Alex Fernández de Castro - La masía, un Miró para Mrs. Hemingway

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La masía, un Miró para Mrs. Hemingway: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1925, Ernest Hemingway regaló a su primera esposa, Hadley, un cuadro de Joan Miró. Se llamaba 'La masía' y mostraba las dependencias de servicio de la casa de verano de Miró en Mont-roig del Camp, Tarragona. Cuando el novelista abandonó a Hadley renunció a 'La masía', pero recuperó la tela en 1934, y ya nunca se separó de ella. A su muerte, el lienzo fue donado por su viuda, Mary Welsh, a la National Gallery de Washington DC. ¿Cómo fue la relación entre ambos artistas? ¿Por qué se sentía tan atraído Hemingway por el cuadro? ¿Qué importancia tuvo para Miró 'La masía' o la casa que lo inspiró? ¿Qué otros pintores interesaron a Hemingway? A éstas y a otras muchas preguntas trata de responder este libro, que también describe el largo periplo del cuadro, desde Mont-roig a Barcelona, pasando por París, Chicago, Florida o La Habana, hasta su destino definitivo en los Estados Unidos.

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En Rapallo y Cortina d’Ampezzo Hemingway también escribió seis textos breves, apenas unos apuntes o viñetas, que en primavera de 1923 fueron publicados en los Estados Unidos en The Little Review , a iniciativa de Ezra Pound. Alguno tenía una extensión de un solo párrafo. Casualmente, el mismo número de The Little Review incluía reproducciones de cuatro cuadros de Miró: «La masía», «La casa de la palmera», «Autorretrato» y «La mesa (naturaleza muerta con conejo)». El número se titulaba «Exiliados», porque la mayoría de los colaboradores eran americanos instalados en París. Sólo tres, Fernand Léger, Jean Cocteau y Miró eran europeos 25. Uno de los textos breves de Hemingway partía de un artículo que había enviado a Canadá desde Adrianópolis (Edirne), durante su viaje a Turquía, en el que describía con absoluta frialdad y economía de medios la diáspora de los griegos, que habían sido expulsados de sus casas. En su día un colega periodista, Lincoln Steffens, le había felicitado por el artículo, pero Hemingway le había asegurado que en su primera versión, más comprimida y enviada por cable, se había visto obligado a sintetizarla mucho más, hasta depurar cada palabra. Hem le había puesto un nombre a ese tipo de lenguaje, «el cablés», y le había asegurado que nada se le podía comparar. Más adelante, sin embargo, le confesó a Steffens que se había visto obligado a dejar el periodismo. No podía seguir comprimiendo sus textos hasta tal extremo, el uso compulsivo del cable amenazaba con deformarlo como escritor para siempre 26.

A partir de «La masía», Miró se sentiría igualmente inclinado a eliminar todo elemento superfluo de sus pinturas, y como Hemingway, llegó a hacer de la síntesis un elemento característico de su estilo.

12. DÍAS DE HAMBRE EN LA RUE BLOMET

En febrero de 1921 Miró ya se encontraba de nuevo en París. Instalado provisionalmente en el hotel Innova, se dirigió por escrito a Dalmau, para decirle que el hotel se hallaba «cerca del taller», y añadía: «Mañana tengo que ir con la Sra madre de Gargallo, para que me presente a la conserje y ponerme a trabajar» 1.

Muchos años más tarde, en una conversación con Jacques Dupin, Miró recordaría que «Gargallo, ese buen escultor y amigo, ese aragonés valiente, honesto y de gran generosidad ocupaba el taller. Pero durante los meses de invierno, enseñaba, como su viejo compañero Artigas, en la Escuela de las Artes y Oficios de Barcelona, una escuela muy libre, muy abierta, de la que, por cierto, lo expulsaron más tarde por haber firmado un manifiesto contra el dictador Primo de Rivera. Gargallo me ofreció su taller durante los meses de invierno; cuando volvía a París, era yo quien me iba a la masía de Mont-roig» 2.

El estudio de la Rue Blomet, donde Miró terminaría «La masía» en 1922, tuvo para él una importancia vital. Allí entró en contacto con toda una generación de pintores y sobre todo poetas, jóvenes e inconformistas como él; allí aprendió a hablar francés con fluidez, trabajó sin descanso, pasó hambre y frío, y sintetizó su lenguaje pictórico hasta dar con un estilo propio e intransferible; con las obras allí producidas se ganó la inclusión en el grupo de los surrealistas y se aseguró un lugar destacado en la historia del arte contemporáneo: «La calle Blomet –recordaba Miró en una entrevista transcrita por Jacques Dupin en 1977– es un lugar, es un momento decisivo para mí. Ahí descubrí todo lo que soy, todo lo que llegaría a ser… pertenecía a un pequeño distrito de París. En el número 45, una vez traspasado un pasadizo y el habitáculo de la conserje, dabas a parar a un patio donde había un arbusto de lilas y algunos talleres modestos…» 3.

La calle era una de las arterias de Vaugirard, anexionada a París hacia 1860. Hasta ese momento, había sido una población rural, que vendía fruta, verduras y vinos a los comercios de la ciudad. A los parisinos les gustaba pasearse por ahí, atraídos por su ambiente de pueblecito, sus cabarets y sus merenderos. Vaugirard tenía también canteras, que proveían de arcilla y de piedra a los constructores de la capital. Allí los obreros y artesanos parisinos podían encontrar vivienda barata, y los artistas, inmuebles abandonados donde instalar sus talleres. Durante la segunda mitad del s.XIX había acogido a numerosos escultores. Era la época de los grandes monumentos funerarios, y la proximidad de los cementerios de Vaugirard hizo que en los números 45 y 47 de la Rue Blomet trabajaran, sucesivamente, los escultores André Laoust, Auguste Rodin, o Alfred Boucher. Más tarde, ya iniciado el siglo XX, el frenesí creativo de Montparnasse extendió su onda expansiva hasta la calle Blomet, y convirtió el complejo de talleres del nº 45 en uno de los centros de arte más avanzados del primer cuarto del siglo XX 4.

Blomet Paradiso, una asociación de vecinos dedicada a preservar la rica historia de la Rue Blomet, cree que nadie fue capaz de recrear su ambiente como Robert Desnos: «El paseante que, una tarde cualquiera, se aventure por la calle Blomet –escribió el poeta francés– puede ver, no lejos del Bal Nègre, un gran edificio en ruinas. Crece la hierba. Las enredaderas de la casa vecina sobresalen por encima del muro y detrás de una puerta cochera se alza un árbol robusto… Este patio era un fenómeno parisino, un cercado herboso, donde había plantado un lila que todavía debe florecer cada año, y una parra que el gerente, que tenía sus propias ideas estéticas, ordenó arrancar porque aquello ‘hacía suciedad’…» 5.

«Teníamos una portera horrible –recordaba Miró en sus conversaciones con Georges Raillard– una mujer alta y gorda, rubia, malcarada, una bruja» 6. También recordaba que al lado de su taller, había «un mecánico que hacía un ruido infernal, y el estudio de un escultor bombero que llevaba barba y levita, y que modelaba grandes yesos de generales y otros personajes importantes de la república. No teníamos con él más que relaciones de buena vecindad, entre artistas» 7. «Un taller de construcción –proseguía Desnos– empezaba su trabajo a las siete y media de la mañana. Un motor llenaba el vecindario de un ruido que no he vuelto a encontrar, más que a bordo de los grandes paquebotes. Un ruido arrullador, del más allá. Costaba despertarse entre semana, pero los domingos, cuando el taller no funcionaba, el sueño se interrumpía a la hora precisa en que el motor se debería haber puesto en marcha. Un antiguo inquilino había abandonado en la hierba dos medallones de mármol, dejados a cuenta por un marmolista del cementerio de Montparnasse, que se hundían lentamente en la tierra… En verano, los pájaros trinaban en este patio. En invierno, la nieve se conservaba más pura y durante más tiempo que en ningún otro lugar de París» 8.

En marzo, Miró aseguraba haber conocido a mucha gente: «me he hecho muy amigo de Max Jacob… es simpatiquísimo y tiene mucho talento» 9. Empezó a frecuentar las reuniones que todos los miércoles organizaba Jacob en La Savoyarde, al pie del Sacré-Coeur, y allí conoció a André Masson, que sería su vecino de taller y cómplice principal en la Rue Blomet. A finales de los años 50, el propio Masson todavía recordaba los detalles de su primer encuentro con Miró: «Max Jacob hacía de ama de casa y recibía como un animador de revistas… Y allí encontré un día a Joan Miró, tan desconocido como yo mismo. Miró me dice que es pintor. Yo le digo que voy a dejar Montmartre porque acabo de alquilar un taller en el número 45 de la Rue Blomet. Y él me responde: ¡Qué curioso! Yo también acabo de alquilar un taller en esa calle. Seremos vecinos... Todo esto parece providencial» 10.

«Nuestros talleres –recordaba Miró– se tocaban, oíamos todo cuanto ocurría en el de al lado. El suyo era muy ruidoso, el mío muy tranquilo. Masson vivía con su mujer Odette y su pequeña hija Lili, en un desorden y una suciedad indescriptibles. Yo, en cambio, tenía la manía del orden y de la limpieza. Las telas estaban ordenadas, las brochas limpias, y lustraba el parquet con cera. Mi taller estaba impecable como el camarote de un navío. Vivía solo, en la más absoluta indigencia, pero cuando salía llevaba monóculo y polainas blancas. Me gustaba dejar mi célula monacal y pasar al inverosímil desorden de papeles, botellas, telas, libros y objetos domésticos que poblaban el estudio vecino. Adoraba a la pequeña Lili, le llevaba caramelos y la hacía saltar sobre mis rodillas. Hablábamos, bebíamos, escuchábamos música… Masson trabajaba por la noche como corrector del Journal officiel , se acostaba al alba, y yo ya llevaba un buen rato trabajando cuando se despertaba… trabajaba de forma febril. Escuchando música, entre la algarabía de las conversaciones. Yo sólo podía trabajar en soledad y en silencio, con una disciplina ascética… Con él, los cambios de impresiones eran constantes. También solíamos salir a pasearnos por la orilla del Sena. Era maravilloso, el Sena, a cualquier hora y en cualquier época. La tradición nos hacía tirar monedas al agua para conjurar la mala suerte. Me encantaba hacer círculos en el agua, me encantaban los reflejos, los colores cambiantes en función de la luz» 11.

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