La luna de miel transcurrió, tal y como estaba previsto, en la casa familiar, a la orilla de Lake Walloon. Como de costumbre, el otoño llegó sin avisar, la temperatura descendió de la noche a la mañana, y ambos estuvieron resfriados parte del tiempo. Durante días fueron incapaces de dar con unas instrucciones que Grace les había dejado para ayudarles a encontrar todo cuanto pudieran necesitar, y a Hadley le costó representar por primera vez el papel de ama de casa. Aun así pudieron encender buenos fuegos en la chimenea, dormir en la enorme cama de Grace, y suavizarse la garganta con abundantes provisiones de vino caliente. La vida de Hadley había dado un vuelco de ciento ochenta grados, era muy difícil que nada ensombreciera la felicidad que para ella suponía haberse enamorado y casado con alguien tan especial en tan poco tiempo. A punto estuvo de conseguirlo Hemingway cuando decidió llevarla a Petoskey y le presentó a alguna de las chicas con las que había salido antes de conocerla. A Hadley no le consoló que lo hubiera hecho, como él mismo decía, para mejorar la imagen que ella tenía de él.
A continuación la joven pareja se instaló en un apartamento que Hemingway había alquilado en Chicago. Situado en una zona deprimida de la ciudad, Hadley se vio obligada a decorarlo sola. Aunque Hemingway había renunciado a su trabajo en The Cooperative Commonwealth , siempre encontraba una excusa para ausentarse la mayor parte del día. Muy pronto, la primera esposa de Hemingway se acostumbraría a entretenerse por su cuenta. Durante aquellas primeras semanas de casada, tan llenas de ilusiones como de interrogantes, su mejor amigo fue el propietario del colmado de la esquina, que Hadley recordaba como alguien que «sabía hablar, y que podía reconocer a una mujer que se sentía sola» 13.
La historia se repetía. Al igual que su padre, que mientras no se posicionó como médico ganó menos que su mujer, Hemingway empezó su vida de casado dependiendo de los ingresos de Hadley. Afortunadamente, ésta recibió la noticia de la muerte inesperada de un pariente, y heredó un capital adicional de ocho mil dólares.
Aquella suma hacía que ya nada les impidiera emprender su vida en común en Europa. Lo único que les faltaba era acabar de decidir dónde. En el transcurso de una cena en casa del escritor Sherwood Anderson, a quien Hemingway había conocido a través de Y. Kenley Smith, empezaron a abandonar la idea de ir a Italia. Sherwood acababa de estar en París, y había vuelto entusiasmado. La debilidad del franco frente al dólar hacía la vida en Francia muy barata, y Anderson les podría poner en contacto con una comunidad de escritores e intelectuales de primer nivel. Hemingway, además, recuperó el contacto con el Toronto Star , y consiguió que los responsables del periódico se comprometieran a publicar las crónicas que él les enviaría desde Francia u otros países del viejo continente.
La pareja partió de Nueva York poco antes de navidad. Hacía unos días, Sherwood Anderson les había hecho entrega de unas cartas de presentación, destinadas a Sylvia Beach, Gertrude Stein, Ezra Pound y James Joyce.
8. PRIMER VIAJE A PARÍS: EL VÉRTIGO DEL LIENZO EN BLANCO
Desde mediados de 1918, de manera repetida, Miró se refirió en su correspondencia al «affaire Dalmau» 1. Quería que el propietario de la galería que había acogido en Barcelona su primera exposición individual le organizara una muestra en París. En julio de 1918 lo mencionaba por primera vez: «…lo del affaire Dalmau, estancado por ahora. Es probable que en invierno se resuelva. Las cosas de Palacio van despacio. Mi incógnito Mecenas lo fue también de Picasso en sus inicios, está muy bien relacionado en París, muy amigo de Vollard. Buenas recomendaciones. Ya veremos qué saldrá de todo esto» 2.
Unos meses más tarde, en noviembre, escribía a Ricart a propósito de unas posibles exposiciones de la Agrupación Courbet en Madrid, Bilbao y Girona, y después de referirse a las mismas como una «tournée de cómicos para el verano, temporada en la que los teatros de la capital están cerrados, y hay que ganarse las alubias donde se pueda», afirmaba que «las cosas no están para pensar en esto. Ahora la guerra se acaba por momentos, no nos hará falta ir a hacer comedia por los teatros de los pueblos (artísticamente y socialmente hablando, toda España) y podremos actuar en la capital (Europa)». Por último, Miró citaba a Ferdinand Foch, militar francés artífice de la derrota de Alemania en las últimas batallas de la conflagración mundial, y escribía: «Foch, en la actual ofensiva, decía pegar, pegar, pegar . Nosotros podremos decir PARIS, PARIS, PARIS» 3.
En meses sucesivos, y a lo largo de 1919, las menciones a París se multiplicaron cuando escribió desde Barcelona o desde Mont-roig. En ocasiones solicitaba información sobre las condiciones económicas en la capital francesa, y le preguntaba a Bartomeu Ferrà si podría conseguir una remesa abundantes de siurells , unos alegres silbatos de arcilla, originarios de Mallorca y pintados de color blanco, verde y rojo, por los que el pintor siempre tuvo debilidad, y con los que esperaba darse a conocer en París: «Dalmau está muy animado; me aconseja que cuando vaya a París me lleve una partida; dice que allí hay negocio a hacer con eso, y que esas figuritas deslumbrantes servirían, al mostrarlas, para introducirme en muchos ámbitos y hacer más fácil que me conozca gente interesada en cosas nuevas» 4. Que Dalmau sugiriera esos instrumentos ancestrales como carta de presentación de Miró en París, y que en un momento tan decisivo de su carrera el propio Miró se mostrara dispuesto a dejar que hablaran por él unos objetos tan simples y arcaicos, tan apegados a la tierra y a la cultura popular, dice mucho de la personalidad del pintor, de la imagen de modestia y de pureza que él mismo quería proyectar. Los siurells de Miró eran el equivalente de las máscaras africanas de Picasso. Años más tarde, Dalí escogería un instrumento mucho más moderno y rompedor, la película «Un Chien Andalou», que concibió con su amigo Buñuel, para ganarse el favor de los críticos más influyentes o miembros integrantes del grupo de los surrealistas.
En verano de 1919, Miró decía estar decidido a hablar con Dalmau «de la propuesta que me hizo de enviar obras mías a un marchante de allá, para preparar mi llegada… Lo que me interesa es pasar el mínimo de tiempo viviendo de la pensión que me den en casa; tú ya sabes la natural y fatal repulsión que tengo con eso… la cuestión es llegar a París con quien me saque las castañas del fuego y con dos mesecitos y viaje asegurados. Después ya las pasaremos blancas o moradas» 5.
Otra constante en las cartas de esa época, previas a su primer viaje a París, era su resolución de «ir como luchador y no como espectador de la lucha, si se quiere hacer algo» 6. En ese sentido, conforme pasaban los meses, fue relativizando las dificultades económicas que se pudiera encontrar, y mostrándose cada vez más seguro de poder afrontar la lucha con garantías: «La vida allí claro que está cara. El momento más propicio para intentar hacer algo es cuanto antes mejor. El abaratamiento de la vida sólo nos resolverá un mayor número de comodidades, de las que yo me veo con ánimos de prescindir» 7. En otra carta, le escribía a su amigo Ricart: «A mí el mañana no me preocupa, lo que me interesa es el hoy… prefiero mil veces –lo digo con absoluta sinceridad– fracasar de forma absoluta, mortalmente, en París, que mantenerme a flote en estas aguas viles y apestosas de Barcelona» 8.
A partir de octubre de 1919, fecha en la que Miró anunciaba que sus marchantes habían aceptado sus condiciones 9, los acontecimientos se precipitaron. En noviembre, anunció que en el consulado de Francia le habían dicho que debía presentar un contrato de trabajo firmado por alguien de París o algún documento de peso, si quería que le dieran un pasaporte para ir a pintar y a estudiar: «Ahora acabo de hablar con Dalmau; por mi parte ya lo tengo solventado; el mismo marchante de París que me exponga (¡) ya se cuidará de firmarlo» 10.
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