El 6 de abril de 1992, aniversario más que simbólico para Sarajevo por ser la fecha en el que fue liberada a manos de sus ciudadanos de las tropas alemanas en 1945, fue el día en el que, cuarenta y siete años después, la comunidad internacional reconocía el Estado surgido de la votación popular celebrada apenas un mes antes, y le otorgaba la membresía en las Naciones Unidas. La misma fecha en la que, ante su mirada impasible, se cerró el anillo de fuego y acero –como lo llamaría el escritor Miljenko Jergović – en torno a Sarajevo, condenando a sus ciudadanos al peor de los destinos. Por aquel entonces, los serbobosnios ya estaban armados hasta los dientes desde los bastiones del JNA, Jugoslovenska Narodna Armija (Ejército Popular Yugoslavo), que supuestamente estaba abandonando Bosnia y Herzegovina, alimentados por la retórica de una alianza «ustašo-jihadista» que, según se decía, pretendía acabar con ellos, y que vomitaban los medios de comunicación serbios, todos en manos de Milošević. No tardaría en reclamar su parte del pastel el nacionalismo croata con la adhesión y creación de la denominada Herceg-Bosna . La mecha de aquella llamada a la guerra épica que se invocó en el campo de Kosovo prendió y adquirió su máxima expresión durante los cuatro años de atrocidades sobre suelo bosnio, país al que se había impuesto además un embargo internacional de armas.
Si nos preguntamos por qué la comunidad internacional esperó cuatro años para intervenir en lo que a todas luces no fue un conflicto interno sino las pretensiones de Estados soberanos sobre el territorio de Bosnia y Herzegovina sirviéndose de sus satélites ultranacionalistas internos, la respuesta, como señala Noel Malcolm en su obra Bosnia: A short history (1996) está en la idea que acabaría comprando la opinión internacional, y es aquella de que Bosnia y Herzegovina como nación, era un producto creado por Tito donde en realidad «los odios étnicos ancestrales eran irreconciliables». Y es en esta aceptación reduccionista tan propia de la posverdad, donde yace una de las peores decisiones de la diplomacia internacional que, para frenar la agresión, justificaría un modelo estatal fragmentado internamente, y dará así a los portadores de esos odios una legitimidad soberana, en un marco en el que, como señala el filósofo Eldar Sarajlić (2010), las instituciones estatales representarán solo la corteza del poder étnico. Y esta consecuencia, quizá la más dura que ha dejado la guerra, es el legado para las futuras generaciones del país, pero también más allá de éste en un momento en el que los totalitarismos y los giros nacionalistas parecen tomar el pulso a los valores de ciudadanía.
Tras el apocalipsis, cuya magnitud se puede resumir en más de cien mil muertos, millones de desplazados y la devastación del país, en el año 1995 se firmaría el Acuerdo Marco General para la Paz en Bosnia y Herzegovina (también conocido como Acuerdo de Dayton) auspiciado por la comunidad internacional que grosso modo dio pie a la fórmula «un Estado, dos entidades» (más un distrito), tres pueblos constituyentes: serbios, croatas y bosniacos». Mientras se anula la concepción estatal de aquella república de Bosnia y Herzegovina que se creó antes de la guerra y sus fundamentos de derecho previos, se establece internamente una división entre la Republika Srpska (o República Serbia de Bosnia y Herzegovina), étnicamente homogénea, y de una federación bosniocroata, que a su vez está subdividida en diez cantones. En todos y cada uno de los niveles de gobierno, que son muchos, desde el estatal, pasando por los entitarios, cantonales y locales, el ciudadano está obligado a identificarse permanentemente en cada uno de ellos con un grupo étnico si quiere tener cabida en los mismos. Un sistema formalmente democrático y moderno, pero en la práctica altamente segregado pues se construye de espaldas al otro, en tanto que establece dos categorías de sujetos soberanos: por una parte, los tres pueblos constituyentes y, por otra, todos los demás ciudadanos, con rango inferior explícito.
Si bien este tipo de anclaje étnico tuvo una razón de ser en los primeros compases de un proceso de pacificación altamente volátil, en el que ninguno de los bandos quería ceder posiciones, hoy, más de un cuarto de siglo después, es una estructura que le supone a Bosnia y Herzegovina una parálisis funcional permanente. El acceso a dos de los principales órganos de poder, la presidencia y la Cámara de los Pueblos del Parlamento, solo contemplan la entrada de los miembros de los tres grupos constituyentes y condenan al resto de los ciudadanos que no forman parte de estas etnias o no quieren identificarse con ninguna de ellas a vivir en el apartheid establecido por un acuerdo internacional vinculante. De este modo, los máximos responsables de las atrocidades del conflicto fueron los que de pronto, en Dayton, se enfundaron el traje de pacificadores, y aseguraron la continuación de su idea política, sirviéndose de la estrategia etnonacionalista del miedo para perpetuar el statu quo .
Y aquí surge otra de las paradojas de Dayton, pues curiosamente sus detractores, aquellos que a diario hablan de la secesión y claman a los cielos por la condena de vivir juntos, tienen en ese discurso separatista su principal baza para que nada cambie, porque los unos son los mejores socios para los otros en la alianza etnonacionalista contra la democracia. Para ello es fundamental difuminar al individuo, y su voto independiente, y jalear el valor sacro del grupo, el mito de la sangre y de la tierra, de los derechos étnicos protegidos por el interés vital nacional, y por toda una estructura territorial entitaria, e institucionalmente etnificada.
En la actualidad, el país se halla a la cola de toda la región en cuanto a indicadores económicos y padece como ninguno los estragos de la crisis, con una tasa de desempleo superior al 27 por ciento, y con una constante tendencia de los jóvenes a abandonar el país de la que apenas se habla, mientras que la atención mediática se centra en las llamadas a consultas populares y en la fragmentación.
Es más, con una estructura sostenida con alfileres, el verdadero factor desestabilizador para Bosnia casi siempre es el externo (Flores Juberías, 2010). Tanto es así que cualquier supuesto como pueda ser la negociación entre Serbia y Kosovo sobre el movimiento de fronteras en clave étnica, o las injerencias de Croacia en los asuntos internos del Estado, tendrá consecuencias inmediatas en los contrapesos sobre los que se sostienen los grupos étnicos. Este tipo de actitudes, si bien no son estimuladas por la comunidad internacional, son toleradas, bajo el principio de que los cambios han de nacer desde dentro, de modo que se perpetúa así el engranaje perfecto para que en realidad nada cambie.
Los conflictos en los Balcanes, a su vez han significado para la comunidad internacional la finalización de un ciclo de asistencia con enormes recursos económicos, militares y de personal que no se da en los actuales escenarios en conflicto. La retirada en primer lugar de los Estados Unidos, pero también la salida que planea la Unión Europea como garante actual de los Acuerdos de Dayton a través del anuncio del cierre de la Oficina del Alto Representante podría tener una lectura positiva para estos nuevos Estados si durante el período de transición hubieran sido capaces de sentar unas bases fuertes para la construcción de un sistema institucional de democracias modernas. En la mayoría de los casos –véase Bosnia, Serbia, Kosovo o Macedonia–, la creación de soberanías ha sido efectiva solamente a medias. Y las ayudas económicas no han garantizado el éxito de los programas que se han puesto en marcha.
Un nexo común en todas las transiciones de los Balcanes occidentales, como pseudosoberanías (Haverić, 2010), en las que la intervención exterior sigue marcando el pulso y la maximización política en clave etnonacionalista conduce a un cada vez mayor número de Estados fallidos, menos para los que ejercen el poder en los mismos. Tanto es así que la réplica en los conflictos de este siglo se ha venido a denominar la balcanización de Oriente Próximo. El expresidente de los Estados Unidos, Barack Obama, reflexionaba sobre el papel de la comunidad internacional en Oriente Próximo, en especial sobre el papel de las grandes potencias encarnadas en la ONU. Ante la idea de estar asistiendo al nacimiento de un nuevo orden mundial, Obama señalaba que la «maximización de la política» era el gran enemigo del mundo. Lo hacía en una entrevista publicada por el diario El País en febrero de 2014, inmediatamente después de la decisión de la Administración estadounidense de crear una coalición internacional para intervenir en Siria e Irak y debilitar así al Dáesh. «Las sociedades no funcionan si las distintas facciones políticas adoptan posturas maximalistas. Y, cuanto más variado es un país, menos puede permitirse el lujo de esos maximalismos» (Friedman, 2014). Como una premonición del período de regresión que experimentamos hacia sistemas totalitarios, sin suficiente oposición a nivel global.
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