La perplejidad no es buena compañera de viaje, ni la indecisión tampoco. La tentación por la experiencia ofrecida, en una opción única, sin duda apabulla y bloquea. Algo así quizá solo se plantee una vez en la vida. Duda, responsabilidad, deseo y cálculo de fuerzas. «Ahí está el museo, a tu disposición. Puedes proponer el perfil que estimes oportuno y orientarlo como consideres necesario».
Frente al ovillo, no es fácil descubrir el extremo del hilo funcional. Lo único fijo era el nombre del museo. Y ni eso siquiera era inamovible, ya que se me ofrecía, también, si así lo deseaba, poder volver a su nominación inaugural, de años antes. A fin de cuentas, al centro, más allá de denominársele «Museo Valenciano de la Ilustración» –como era el sueño del bibliófilo Manuel Tarancón–, pronto le fue políticamente añadido el apelativo segundo «y de la Modernidad», sin duda alguna para reventar más fácilmente el proyecto inspirado entre las páginas de la Encyclopédie .
Juegos sucios de la política inmediata sobre el tablero del ajedrez local. Lo habíamos vivido de lejos –aunque habitando, desde hacía años, en el histórico barrio de Velluters–, desplazándonos cotidianamente entre él y las aulas de la Universitat. Y así fuimos asistiendo a las metamorfosis del nuevo museo, vecino de iniciativas inseguras y escenario de extraños poderes. Ayer de la Ilustración (imposible) y luego de la Modernidad (dudosa). Y así le va a la cultura y a la educación y a la investigación y a la política…
De nuevo, pues, el MuVIM en el aire y yo mismo entonces, azarosamente, sentado en frente, con un café ya frío y unos folios aún en blanco. Allí estaba, entre preocupado y seducido, un catedrático de Estética y Teoría del Arte, viajero por tres universidades y retornado a Valencia, que, sin duda, desearía encontrar la aguja ilustrada en el pajar de la modernidad.
¿Por qué yo y ahora? Me preguntaba con intermitencia, varias veces al día, mientras garabateaba ideas, sentía vértigos, anotaba actividades diversas y las volvía a tachar, setenta veces siete. ¿Por qué yo? Pues porque estaban realmente contra la pared y sin salida, al menos en la compleja charnela de lo cultural y quizá también perplejos frente a la responsabilidad de entender la política como servicio, me respondía a mí mismo. La patata caliente del MuVIM seguía rodando, pues, por los despachos.
De hecho, mi especialidad –como filósofo–se había acercado pautadamente y al máximo, durante décadas, a la estética del XVIII francés, a la vez que mi interés por el arte contemporáneo –como profesor de la especialidad de historia del arte–había reforzado igualmente mi actividad como crítico y como colaborador de instituciones museográficas. Ambas vías seguían así plenamente activas, abriéndose a mis investigaciones, a la docencia, a las numerosas publicaciones y diversos asesoramientos.
Sin duda, no había sido azarosa la decisión que me enfocaba en el escenario de aquella representación, frente al problema, aunque personalmente nunca antes, yo mismo, me lo hubiese planteado. ¿Qué hacer con el MuVIM, si ni siquiera estaba reconocido, en aquellas fechas, como museo? Pero ahora sí, el que se hacía aquella pregunta, preocupado, en voz alta, era yo.
De hecho, toda mi trayectoria se había satisfecho en el contexto universitario. Con un pie fuera y otro dentro, entre la universidad y la sociedad, siempre pensando en el mejor beneficio de ambas. Y así –pensaba–debía seguir también ahora, justamente en aquella dudosa tesitura. Y por ahí comencé a trenzar el hilo para dominar el ovillo. El museo debía plantearse como una especie de dinámica extensión cultural y pública de la universidad, afín además a los profesionales próximos a los plurales espacios de la cultura.
Necesitaba un público implicado y que se sintiese fidelizado con nuestros proyectos. Debía contar con un público diferente al habitual –en mi caso, universitario y profesional–, pero también debía mantener al público de la tercera edad, así como el infantil y juvenil, sin renunciar a la llave del turismo cultural y de la presencia ciudadana en general. Complejo y retorcido panorama. Pero ahí, bien dibujado y cada vez más claro, quedaba el mapa potencial del deseo.
Un museo como el que yo quería implantar debería centrarse especialmente en la investigación, mirando hacia la historia y hacia la actualidad, pero asegurando, además, a ultranza, su íntima correlación. Se trataba de investigar y de apuntalar la transferencia de conocimientos obtenidos hacia la actualidad. De ahí que uno de los ejes básicos del museo –pensé–tenía que ser indudablemente su biblioteca –una importante y especializada biblioteca–, aunque, de hecho, en aquel momento aún no existiera funcionalmente.
Habría que plantear, por otra parte, las iniciativas propias del programa del museo a base de bloques de actuación. La pluralidad de públicos se vería satisfactoriamente implicada, siempre que esta premisa de planteamiento global funcionase. Los temas de estudio abordados, en su imprescindible transversalidad, se encarnarían paralelamente a ) en posibles congresos, que dieran coherencia y peso a las investigaciones programadas, y para ello la firma de convenios con facultades y centros especializados sería algo imprescindible; b ) en muestras expositivas que asumieran los campos de materias emblemáticas seleccionadas, preferentemente de producción propia, pero contando, siempre que fuese posible, con sólidos intercambios y respaldos nacionales e internacionales, cuyos resultados concretos pudieran además someterse a estudiadas itinerancias; c ) en numerosos talleres educativos para públicos específicos, planteados de manera sumamente creativa y diversificada, que fuesen capaces de aplicar las temáticas respectivas, abordadas en el museo, también en el dominio de la educación artística; d ) en la organización de programas de cine, que estudiaran asimismo –a base de conferencias, películas y ediciones ad hoc –tales cuestiones en paralelo, con frecuencia de carácter bimestral y con preinscripciones aseguradas, por parte del público cinéfilo, como una de las bases decisivas de la cultura de la imagen propiciada; e ) en una serie de publicaciones propias, respaldadas por convenios con centros universitarios y otros grupos de edición, que reforzaran el radio de acción, de difusión y creación, cubierto en y por colecciones distintas, y f ) también en otras numerosas actividades complementarias, donde, por ejemplo, la música, el teatro y la danza tuvieran su respectivo lugar asegurado, asimismo, en el MuVIM. Yo mismo venía dirigiendo, desde hacía años, un potente Máster Oficial de Estética y Creatividad Musical en la Universidad, con intensa resonancia y larga duración promocional.
Sin duda, el sueño comenzaba a perfilarse, sólido y viable, en mi imaginación. Pero la realidad quizá estaba francamente lejana, todavía. ¿En torno a qué núcleo básico iba a correlacionarse el mundo de la Ilustración con el de la Modernidad, en el nuevo proyecto? Efectivamente, por mi parte, aspiraba a pergeñar una charnela sólida y coherente, como fundamento museológico del nuevo centro que auspiciaba. Una bisagra que asegurara sobradamente la teorización oportuna y versátil, así como la historicidad perentoria y vivaz de sus concepciones. Era imprescindible. Luego ya –sobre ellas–podría ser instaurada, a su vez, la decisiva operatividad de la programación museográfica , cíclicamente actualizada, en los bloques temáticos y globalidades asumidas.
Pero ¿dónde iba a descubrir realmente el punto de anclaje pertinente, que sostuviera todo el entramado necesario, para poner en marcha aquel macroproyecto, de momento solo imaginado?
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