Alex Fernández de Castro - La masía, un Miró para Mrs. Hemingway

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La masía, un Miró para Mrs. Hemingway: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1925, Ernest Hemingway regaló a su primera esposa, Hadley, un cuadro de Joan Miró. Se llamaba 'La masía' y mostraba las dependencias de servicio de la casa de verano de Miró en Mont-roig del Camp, Tarragona. Cuando el novelista abandonó a Hadley renunció a 'La masía', pero recuperó la tela en 1934, y ya nunca se separó de ella. A su muerte, el lienzo fue donado por su viuda, Mary Welsh, a la National Gallery de Washington DC. ¿Cómo fue la relación entre ambos artistas? ¿Por qué se sentía tan atraído Hemingway por el cuadro? ¿Qué importancia tuvo para Miró 'La masía' o la casa que lo inspiró? ¿Qué otros pintores interesaron a Hemingway? A éstas y a otras muchas preguntas trata de responder este libro, que también describe el largo periplo del cuadro, desde Mont-roig a Barcelona, pasando por París, Chicago, Florida o La Habana, hasta su destino definitivo en los Estados Unidos.

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El barrio obrero donde se alojaron Hemingway y Hadley durante los dos primeros años estaba libre de toda sospecha de esnobismo, suficientemente lejos del radio de acción de los diletantes de Montparnasse. Fue Lewis Galantière, uno de los amigos parisinos de Sherwood Anderson, quien les encontró un piso de dos habitaciones en el número 74 de la Rue Cardinal Lemoine. El apartamento, estrecho y atestado de muebles, no tenía agua caliente. Sólo una persona cabía en la cocina y la única fuente de calor era una chimenea situada en el dormitorio, que había que alimentar con carbón 13. En los bajos del mismo edificio había una pequeña sala de baile, un bal-musette que frecuentaban marinos y otros ruidosos clientes del vecindario. El sonido del acordeón llegaba hasta altas horas de la madrugada al cuarto piso, donde vivía la joven pareja. En la vecina plaza de la Contrescarpe había otro establecimiento, el sórdido Café des Amateurs, donde se reunían los borrachos del barrio 14.

El hambre insaciable de movimiento y la pasión por la naturaleza era otra de las características que hacían a Hemingway difícilmente equiparable a la mayoría de los expatriados norteamericanos. A pesar de las infinitas posibilidades de París, parecía tan incapaz como Miró de permanecer todo el tiempo en la capital francesa. A finales de enero, cuando hacía apenas semanas que se había mudado con Hadley al apartamento de Cardinal Lemoine, ambos decidieron pasar unas semanas en Suiza y aprender a esquiar. En una pequeña localidad llamada Chamby se alojaron en una pensión, donde cada mañana, mientras todavía dormían, la mujer del dueño entraba en su habitación y ponía leña en la estufa de porcelana. En una carta a Katy Smith, Hemingway escribía: «desayunamos en la cama y tenemos derecho a otras dos comidas enormes. La señora es una cocinera de categoría, y por dos dólares al día nos prepara roast beef, coliflor con bechamel, patatas fritas, sopa, y arándanos con nata… ¿Por qué vivir en la maldita América cuando existen París y Suiza o Italia?» 15. Ese mismo año, Hadley y Hemingway volverían a Chamby en otras dos ocasiones: en mayo, y de nuevo durante las navidades.

De regreso en París, a principios de 1922, Hadley decidió acondicionar el piso de Cardinal Lemoine. Instaló un piano en la sala de estar y trasladó la mesa del comedor al dormitorio, donde ambos la usarían como escritorio. También accedió a que una mujer, Marie Cocotte, limpiara y cocinara en el apartamento cada tarde, de cuatro a ocho. Por las mañanas, a petición de Hemingway, la pareja desayunaba en silencio. Tal vez él llevara horas despierto, trabajando desde las cinco o las seis de la mañana, y estuviera impaciente por retomar un verso inacabado, o el hilo de alguno de sus relatos breves 16. Convencido de que no podría escribir en un apartamento tan pequeño, había alquilado un estudio a la vuelta de la esquina, en la Rue Mouffetard, en el mismo edificio donde en 1896 había muerto Paul Verlaine. Gastaba sumas considerables comprando leña para calentar aquel gélido desván. En invierno, cuando el día amanecía lluvioso, se paseaba por la calle y observaba las chimeneas de los edificios adyacentes. Si no había humo en ninguna de ellas sabía que le sería imposible encender un fuego, y entonces dirigía sus pasos a la Place Saint-Michel, en uno de cuyos cafés escribiría toda la mañana. Por el contrario, cuando conseguía encender la chimenea, el estudio de la calle Mouffertad era, según recordaba el propio Hemingway, un lugar cálido y agradable donde escribir. Como siempre estaba hambriento a causa del frío, los paseos por la ciudad o las largas horas de escritura, se llevaba al desván castañas asadas y mandarinas. Sentado ante la chimenea, tiraba semillas y peladuras de mandarina al fuego, y cuando estaba a punto de concluir la jornada de trabajo o ponerle el punto y final a algún relato, se regalaba un trago de kirsch , de alguna de las botellas que había traído de Suiza 17.

En A Moveable Feast , el volumen de estampas parisinas que dejó inacabado al morir, Hemingway escribió con infinita nostalgia sobre aquellos años transcurridos en Europa. Son páginas emotivas, impregnadas del amor que sintió por Hadley y de sus desvelos por abrirse camino en el mundo de las letras. En uno de los capítulos, Gertude Stein le hace en el número 27 de la Rue Fleurus una curiosa distinción entre mujeres y hombres homosexuales, y cuando Hemingway se despide, sabe que al día siguiente tendrá que trabajar duro. «El trabajo lo podía curar casi todo, pensaba entonces y pienso ahora. Entonces lo único que necesitaba curar, decidí que creía Stein, era la juventud y amar a mi esposa. No me sentía triste en absoluto cuando llegué al apartamento de la calle Cardinal Lemoine y le conté a mi mujer todo el nuevo conocimiento adquirido. Durante la noche, éramos felices con el conocimiento que ya teníamos, y con otro conocimiento nuevo que habíamos adquirido en las montañas» 18.

En otro capítulo, Hemingway recordaba el día en que descubrió la librería Shakespeare & Company y a Sylvia Beach, su propietaria. Aunque no llevaba dinero, Beach había dejado que se llevara un buen número de libros de préstamo. Cuando volvió a su casa, informó a su mujer sobre el maravilloso lugar que acababa de encontrar. Ella le dijo que tenía que volver y pagar. Él le contestó que podían hacerlo juntos y dar un paseo por la orilla del río, y en un instante, ambos planificaron el día entero: caminarían junto al Sena, visitarían galerías de arte, y se detendrían ante cada escaparate. Después, entrarían en un café donde nadie los conociera y tomarían una copa o dos. Hemingway comentaba que a partir de ese momento podrían leer todos los libros del mundo, y llevárselos consigo cuando fueran de viaje. «Qué suerte que hayas encontrado ese lugar», decía ella. «Nosotros siempre tenemos suerte», contestaba él, y al hacerlo se olvidaba de tocar madera, a pesar de lo fácil que habría sido hacerlo en el apartamento donde vivían 19.

De pronto, toda la tristeza de la ciudad llegaba con las primeras lluvias de invierno, y Hemingway pensaba en escaparse con su esposa a las montañas, donde el agua caería en forma de nieve sobre las ramas de los abetos. Cuando volvieran de noche a casa, pensaba, en el calor de su habitación podrían leer en la cama, abrir la ventana, y ver cómo brillaban las estrellas. Cuando le proponía la idea a su mujer, ésta se mostraba, como siempre, impaciente por partir. «Creo que sería maravilloso», le decía. «¿Cuándo nos vamos?», añadía. «Cuando quieras», respondía él. «Yo quiero ir cuanto antes, ¿no te lo imaginabas?», decía ella. «A lo mejor hará buen tiempo cuando volvamos», sugería él. «Seguro que sí –contestaba ella–. Qué bien que se te haya ocurrido ir» 20.

En su determinación a idealizar su primer matrimonio en A Moveable Feast , Hemingway olvidó mencionar lo sola que debió de sentirse Hadley mientras él escribía, y también durante los viajes que se vio obligado a emprender como corresponsal europeo del Toronto Star . En abril de 1922 estuvo en Ginebra, cubriendo una conferencia que se prolongó por espacio de cuarenta días. En otoño, otro encargo del periódico provocaría la primera crisis seria entre los dos. Hemingway partió a Constantinopla, a cubrir para el Toronto Star la guerra entre Grecia y Turquía. Hadley estaba tan furiosa ante la perspectiva de otro mes de soledad y preocupada por la seguridad de Hemingway, que se negó a hablarle durante los tres días previos a su partida. Cuando finalmente se separaron intentó mostrarse alegre en sus cartas a Grace Hall, aunque a punto estuvo de vencerla el sentimiento de culpa y de tristeza. Le había prometido a Hemingway que nada se interpondría entre él y su trabajo, y le había fallado 21.

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