Una concepción más restrictiva aún, casi minimalista podríamos decir, es la sostenida por Shibles (1988)27, que se mueve en un contexto monológico y toma el perjurio como paradigma. Mentir, entonces, ya no implica una interacción lingüística; consiste, simplemente, en la contraposición entre lo que una persona dice y lo que ella misma cree. Tampoco implica falsedad objetiva, ni intención de engañar. Esta intención puede corresponder al propósito de la mentira, pero no a su constitución, así como el engaño efectivo de alguien corresponde a su eventual resultado.
En todo caso, al margen de estas variaciones sobre la idea de mentira, no suelen considerarse mentiras otras expresiones que se despreocupan de la verdad o falsedad de lo que se dice y, en realidad, no tratan de engañar ni sobre el objeto o la historia referidos, ni sobre las creencias que se tienen al respecto, sino que más bien simulan una intención de comunicación, como podría ocurrir en la mera cháchara o charlatanería. Un caso similar serían los cuentos y las canciones infantiles (recordemos e. g. “por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas”).
Aquí voy a adoptar la concepción clásica y sus tradicionales desarrollos28. Así que entenderé por mentir la acción de pretender, a través de la interacción lingüística o en el curso de la comunicación, que el receptor crea algo que el emisor considera falso. Esta pretensión puede obrar bien por un medio directo, por la expresión convincente de la falsedad en cuestión como si tratara de algo que se cree verdadero, de modo que el emisor no resulta sincero ni veraz. O bien por un medio indirecto, como la expresión ladina de algo que se cree verdadero con el fin que el receptor lo tome por falso debido a la desconfianza inducida por el propio emisor, de modo que el emisor no es sincero, aunque sea hasta cierto punto veraz. Dos rasgos cruciales del mentir son su condición intencional, al descansar en las creencias y pretensiones del emisor, y su carácter dialógico y contextual. Ambos permiten reconocer como mentiras ciertas insinuaciones y otras formas de inducir a error o a engaño con la verdad. Un famoso ejemplo de insinuación insidiosa es la historia del cuaderno de bitácora del buque Valiant.
Se cuenta que el capitán y el primer oficial del Valiant discutían a menudo por la tendencia del primer oficial a embriagarse a bordo. Al fin un buen día, el capitán, harto de esta conducta, hizo constar en el cuaderno de bitácora: “Hoy el primer oficial estaba ebrio”. Al día siguiente, tocó el turno de guardia al primer oficial quien aprovechó para escribir en el cuaderno: “Hoy el capitán estaba sobrio”.
A su vez, un afamado ejemplo de juramento que declara solemnemente la verdad para engañar a los asistentes al acto de jura, es el juramento de la reina Isolda, que ya he relatado en otro lugar29.
Isolda, como se recordará, ha sido acusada sotto voce de haber cometido adulterio con su amante Tristán y el caballero se ha visto obligado a dejar la Corte. Para disipar de una vez por todas los rumores y las sospechas, Isolda se presta a jurar su inocencia conforme a la fórmula veredictiva «si m’aït Dieu (sea Dios mi valedor, pongo a Dios por testigo)», fórmula que la obliga a no incurrir en perjurio so pena de arriesgar su salvación eterna. Isolda prepara el escenario: el juramento tendrá lugar ante todo el pueblo, en un prado que se extiende al otro lado del vado de un río. Hace volver a Tristán y lo disfraza de mendigo leproso. La mañana de la ceremonia, cuando la comitiva real y las gentes del lugar llegan a la orilla del río, Isolda ordena al falso mendigo que la suba sobre los hombros, a horcajadas, para cruzar el vado sin mojarse el vestido. Luego, colocados todos en sus puestos en el prado, Isolda se dispone a jurar flanqueada por el rey Marc, su esposo, y por el rey Arturo, que actúa como garante del acto. Este fue su juramento: «Pongo a Dios por testigo y juro por la salud de mi alma que jamás ningún hombre ha estado entre mis muslos, salvo el rey Marc, mi esposo, y ese del que ahora me he servido para cruzar el vado». La versión francesa del s. XII termina aquí; otra versión germana de principios del XIII comenta que Isolda hizo verdad de una mentira y se salvó con un juramento envenenado.
En suma, una buena señal de la mentira es la intención deliberada de inducir a alguien a error o a engaño con lo que se le dice, sea una verdad o lo que se considera verdad, sea una falsedad o lo que se considera falsedad.
Sin embargo, esta señal intencional no se traduce en una marca lingüística. La expresión mendaz o engañosa y la expresión veraz y sincera pueden actuar a través del mismo acto de habla. Naturalmente, esta indistinción dificulta la detección de la mentira, aunque la gente no deje de consolarse con tópicos al uso como “la mentira tiene las patas muy cortas, de modo que al mentiroso pronto se le atrapa”, y otras sentencias parecidas. En este caso, como ante algunos otros equívocos, nos vemos en la situación que lamentaba Teseo en el Hipólito de Eurípides: «¡Ay, los mortales deberían tener una prueba clara de los amigos y un conocimiento exacto de los corazones para distinguir el verdadero amigo del falso! Todos los hombres habrían de tener dos voces: una justa y la otra como fuese, de modo que la que tiene pensamientos injustos pudiera quedar en evidencia por la justa y así no nos engañaríamos» (l. c., 925-931). La mentira es un falso amigo de este tipo. Como ha observado Galasiński (2000)30, consiste en un acto pragmático que viene a ser parasitario de un acto convencional de habla, es decir en un acto encubierto de comunicación que, a través de la ejecución del acto convencional, simula ser cooperativo y así pretende tener éxito como engaño. Pero, más aún, al proceder de este modo no solo envuelve un componente intencional y comunicativo encubierto u opaco para el receptor, a través de un disfraz cooperativo, sino que, llegado el caso, puede verse desmentido y cancelado por el propio emisor. De ahí la dificultad de probar que alguien ha mentido en una ocasión determinada, aunque sea fácil probar en esa ocasión que no es verdad lo que ha dicho; puesto en evidencia, el embustero puede en principio excusarse: “lo siento, me equivoqué; pero te aseguro que lo decía de buena fe”. En estos casos, la (apariencia de) sinceridad corre a sostener la veracidad frente a cualquier sombra de mentira.
Por otra parte, la mentira, vista desde una perspectiva cognitiva, descansa en una manipulación lingüística bien de la información transmitida, por ejemplo haciendo parecer verdadero lo que se considera falso para dar lugar a un engaño extradiscursivo, o bien de la transmisión misma de la información, por ejemplo haciendo que parezca cooperar y cumplir las reglas de la conversación una acción que precisamente las viola, o que viola al menos los supuestos de veracidad y sinceridad, y oculta la violación para dar lugar a un engaño metadiscursivo. Dando un paso más, cabe considerar que la mentira es, en su caso extremo, un intento de manipular también a aquel o aquellos a quienes se dirige, en la medida en que comunicar algo a alguien es un modo de generar su confianza y, así, no solo hacerlo dependiente de lo que le aseguramos sino, más aún, darle aparentemente, sobre la base de esa confianza, una razón para creernos.
Con todo, no estará de más reiterar y resaltar el carácter parasitario de la mentira al acompañar, sin marcarlo, a un acto de habla. Así cabe decir que su eficacia es lingüísticamente parasitaria pues se alimenta de ciertas implicaciones pragmáticas del acto al que acompaña, e. g. de las presunciones de veracidad y sinceridad, si se trata de una aserción, o de las presunciones de compromiso y realizabilidad, si se trata de una promesa. También cabe suponer que la eficacia de la mentira es epistémicamente parasitaria de las expectativas de verdad que normalmente gobiernan nuestras interacciones informativas y discursivas. Si todos mintiéramos siempre, nadie se llamaría a engaño y nada obraría como mentira pues nadie sabría a fin de cuentas qué es verdad. Este supuesto de la eficacia de la mentira sobre la base de lo que podríamos llamar “un umbral de credibilidad” salta a la vista incluso en las ficciones y los artificios de falsificación que constituyen una especie de género sofisticado de invención literaria y comunicación. Suelen incluirse dentro del género del “hoax”, pero se sobreentiende que los destructivos propósitos de un “hoax” o un bulo interesado están sustituidos por el cultivo de la ficción como arte del engaño y de la impostura con sentido del humor. Sirvan de muestra la presentación y discusión de la obra de un filósofo inexistente, “Goldhauer (1769-1822)”, a través de las actas de un congreso justamente sobre su “contribución” a una filosofía de la impostura, o la publicación de un número de la revista Quimera, escrito de cabo a rabo por su director a través de veintidós seudónimos y la suplantación de varios colaboradores habituales31. Es obvio que la fortuna de estas ficciones, aunque pueda contar con la inteligente complicidad de los lectores y de hecho la busque, descansa ante todo y en general en nuestra disposición común a creer lo que se nos presenta como un cuerpo de información.
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