Por otra parte, es necesario constatar la estrecha relación de todos los elementos gráficos y una propensión, detectada en los autores franceses de los noventa y del siglo XXI, y, particularmente, de los miembros de l’Association, hacia un uso del pincel y de amplias zonas manchadas. Este hábito, que ya habían ostentado autores de los setenta y ochenta como Altan o los hermanos Varenne, cristaliza en obras como Persépolis (2000), Bordados ( Broderies , 2004) o Pollo con ciruelas ( Poulet avec prunes , 2005) de Satrapi o en los diferentes trabajos de David B y, sobre todo, en la obra de Edmond Baudoin. Frente al carácter dinámico de ese manchado, las manchas esponjosas efectuadas con todo tipo de recursos —estarcidos e impregnaciones en tela, etc.— de Breccia y Battaglia provocan una sensación de mayor estatismo, de mayor detenimiento en las texturas, con frecuencia literarias, sobre las que se desarrolla la página. Pero tal vez es un autor en apariencia más canónico que todos los mencionados, Franquin, el que ha llevado a cabo un ejercicio más radical sobre la mancha: frente a la línea clara de su Spirou , en la serie Idées Noires (1977-1983), creada junto a Yvan Delporte, articula páginas de un humor ácido y cruel con figuras casi totalmente silueteadas, rellenas de un negro obsesivo frente a la superficie despejada de la página, casi como si se tratase de pequeños caligramas con ideas fijas.
Noel Sickles, Scorchy Smith , viñeta de 1935-1936; Milton Caniff, Terry y los piratas ( Terry and the Pirates , 24-26 de agosto de 1944); Attilio Micheluzzi, Johny Focus (1974); George Wunder, Terry and the Pirates (1946).
Milo Manara, H. P. y Giuseppe Bergman (1978); Alan Moore–Eddie Campbell, From Hell (2001); Hayao Miyazaki, Nausicaä (1984); Dream of the Rarebit Fiend , página del 7 de abril de 1907.
Franquin, Idées noires (d.1977); Sergio Toppi, Sharaz-De (2000); Dino Battaglia, Ligeia (1985); Giovanni Freghieri, Dylan Dog & Martin Mystère, La fine del mondo (1992), con guion de Tiziano Sclavi y Alfredo Castelli.
1.3.2. El color
Desde El Timeo de Platón hasta las aproximaciones psicológicas de Adolf Portmann no la reflexión ensayística de Michel Pastoreau (2017) el color es uno de los objetos de estudio que más atención ha recibido por pensadores, físicos o semiólogos, pero son los propios artistas los que, en ocasiones y a partir de la manipulación empírica de la síntesis aditiva, han llevado más lejos la teoría. La opinión de Vasari sobre la pintura parece prolongar el criterio del relleno: «Es un plano recubierto de campos de colores, en la superficie o de una tabla o de un muro, o de una tela». Para Delacroix, en cambio, el color adquiere cualidades ligadas a su materialidad, puesto que señala que el pintor modela con el color como el escultor lo hace con el barro, el mármol o la piedra. Entre estas dos posturas, se desarrolla toda una gama de actitudes, tanto en la pintura como en la historieta, de cuyo estudio es Pierre Couperie (1967, 1972) la más reconocida autoridad. Lo más frecuente en la historieta es que el color no sea empleado para delinear los contornos, sino como relleno o bien para dar un criterio de superficie. El caso más extremo es el de los pigmentos planos que, al menos hasta llegar a los albores del siglo XXI, fueron aplicados, sobre todo a las historietas de superhéroes, a menudo con criterios muy estandarizados de legibilidad narrativa.
Así, si esos tonos, en su enorme limitación, tenían una eficacia notable en las primeras páginas dominicales — sundays — de series extremadamente populares, como Hogan’s Alley (1894), de Richard Felton Outcault, o la citada The Katzenjammer Kids , pasaron en los años cuarenta y cincuenta a disolverse en el blanco y negro generalizado de los sistemas clásicos, o a formar parte de un proceso industrial. Este se cifraba en la publicación de cuadernillos de pequeño formato o comic-books , que no solo elegían una impresión barata en papel de pulpa, sino que reducían los colores planos a tramados de mala calidad, como los que Lichtenstein homenajeara en muchas de sus obras. Frente a esa actitud industrial, muchos dibujantes, incluidos Milton Caniff o Alex Raymond, cuyas páginas aparecían con un tamaño mucho mayor en los suplementos dominicales de los diarios, siempre quisieron atender la fase del coloreado y su utilización simbólica, narrativa y emotiva, sobre todo porque en las tiras diarias no disponían del recurso del color y eso les permitía dar otra dimensión a su labor cotidiana.
En Europa, entretanto, Hergé y el conjunto de la producción francobelga gestaron unos códigos del color en los que las tonalidades, pese a ser planas y no asentarse sobre una página sombreada, supieron jugar con las tres cualidades que la psicología de la percepción distingue en el color: la tonalidad o color propiamente dicho, la saturación —«que da la medida de la lejanía con la proporción del gris» (Barbieri, 1993: 52)— y la luminosidad. A partir de esos valores, el caso de Hergé expone una curiosa evolución en la que hay que tener en cuenta que buena parte de los álbumes fueron redibujados con la ayuda de su equipo de colaboradores a partir de los años cuarenta. Los tonos más desvaídos de los primeros álbumes, herederos de la forma de trabajar el color de Alain Saint-Ogan o George McManus, fueron dando paso a colores más saturados y luminosos, sobre todo a causa de la influencia de uno de los colaboradores de Hergé, Edgar Pierre Jacobs, pero siempre buscando una interacción equilibrada que evitase la prominencia del estilo, la incorporación de motivaciones no realistas en la estructuración del color.
La herencia de los códigos de color gestados en torno al tándem Jacobs-Hergé es más determinante de lo que pueda parecer a primera vista, pues no solo constituye la base de buena parte de los trabajos de las escuelas francobelgas de Bruselas, Charleroi y París durante los años cincuenta, sesenta y setenta, sino que también se extiende sobre los artífices de la modernidad en la historieta: la editorial cooperativa Humanoïdes Associées, con Moebius, Caza y Druillet a la cabeza, da la vuelta a la paleta gráfica de Hergé; François Schuiten reorienta las líneas cromáticas hacia las tonalidades pastel y les insufla una constante presencia del gris para evocar una determinada estética decimonónica, como sucede en Brüsel (1993); Joost Swarte e Yves Chaland explotan su tramado y lo imbuyen de una pulsión nostálgica por recuperar los cromatismos primigenios; Vittorio Giardino les da un brillo ora más plano — Rapsodia húngara ( Rapsodia ungherese, 1 982), ¡No pasarán! (2002)— ora más matizado — Vacaciones fatales ( Fuori stagione , 1988), La tercera verdad ( La terza verità , 1999), Little Ego (1990)—; André Juillard trabaja algunas obras como Diario azul (1995), con la restricción de gamas análogas con diversas intensidades y saturaciones, y autores como George Bess, Baru, George Boucq y Nicolas de Crécy intentan adherir una notable riqueza de texturas a ese código de colores elementales.
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