Pero mi madre es mucho más convincente hablando de amor que cualquiera de los libros que he leído o de los largometrajes que he visto. ¿Por qué? Pues porque es sabia.
Ahora bien, ¿tiene razón cuando señala sin tapujos que tengo una tara emocional? Carla y Eli siempre me lo han echado en cara, con un tono mucho más brusco y menos «maternalista» que ella. Pero, en el fondo, decían lo mismo.
Si supieran cómo me siento respecto a Axel, lo mucho que llegué a descontrolarme con él en las islas, y las huellas, emocionales y físicas, que dejó en mí, ¿pensarían que sigo siendo tan controladora? Y lo peor es que tampoco me gusta que los demás crean que estoy totalmente abducida por alguien. ¿Por qué?
¿Por qué no me he abierto a mi madre y le he contado toda la verdad? ¿Por qué no lo he hecho con Eli y Carla sabiendo que me harían la ola al descubrir que me he rebozado en noches de sudor y sexo con Axel? Me habrían aplaudido y, tal vez, animado a seguir adelante.
Si tengo que ser honesta, sé la respuesta. Es porque me da miedo hablarles de Axel en estos términos cuando él sigue tan lejos de mí, tan despegado, tan indiferente… Porque si yo me ilusiono y me vuelvo majara, como creo que me estoy volviendo, y él me rechaza, serían dos desplantes muy serios en poco tiempo. Y una tiene un orgullo y una dignidad y cosas de esas, y no me gusta verme en una posición débil. Cada una tiene sus taras, oye.
Sea como sea, lo cierto es que, aunque aborrezco sentirme como me siento, perdida y muy desorientada respecto a mi vida, Axel me ha hecho algo. Me ha obsesionado. Duermo pensando en él. Esto es muy grave. Nunca me había dormido imaginando situaciones con un hombre como las que me he imaginado con él. Reencuentros tórridos, lacrimógenos, agresivos y llenos de desdén. Secuencias fantasiosas, cabalgando los dos a lomos de un caballo, trotando por las orillas de una playa paradisíaca, a cámara lenta, acompañados de la música de «Si no estás», de Belén Arjona; copiando la escena de El diario de Noah en la que salen de su paseo en barca, cae el diluvio universal y se enzarzan a hacer el amor.
Parezco una quinceañera. Esto es tan absurdo… Y tan nuevo.
Soy como una perra posesiva que cree que tiene derechos sobre él, cuando yo odio la posesividad. Nadie posee a nadie.
¿Qué chorrada es esa? ¿Por qué endemoniada razón no pongo en práctica mis credos con Axel?
Pues porque no surten ningún efecto. Algo hierve en el centro de mi pecho cuando me digo que esto solo ha sido sexo, un rollo, unos intercambios fogosos sin ningún otro vínculo que no sea el de satisfacerse el uno al otro. Me revelo contra esa idea, porque no me reconozco en ella, porque quiero conocer al Axel del que me habló Fede, un tío multimillonario, que lo tiene todo y que renuncia a toda esa comodidad. Quiero conocer al niño que se crió con su madre belga, al defensor de los más débiles, al protector.
Y el desgraciado no es capaz ni de mandarme un mensaje. Así que, con toda mi frustración acumulada, he hecho algo que no debería haber hecho… Sí. Me estoy convirtiendo en la mujer de los «no debería haber…». Esa es mi nueva identidad, y estoy adoptando el papel de la lerda de las pelis que siempre muere primero. Soy una suicida.
El caso es que he dejado a mi madre en casa, hablando por teléfono con una amiga suya con la que va mucho al «teatro del bueno» que hay en Cataluña, y me he ido a dar una vuelta, a ver si desconecto un poco.
He cargado con mi pala de pádel y mi bolsa y me he fugado cual tránsfuga hasta mi club de Badalona. Necesito coger ritmo, comprobar que aunque mi zurda esté magullada, mi diestra sigue en forma, y puedo hacer vida normal. Y quiero corroborar que voy bien de reflejos y de rapidez. Que mi cabeza está en orden.
Y aquí estoy, en el Badalona Pádel Club, aparcando mi Mini precioso y discretamente amarillo en el parking que hay fuera de las instalaciones. Justo debajo de las pistas de pádel hay un supermercado Spar, y me va perfecto porque quiero llenar el congelador de helados de vanilla y cookies y nueces de macadamia, a pesar del frío invierno.
Salgo del coche y cierro con el mando automático. Me cuelgo el paletero al hombro y entro en el club.
Genial, ahí están Mario y Sandra, que me saludan con los brazos abiertos. Quiero que me metan en algún partido y ver si así puedo desahogarme a gusto. Y además quiero que me pongan con hombres. No busco condescendencia, necesito mucha caña.
Apago el móvil, lo guardo en el bolsillo pequeño de la bolsa y me preocupo solo de jugar. Y por un momento fantaseo con que mi vida es, en realidad, todo lo sencilla que parece ser.
Al acabar el partido y despedirme de mis amigos del club, me voy de allí sin ducharme. No me apetece entretenerme en el vestuario y salir demasiado tarde, porque tampoco quiero preocupar a mi madre. Suficiente he hecho ya con irme sin avisar. Raro será que no hayan llamado a la policía.
Al menos, ahora me siento mucho mejor, más desahogada, más descansada. La verdad es que se han empleado conmigo y me han agotado.
Me abrigo bien para no enfriarme. A las seis de la tarde ya anochece en noviembre, y ahora son las siete y media. Alrededor de los faros del parking hay un halo de humedad. Sale vaho de mi boca cuando respiro, y acabo estornudando.
—Jesús.
Me quedo completamente helada.
Y en ese momento, alguien cubre mi boca y me tira hacia atrás, escondiéndome en la calle de detrás del club, donde nadie nos puede ver, donde nadie podrá oírme gritar.
No oigo nada.
Me está diciendo algo al oído pero tengo toda la sangre en las orejas y en la cabeza y soy incapaz de prestarle atención. Pero es su olor el que me aparta del arredramiento y el pavor. Entre la espesa neblina del miedo y de la sensación de ser nuevamente asediada, oigo su voz y me dejo envolver por esa esencia especial.
No solo huele a Axel. Es Axel.
—… loca por salir sola cuando ordené que te acompañaran a todas partes… Insensata… ¡Estúpida! ¡Deja de darme patadas! Eso, encima de que me ha dado un susto de muerte, el cretino va y me insulta. Aprovecho para morderle uno de sus dedos con fuerza, como si fuera Aquiles con la salchicha de Francisco.
Axel sisea y me aparta de golpe, empujándome hacia delante. Me doy la vuelta cuando recupero el equilibrio y lo miro, perpleja.
Él está parapetado tras la oscuridad, su alta y ancha figura me deja inmóvil. Es intimidante y aún no le he visto la cara. Si avanzara un paso, la luz de la farola lo alumbraría y yo podría ver su rostro por fin.
—Me has asusta… ¡Joder! ¡Qué co…! —exclamo con voz débil—. ¿Cómo…? ¿Cuándo has llegado…? ¿Por qué…? ¿Cómo sabes que…? —Las palabras salen atropelladas de mi boca.
—Cállate —me ordena de repente, señalándome inquisitivamente—. No tienes derecho a hablar. Te dije que no podías salir sola. —Me mira de arriba abajo y noto cómo clava sus ojos en mis piernas descubiertas—. No me jodas, Becca. ¿Y vas así? ¿Con esa minifalda?
Hijoputation. Esto es el colmo.
—¿Eso es todo lo que tienes que decirme? —Recupero el aplomo y la compostura. Me ha dado tanto miedo que tengo ganas de echarme a llorar. Y encima no ha pronunciado ni una palabra amable. Nada que indique que ha estado pensando en mí—. Me dejas sola en el hospital, no hablas conmigo desde hace días… —lo señalo con el dedo—, y ahora me sorprendes por la espalda para decirme que qué hago con minifalda. ¿Tú eres idiota?
—¿Que si yo soy…? —gruñe.
Esta vez sí. Axel da un paso al frente y deja que por fin la luz de la farola enfoque sus facciones. Qué atrevidas, las luces. A mí se me cae todo al suelo, porque, aunque parece que me odia y que no muestra un resquicio de simpatía por mí, cosa que puedo entender pero que me sienta verdaderamente mal, su guapura, su masculinidad descarada y desafiante, corta mi respiración y anula cualquier argumento en mi defensa que se le ocurra a mi cabeza.
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