Antes del nombramiento siempre comentábamos que nos agradaría coincidir en la misma unidad y que ésta se encontrase en el frente de batalla. Era hijo de un coronel de Artillería destinado en el Ministerio de la Guerra y ello facilitaba el que le diesen un buen destino, pero me dijo que le había pedido a su padre no moviese ningún resorte a su favor pues quería dejar su suerte al capricho de su destino. Yo por mi parte le decía a Carlos que aunque mi padre no era militar, tenía buenos amigos que ocupaban puestos de responsabilidad como el entonces coronel Uribarri y que también le había expresado mi deseo de conocer lo que la providencia me quisiese deparar. De este modo pensábamos, al unísono, que con este comportamiento éramos consecuentes con nuestro voluntariado en Defensa de la República. Cierto es que también pensábamos en lo peor: que pudiésemos perder la vida en el frente. Desgraciadamente esta predicción en su caso fue real. Destinado al frente de Extremadura, a los pocos días de entrar en línea, murió heroicamente y al enterarme meses después dejó en mí la huella de que la vida se lo llevó como a los buenos, demasiado pronto.
Desde valencia, en tren, hicimos el viaje hasta Daimiel mi compañero Carlos Moncada y algunos oficiales de la Escuela que residían en valencia. Al llegar a Daimiel nos encontramos con el resto de compañeros de la promoción, pues todos habíamos sido destinados a la Jefatura de Transmisiones del XX Cuerpo de Ejército de Maniobras. Al frente de la misma estaba el capitán Sáenz de Buruaga, militar profesional de familia castrense. Tenía dos hermanos militares de alta graduación en la zona rebelde, uno de ellos al terminar la guerra llegó a alcanzar el grado de gobernador militar del Campo de Gibraltar con el empleo de capitán general. Este es uno de los infinitos casos de incidencias militares en que se enfrentaban hermanos y que paradójicamente obedecía a que al inicio de la guerra civil, a unos les había alcanzado residiendo en zona republicana y a los otros en la zona llamada por ellos nacional, donde había ganado la rebelión militar.
El capitán Sáenz de Buruaga fue muy protocolario en su recibimiento, parco en palabras y a ninguno de los que llegamos nos causó buena impresión. pensamos que era debido al exceso de trabajo de la unidad que se estaba organizando a marchas forzadas, por imperativo del curso de las operaciones militares en los distintos frentes de combate. Nos dijo que alguno nos quedaríamos en la Jefatura y otros pendiente de destino a las unidades de menor rango, como eran las divisiones y brigadas, cuyas fuerzas estaban diseminadas por los pueblos colindantes. Después de esta entrevista me propuse hacer lo posible por no quedarme en la Jefatura. Teníamos como cabo furriel a Martín, que era del barrio de Ruzafa, con el que congenié enseguida y al conocer mi deseo de irme, me aconsejaba que mantuviese un contacto más directo con el capitán, pero seguí actuando con prudencia, sin efectuar gesto alguno que denotase algún interés por quedarme.
Por las mañanas realizábamos prácticas de radio, instalaciones telefónicas de campaña, señales de Morse con banderas y heliógrafos. Como estos ejercicios los realizábamos en un descampado y la temperatura, más que invernal, era glacial, no pude por menos que acordarme de mi madre que, en contra de mis deseos, me había camuflado entre la ropa interior calzoncillos afelpados largos que me fueron de gran utilidad. Es preciso hacer ahora un paréntesis para hablar, tan solo sean unas palabras, sobre el modo de ser de mi madre. La genialidad de su bondad tenía que estar presente en estos pequeños detalles. Mi madre era así y desde el nebuloso recuerdo de mi infancia siempre se me aparecía con su peculiar belleza, para mí la más serena y majestuosa. Tuvo nueve hijos y se dedicaba exclusivamente a ofrecernos su ternura y era su mayor satisfacción cuando nos veía reunidos a todos junto a ella. Era cariñosa y sencilla por su condición de gran mujer. Siempre he pensado que mi madre tenía una especial inclinación por mí. No fui el mayor de los hermanos, pero sí el primer varón. Esta circunstancia y el haber estado ausente de casa tantos años –como se verá– debieron influir en su sensibilidad cuando fui pequeño y también de mayor.
Un día se nos convocó a la Jefatura a la mayoría de los oficiales pendientes de destino y hubo una primera selección en la que Carlos Moncada y Manuel Serna fueron destinados a la misma compañía de una brigada de reciente creación y enseguida fueron destinados al Ejército de Extremadura. Carlos y yo sentimos la obligada separación y quedamos en escribirnos y poder coincidir en algún permiso. ¡Quién iba a suponer que días después de nuestra despedida iba a morir en el frente!
Otro día nos citaron al resto de oficiales y nos encontramos con el jefe de Transmisiones de la 68 División y a su comisario. Por su vestimenta más bien descuidada, aunque reglamentaria, se deducía en ellos a dos personas ya fogueadas en el quehacer de la guerra. Empezó el capitán Ródenas a hacer preguntas a los tenientes y cuando llegó mi turno le llamó la atención mi juventud. Como desde el primer momento que les vi me causaron una excelente impresión, tan pronto salió a colación mi edad les dije que aunque procedía de la Escuela popular, ya conocía el bautizo del frente, pues había estado en la defensa de Madrid. El capitán Ródenas que luego supe procedía del 5º Regimiento de Madrid, me fue preguntando por la unidad a la que había pertenecido y lugares por donde yo había estado. Según iba relatando lo solicitado observé que el capitán cruzaba su mirada con la del comisario Herranz. Su respuesta fue tajante: «Desde este momento te nombro mi ayudante». Me separé aparte, sin continuar ya mi interrogatorio y se me acercó el capitán para decirme que como le faltaba otro oficial para cubrir la plantilla de la compañía deseaba le dijese a quién le aconsejaba entre los que estaban allí. No lo dudé y le sugerí al teniente Esteban, que era persona muy introvertida pero en nuestras charlas se había unido a mi criterio de que el destino era lo de menos, lo importante era saber cumplir con nuestra obligación, donde nos enviasen. Pudo influir también, que me había separado de Carlos Moncada. Me hizo caso el capitán y dirigiéndose al capitán Sáez de Buruaga le dijo que preparase inmediatamente nuestros documentos de incorporación a la 68 División, ya que quería llevarnos consigo en su coche. Sin darnos tiempo a despedirnos y después de recoger nuestros equipajes salimos en dirección a Ciudad Real –durante la guerra civil se denominó Ciudad Leal–, donde se encontraban las fuerzas de la 68 División.
El Estado Mayor y los diversos servicios de la división: Sanidad, Transportes, Ingenieros Zapadores, Ingenieros de Transmisiones, Artillería, etc., estaban ubicados en un amplio edificio que había sido colegio o convento religioso, emplazado en el centro de la ciudad. Al día siguiente de mi llegada y en el recinto del Estado Mayor, me sorprendió ver al comandante Trigueros. Le abordé de inmediato ante la sorpresa de Ródenas y Herranz que me acompañaban. Yo suponía que estaba de visita y cuál no fue mi alegría al decirme que estaba al mando de la división. Me dijo que se alegraba de verme y conocer que un antiguo combatiente de la FUE estaba encuadrado en su unidad como oficial.
El capitán Ródenas había realizado el servicio militar hacía años en el Regimiento de Transmisiones de El pardo, donde realizó estudios para obtener el empleo de brigada y se había especializado en radio. Como su padre tenía un buen negocio en Chinchilla (Albacete) abandonó la carrera militar y por ello al inicio de la guerra civil lo ascendieron inmediatamente a teniente. Era sumamente inteligente y con una capacidad de mando fuera de lo común. Colaboré como pude a su deseo de constituir una compañía de transmisiones con una formación técnica adecuada y especialmente rápida en el trazado de líneas de comunicación, instalación de centralitas y su debida utilización, independiente de la instrucción precisa en nuestra arma, para resistir marchas y eventualidades en campaña. De los cinco tenientes, cuatro mandaban secciones y yo de teniente ayudante. Excepto el teniente Esteban, que como queda dicho nos incorporamos juntos, los otros tres no mantenían una relación muy cordial con el capitán ni con el comisario. Me di cuenta de que era debido a que encontraban muy rígidos los métodos organizativos del capitán. También algunos de los sargentos y soldados mostraban su malestar por la dureza de los ejercicios que realizábamos en el parque de la ciudad. Esto último me afectaba a mí, y por tratarse de soldados de reciente incorporación yo trataba de ayudar al comisario Herranz, inculcando a los soldados –movilizados por sus quintas–, la realidad de que cuanto más preparados nos encontrásemos, técnica y físicamente, menor peligro nos supondría nuestra actuación en el frente, ya que la denominación de nuestra unidad «Ejército de maniobras» ya nos anticipaba que no se iba a tratar de un desfile militar.
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