servicio argumentativo.

Tras este largo —y espero que animado— paseo por el ancho mundo de los errores, los fallos y los fraudes discursivos, no estará de más recapitular y reiterar la idea básica y paradigmática de argumentación falaz. Entiendo por falaz en este sentido el discurso que pasa, o se quiere hacer pasar, por una buena argumentación —o al menos por mejor de lo que es—, y en esa medida se presta a error o induce a engaño pues en realidad se trata de un falso (seudo-) argumento o de una argumentación fallida o fraudulenta. Recordemos también que el fraude no solo consiste en frustrar las expectativas generadas por su expresión en el marco argumentativo dado —e. g. con vistas a lograr una convicción razonable o la resolución cabal de un debate o una justa decisión—, sino que además puede responder a una intención o una estrategia deliberadamente engañosa. En todo caso, representa una quiebra o un abuso de la confianza discursiva, comunicativa y cognitiva sobre la que descansan nuestras prácticas argumentativas. De ahí que las falacias sean un recurso no por más socorrido menos censurable, una tentación que hemos de vigilar en aras de la salud y el valor del discurso sea el nuestro propio, e. g. para cuidarnos de incurrir en paralogismos, o sea el de nuestras conversaciones y discusiones con los demás, para cuidarnos de los sofismas y de toda suerte de falacias en general.

1Cf. por ejemplo el Diccionario de la lengua española, de la Real Academia, Madrid: Espasa, 2001 22ª edic.; el Diccionario de uso del español, de Mª Moliner, Madrid: Gredos, 1998 2ª edic., o el Diccionario del español actual, de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, Madrid: Aguilar, 1999.

2Entiendo “caso paradigmático” en el sentido empleado por Daniel J. O’Keefe (1982), “The concepts of argument and arguing”, en J.Robert Cox & Charles Arthur Willard (Eds.) Advances in argumentation theory and research, pp. 3-23. Carbondale IL: Southern Illinois University Press.

3Por ejemplo, Walton 2011, “Defeasible reasoning and informal fallacies”, Synthese, 179, p. 378, afirma que el ser intencionado o no, es algo que no importa desde el punto de vista del análisis del argumento y de la determinación de su carácter falaz. Bueno, tal vez no sea un punto decisivo en este último caso, pues tanto los sofismas como los paralogismos son falaces; pero es importante para su análisis, evaluación y juicio, en los planos discursivo, cognitivo y argumentativo.

4Cito El criterio (1843) según la edición “Balmesiana” de Jaime Balmes Obras completas, Madrid: BAC, 1948; t. III, pp. 551-755.

5Vaz Ferreira (1910, 19454), Lógica viva, Montevideo: Biblioteca Nacional/Universidad de la República, 2008, p. 39. Las cursivas se encuentran en el original.

6Cf. mis (2008a), “Sobre paralogismos: ideas para tener en cuenta”, Crítica, 40/119: 45-65, y (2008b), “Los paralogismos según C. Vaz Ferreira: una contribución a la discusión actual en torno a la idea de argumentación falaz”, Praxis, 10/13: 151-162. Entre los paralogismos de Vaz se encuentran tanto argumentaciones falaces como disposiciones o modos de proceder generadores de falacias.

7Por lo demás, la posibilidad —después reconocida (28 B 8 51 ss.)— del parecer de los bicéfalos o aturdidos sobre lo que es y no es, se refiere a otro género de fenómenos, el cosmológico, y pertenece a otro dominio cognitivo y expresivo, el de las opiniones de los mortales.

8Félix García Moriyón y otros, Argumentar y Razonar, Madrid: Editorial CCS, 2007; p. 13. El énfasis tipográfico de negritas y cursivas pertenece al original

9Una expresión más afortunada y desenvuelta de esta creencia podría ser lo que dice uno de los personajes de la película Los amigos de Peter [Kenneth Branagh 1992]: «Podemos pasar algún día sin beber y varios días sin comer, pero ninguno sin justificarnos». En la medida en que una justificación sea —o envuelva— una argumentación, no podremos pasarnos ni un día sin argumentar.

10Puede traerse a colación en este punto la crítica paralela de Popper a la pretendida autofundamentación del racionalismo ingenuo. «La actitud racionalista se caracteriza por la importancia que le asigna al razonamiento y a la experiencia. Pero no hay ningún razonamiento lógico, ni ninguna experiencia que puedan sancionar esta actitud racionalista, pues sólo aquellos que se hallan dispuestos a considerar el razonamiento y la experiencia y que, por lo tanto, ya han adoptado esta actitud, se dejarán convencer por ella. Es decir que debe adoptarse primero una actitud racionalista <���…> y esa actitud no podrá basarse, en consecuencia, ni en el razonamiento ni en la experiencia», Karl Popper (1945, 1950), La sociedad abierta y sus enemigos. Buenos Aires, Paidós, 1957; pp. 413-4. En suma, el reconocimiento de la argumentación, con los compromisos y las obligaciones correspondientes, presupone la disposición a argumentar o la adopción de una actitud “pro-discursiva”, antes que a la inversa.

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