AAVV - Viajeros en China y libros de viajes a Oriente (Siglos XIV-XVII)

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Viajeros en China y libros de viajes a Oriente (Siglos XIV-XVII): краткое содержание, описание и аннотация

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Entre la Edad Media y el siglo XVII, los primeros viajeros europeos que abrieron caminos hacia los horizontes ignotos de Asia y China, empezando por Marco Polo, relatan sus fascinantes periplos dentro de una tradición bien consolidada: el libro de viajes. Comerciantes, embajadores, peregrinos o misioneros -curiosos empiristas 'avant la lettre' muchos de ellos- nos hacen partícipes del tesoro de sus peripecias a través de relatos precisos, rudos y magnéticos. Los viajeros dibujan al fresco sus hallazgos y a la vez pugnan por interpretar, en clave occidental, los nuevos mundos de un Oriente -para ellos y aún para nosotros- imprevisible e inabarcable. Los trabajos de este volumen plantean aproximaciones trasversales a lo que pudo suponer la aventura de escritura de estos libros de viajes -documentos ricos e inapreciables-, abordando temas que atañen a la historia de la literatura y a la historia social y de las mentalidades.

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La figura del viajero: Antonio Pigafetta, ¿primer «turista»? 3

Resulta imprescindible detenernos en la figura del viajero para comprender su mirada, la selección que opera en la realidad y su retranscripción via una primera formulación de la escritura de lo extraño, de lo extranjero que fue en aquel entonces el relato de viaje.

Antonio Pigafetta fue un testigo excepcional de esta primera vuelta al mundo. Muy pocos datos tenemos hoy acerca de su trayectoria vital. Nació después de 1492 en una familia noble de Vicenza. Pudo beneficiar de una formación culta, humanista, en el crisol intelectual de la Venecia renacentista. Llegó a Barcelona y luego a la corte de Carlos I con el nuncio apostólico Francesco Chieregati en 1519, en el momento de la preparación de la expedición magallánica en busca de un «paso» hacia la codiciada Especiería. Deseó embarcarse para satisfacer su curiosidad: «[…] determiné […] de experimentar el ir en busca de tales cosas» (Pigafetta, 1985: 50-51). Esta actitud curiosa era excepcional en una época en la que nadie viajaba por puro afán de conocer, y en la que podía resultar complicado reclutar tripulaciones para este tipo de viaje de larga duración y hacia parajes desconocidos, tanto más al servicio de un capitán portugués, Fernando de Magallanes. Así, Antonio Pigafetta no se contentó con recibir y leer noticias del nuevo mundo en un gabinete o merced a conversaciones eruditas con cosmógrafos en la corte de Venecia o en la de Carlos I, sino que se resolvió a participar personalmente. Quiso hacer la experiencia del descubrimiento y abrirse a un mundo todavía encantado, en tanto que no revelado: «[…] las grandes y admirables cosas que Dios me ha concedido ver o sufrir en la mi luego escrita, larga y peligrosa navegación […]» (Pigafetta, 1985: 49). Se trata de conocer directamente, sin intermediario, lo que explica la preocupación constante de su relato por referir lo que hoy designamos como «verdad documental», desprovista de digresiones y anécdotas fuera del propósito del mismo viaje, aunque no desaparece del todo la dimensión maravillosa. De manera que no viajaba por obligación, como los marineros, ni por sed de conquistar o enriquecerse, como el conquistador hispánico, puesto que no era súbdito del monarca español, sino por afán de conocer como humanista que era. Tuvo la oportunidad, por las recomendaciones que le acompañaron, de colocarse cerca del artífice principal de la expedición, al servicio personal del capitán general, el mismo Fernando de Magallanes. 4

Detrás de la mirada encontramos por tanto a una figura culta, curiosa, que no deseó limitarse a observar desde la borda de la nave sino presentarse como actor de pleno derecho de la expedición. En efecto, no vacilaba en bajar a tierra, ir al encuentro de la gente tratando de darse a entender, así como intentando entender él mismo a pueblos isleños de Insulindia, por ejemplo. 5Participó en diversas embajadas en situaciones peligrosas, en las cuales la traición, fundada en el malentendido o la incomprensión, siempre era posible. Curioso de encontrar al otro, mediante la observación atenta y el diálogo, actuó como un etnógrafo avant la lettre. Pigafetta aparece pues como una figura pionera de viajero moderno, de explorador movido por la curiosidad y la voluntad de participar en la epopeya de su siglo.

Pigafetta es el cronista más famoso de este viaje que demostró ser excepcional por la odisea de cruzar por primera vez todos los océanos del planeta y por su final exitoso, y cuya meta consistía en alcanzar por el oeste las islas de las especias, las Molucas, ya reconocidas por los portugueses a través de la ruta africana y el estrecho de Malaca. 6Pigafetta lógicamente aspira a escribir y transmitir una suerte de viaje total. Consciente de ser un descubridor, a la vanguardia de los conocimientos geográficos de su época y siendo uno de los 18 supervivientes, en 1522, de los 240 hombres salidos de Sevilla en 1519, se ocupó en escribir un diario de abordo durante los casi tres años del viaje. La relación que tenemos hoy data de 1524. Es una reescritura a partir de sus apuntes, puesto que las versiones originales entregadas, una a Carlos V en la entrevista que mantuvo con él en Valladolid a su regreso, y otra a María Luisa de Saboya, madre de Francisco I de Francia, se perdieron. 7Dicho fenómeno de reescritura explica el empleo exclusivo de los tiempos del pasado y la influencia de lecturas posteriores al viaje (Vagnon, 2010). Su relato es un testimonio de la singularidad de la experiencia personal que Pigafetta quiso dejar, puesto que uno de los objetivos confesados de su viaje era acceder al «renombre en la posteridad» (Pigafetta, 1985: 51).

Por supuesto Pigafetta ne podía hacer tabula rasa de las estructuras mentales colectivas y propias de la cultura cristiana europea de su época en las que se encontraba inmerso, como el providencialismo, la devoción, el estado de los conocimientos, o incluso un sentimiento de cierta superioridad imperial de la que trata de convencer a los isleños en Asia. Así, los combates simulados en armadura, la visita de los navíos, los tiros de artillería en señal de alegría, el intérprete que anuncia que Carlos V es el mayor rey del mundo, o la constatación, tanto en Brasil como en Filipinas, entonces bautizadas «islas de San Lázaro», de que los habitantes presentaban predisposiciones favorables para su evangelización. Pero estos códigos y convenciones culturales muy a menudo pasan a un segundo plano y no constituyen un obstáculo mayor para la observación. Raras veces aparece la condescendencia o un juicio explícito negativo emitido sobre los pueblos encontrados. En la gran mayoría de sus descripciones, el otro aparece de manera neutra mediante expresiones como «los habitantes», «la gente del país», «los hombres», «las mujeres», «los niños», y el primer contacto aparece siempre como recíprocamente curioso, benevolente, cordial, ya sea en Patagonia, Filipinas o en las Molucas:

Gran familiaridad adquirieron con nosotros estos pueblos. Nos dijeron cómo denominaban muchas cosas y el nombre de cuantas islas divisábanse desde allá. La de ellos se llamaba Zuluán y no era demasiado extensa. Nos satisfizo mucho su trato, porque eran asaz agradables y conversadores. (Pigafetta, 1985, 82)

A todas luces el espectáculo de lo extraño, de la novedad es el que ocupa todo el primer plano del relato.

Escribir el mundo

La narración del viaje toma la forma de un diario de abordo, pero no de aportación diaria, puesto que la versión que tenemos fue condensada y completada a posteriori a partir de apuntes y lecturas. Ofrece una serie de hitos cronológicos que destacan las principales etapas del viaje y los acontecimientos relevantes según la perspectiva del narrador. Es emblemático, en tanto que transpone por medio de la escritura la existencia de una nueva geografía fuera del mundo europeo, lo que les europeos llamarán más tarde escritura «exótica». Los cuatro primeros capítulos, breves, configuran la fase inicial del relato narrando el trayecto de Sevilla hasta el archipiélago canario, donde las tripulaciones solían acabar de constituirse y aprovisionarse de agua dulce, madera y víveres, mientras que el último capítulo relata brevemente el viaje de vuelta, desde la proximidad de las costas chinas hasta Sevilla, pasando por el océano Índico prohibido a la navegación española —razón por la cual Magallanes no podía planear una vuelta al mundo. Pocos especialistas se han detenido a calibrar este viaje de vuelta por el Índico después de haber descubierto el estrecho austral y la magnitud del océano Pacífico. Sin embargo, este viaje de regreso fue probablemente la mayor proeza náutica de la expedición: cinco meses de navegación sin escala para un buque solitario, la nao Victoria, en mal estado, donde debían coexistir especias con víveres para sesenta personas (Fig. 1). No tenían ningún mapa de la zona; ignoraban las corrientes y los vientos dominantes. Tardaron nueve semanas en doblar el cabo de Buena Esperanza y recorrieron finalmente treinta mil quilómetros. El cruce inaugural del océano Pacífico había durado «sólo» algo más de tres meses (en concreto, noventa y ocho días). Pigafetta, en un gesto probablemente de desprecio social, no cita ni una sola vez a Juan Sebastián Elcano, quien les llevó de regreso a Sevilla.

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