A las pocas semanas la compañía había cambiado sensiblemente en su preparación y el teniente Esteban, con su gran voluntad y entusiasmo, fue el principal artífice de esta transformación. Tengo que recordar la extraordinaria colaboración que recibí del sargento Ortiz para inculcar la firme disciplina militar a los soldados en todo acto de servicio y que requiere un breve relato de sus antecedentes por tratarse de un caso insólito. Antes debo decir que, tan pronto llegué a la unidad, conocí la afiliación política de toda la oficialidad: el capitán Ródenas, el comisario Herranz y yo pertenecíamos al partido Comunista, aunque yo por edad militaba aún en las Juventudes Socialistas Unificadas. Los tenientes Esteban y Mortes, eran anarquistas; el teniente planells, era republicano y el teniente Sáenz sin afiliación definida, pero avalado por la Unión General de Trabajadores. El comisario tenía una ficha de cada uno de los componentes de la compañía, donde iba anotando el comportamiento de cada uno: carácter, de donde procedía, inclinación política por sus expresiones verbales, además de los datos que iba recibiendo del comisario de la división. En cuanto a los sargentos todos procedían de los Servicios Técnicos de la Telefónica de Madrid y que por su cualificación habían sido asimilados a estos grados. Pero del sargento Ortiz no se tenían antecedentes. Era un hombre corpulento, muy educado, parco en sus expresiones, serio e iba siempre impecable con su uniforme. Saludaba a sus superiores y recibía sus órdenes con un temple disciplinario que yo encontraba excesivo. Cuando iniciamos el plan intensivo que originó descontento en la compañía le observaba con atención en su misión y me di cuenta de que dominaba a la perfección la instrucción militar en sus diversos movimientos. Se lo comuniqué a Ródenas y lo aprovechamos para que dirigiese la instrucción a las demás secciones y en muchas ocasiones era él quien dirigía las marchas de toda la compañía. El comisario recibió un informe sobre él que nos aclaró su situación. Era sargento de la escala profesional y no se le había concedido el ascenso a teniente por considerársele indiferente. Debía de estar en observación. De acuerdo con Ródenas y Herranz y con el fin de tantear me dirigí a él diciéndole que me había enterado que procedía de la escala profesional y por tanto me sorprendía no hubiese ascendido a oficial. Me contestó que le propusieron, pero, como él era apolítico, no lo había aceptado y así seguiría hasta que terminase la guerra y sólo aceptaría ascensos cuando le correspondiesen por escalafón y precisamente en el arma de ingenieros no se ascendía con mucha facilidad.
Independiente de los tenientes y soldados que, a regañadientes, se habían acoplado al ritmo de trabajo, quedaba aún un grupo muy reducido de soldados que tenían los mejores destinos por encargarse de las centralitas, la mayoría de ellos estudiantes y con los que tuve fuertes roces por observarles lentos y poco eficaces en su función. Se acentuó esta tensión cuando me enteré de que estaban molestos conmigo porque desde un principio les obligué a hacer la instrucción con el resto de la compañía. Algo debió de influir en mi actitud al encontrarlos indiferentes a los acontecimientos bélicos cuando se recibían noticias de los frentes favorables a nuestras fuerzas, faltos por tanto del entusiasmo que a mí me sobraba. No estaban obligados a tanto, al fin y al cabo estaban allí porque su quinta había sido movilizada. Pero ello no implicaba que no me molestase su indiferencia. No lo podía remediar. Para complicar aún más la tensión aducían que a ellos solo les correspondía realizar las prácticas con las centrales telefónicas de campaña y se quejaron al capitán Ródenas. Éste, que estaba contento con la puesta a punto de la compañía, nos convocó a todos los tenientes y sargentos con la presencia del comisario Herranz y al exponernos las protestas de este grupo solicitó el criterio de cada uno, excluyendo, como es obvio, el mío y sorprendentemente todos estuvieron de acuerdo en calificarlos de señoritos y comodones. A la vista de ello había que responder con severas advertencias. El comisario manifestó que esto entraba en su misión. Los reunió a todos y les invitó a seguir con las normas establecidas, ya que de otro modo el mando estaba dispuesto a relevarlos de sus destinos y trasladarlos a los menesteres del resto de la compañía. Ello iba a suponer un contratiempo por tener que preparar a nuevo personal en el uso de las centralitas y se podrían imponer sanciones que él, como comisario, no podría evitar. Aunque a la vista de esta advertencia respondieron que acataban las órdenes sin reservas, no por ello se acoplaron al trato amigable que yo tenía con el resto de la compañía. Pero se distinguieron en ser de los más disciplinados en actos militares y de servicios, evitando caer en el más mínimo error. En el orden personal, fuera del servicio, se limitaban al saludo reglamentario, manteniéndose siempre a distancia. Sensible al proceder de estos soldados, que eran sobre unos catorce o dieciséis, en el conjunto de ciento treinta que constituían la compañía y por tratarse de estudiantes en su mayoría, simple vínculo por el que me sentía afectado, decidí no darle mayor importancia y limitarme a observar su comportamiento militar.
Durante el mes y medio que estuve en Ciudad Real y aunque los ejercicios eran agotadores, me lo pasaba bien. Por las tardes y a partir de las seis, los soldados, clases y oficiales deambulaban por la ciudad y le daban el colorido de plaza militar. Por regla general todos buscaban compañía femenina, para no aburrirse, y existía la costumbre de ir a pasear por el parque y allí entre bromas se trataba de entablar conversación con las jóvenes y hacer amistad. Los oficiales, debido al uso del uniforme, tenían más éxito entre las muchachas de la clase media.
A los pocos días de mi llegada, mi capitán y mi comisario me invitaron a que les acompañase a un taller de modistas y me presentaron a la dueña del taller que salía con Ródenas y que me parecía una persona muy mayor, ya que tendría unos veinticinco años y otra joven de edad parecida que acompañaba al comisario Herranz. Ellos tenían una edad similar y hacían buenas parejas. En el taller trabajaban muchas muchachas de todas las edades y me sentí muy violento cuando la dueña se dirigió a algunas de mi edad aproximada y les animó a que me hiciesen compañía y esa misma tarde me vi acompañado por tres jóvenes a las que invité a merendar. A mi edad era normal que el conocer muchachas más o menos de tu gusto, sintieses alguna atracción hacia alguna de ellas. Esto sucedió con una de las tres jóvenes del taller, llamada Rosita. Fui su asiduo acompañante y conseguí que el teniente Esteban lo hiciese con una de sus compañeras. Esteban se lo tomó más en serio que yo y a los pocos días se hicieron novios. Lo esencial era que cuando llegaba el atardecer disfrutábamos de los paseos, de los gustosos cafés con leche acompañados con bollos en cualquier cafetería y de las sesiones de cine los sábados y domingos. Nos hicimos promesas repletas de ilusiones que más tarde, el alejamiento que por los destinos que la guerra me deparó, se fueron diluyendo poco a poco. Llegó el momento de abandonar, no sin cierta nostalgia, la capital manchega.
El 10 de diciembre de 1937 salió por tren el XX Cuerpo de Ejército mandado por el teniente coronel Menéndez, que de momento estaba solamente integrado por mi 68 División. Llegamos a la Estación de Aragón de valencia. Desconocíamos el destino y nos llamó la atención el que se nos ordenase prohibir a las fuerzas que descendiesen de los vagones. Yo aproveché para llamar por teléfono a casa desde la misma estación, pero con la advertencia de que no intentasen venir pues salíamos de inmediato. Les escribiría al llegar a destino. Con el convencimiento de que íbamos a algún frente de guerra y recordando la promesa que me había hecho el ya entonces coronel Uribarri de que me facilitaría una pistola reglamentaria y como vivía muy cerca de la estación, en la calle de Sorní, se lo comuniqué a Ródenas y con él fuimos a hablar con el comandante Trigueros quien me dijo que si la gestión la podía realizar en el intervalo de una hora me autorizaba para desplazarme. Sin pérdida de tiempo me presenté en casa de Uribarri y tuve la suerte de encontrarlo en casa. Me dijo que estaba pendiente de destino, seguramente la jefatura de alguna unidad y que le escribiese cuando llegase a destino, ya que, pensaba reclamarme junto a él. Días después de esta entrevista, el coronel Uribarri, fue nombrado jefe del Servicio de Información Militar (SIM). La entrevista que tuve con él fue breve, pero suficiente para que me diese su concepto reservado sobre las perspectivas políticas y militares de la guerra.
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