AAVV - Cuarenta años y un día

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Francisco Franco murió el 20 de noviembre de 1975 tras casi cuarenta años de dictadura. Esta obra colectiva ofrece una visión alejada de los tópicos al uso sobre el 20 de noviembre de 1975, el día que con la muerte del dictador Francisco Franco se abrió un horizonte de incertidumbre y de esperanza, aunque solo la perspectiva histórica haya permitido vislumbrar en su complejidad los cambios que se iban a producir. Los trabajos agrupados, trece estudios de especialistas procedentes de ocho universidades españolas y europeas, reunidos por Ferran Archilés y Julián Sanz, profesores del Departamento de Historia Contemporánea de la Universitat de València, permiten constatar cómo el 20-N supuso el inicio de un epílogo al tiempo que de un prólogo, cuyo legado que aún perdura en nuestra historia reciente.

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Pues bien, es ese proyecto de reforma el que viene dinamitado por el extraordinario protagonismo de las movilizaciones obreras y populares, de la sociedad civil en su conjunto, en el primer semestre del año 1976, sin que falte siquiera el hecho de que la oposición antifranquista, unida por primera vez desde el fin de la Guerra Civil, pase a la ofensiva. Se consiguió paralizar la operación reformista y que, ahora sí, algunas de las élites franquistas, con el rey a la cabeza, se convencieran de que ya no había ninguna alternativa posible a la democracia, de que ese era el camino que se debía seguir si, además, se pretendía mantener la hegemonía a lo largo de este.

Ahora bien, hay que constatar de nuevo que esa sociedad extraordinariamente movilizada en los primeros meses de 1976 no lo fue hasta el punto de forzar la caída del aparato franquista o un cambio radical. Es en este terreno donde entran de lleno todas las especulaciones acerca de la incapacidad o falta de voluntad de la oposición antifranquista, del PCE especialmente, para lanzar algo así como una ofensiva definitiva. ¿Era esto posible? Lógicamente, también en este terreno caben, a voluntad, todas las interpretaciones y opiniones. Pero si entramos en el terreno de lo verificable habrá que convenir que las grandes movilizaciones habían estado muy ligadas a la negociación colectiva y, aunque crecientemente politizadas, estaban bastante lejos de protagonizar una dinámica «revolucionaria». Ni siquiera se entró en esa dinámica en las zonas más movilizadas, y experiencias posteriores demuestran que la perspectiva de una huelga general abierta y directamente política estaba bastante lejana incluso para los sectores populares más movilizados. Lo sorprendente de todo esto es que a día de hoy, cuarenta años después, sigamos careciendo de los pertinentes trabajos de investigación acerca de las actitudes sociales específicas en aquellos momentos concretos. Y es esta carencia la que permite que sigamos moviéndonos a placer en el terreno de los juicios de valor.

4. Hay pocas dudas de que con el nombramiento de Adolfo Suárez las élites reformistas del régimen recuperaron la iniciativa que habían perdido. Pero lo hicieron porque finalmente habían comprendido que la alternativa no era entre pseudodemocracia posfranquista y democracia plena, sino entre democracia y democracia. En este sentido, cabe precisar que aunque esas élites seguían hablando de reforma lo que estaban abrazando era el programa de la ruptura: reconocimiento de la soberanía popular, de los derechos fundamentales, amnistía amplia, desaparición del partido único y sus organizaciones... Es por todo esto por lo que se puede convenir –y un sector muy amplio de los estudiosos han convenido en ello– que es entonces, en julio de 1976, cuando se inicia la transición a la democracia propiamente dicha. 17

Por todo esto y porque todos los actores significativos apuestan por ese objetivo, ya común. Pero esto no quiere decir que estos actores estuvieran dispuestos a avanzar alegremente por la vía del consenso . Transición, insisto, a la democracia quiere decir que existen distintas posiciones sobre el alcance, profundidad, tiempos y límites del proceso; y quiere decir también que existirá una confrontación, una pugna, para dirimir quién va a asumir la dirección del proceso. Así pues, lo que hay son pugnas, confrontación y pruebas de fuerza. Y parece claro que en todos estos terrenos se impondrá, al menos hasta enero de 1977, la línea reformista. Lo hizo muy significativamente en lo que se refiere a la jornada de lucha convocada para el 12 de noviembre y también en lo que toca al referéndum sobre la Ley para la Reforma Política.

5. Podría hablarse, con todos los matices que se quiera, de dos victorias gubernamentales que fueron dos derrotas de la oposición. Pero conviene incidir en que para que una y otra cosa sucediesen había hablado alguien más, alguien que iba a dictaminar hacia dónde, y cómo, iba a ir el proceso. Y ese «alguien» era el mismo que había dado al traste con la reforma posfranquista: la sociedad, que si en los primeros meses de 1976 había «hablado» en una dirección, ahora parecía hacerlo en una distinta. Conviene subrayar esto porque de lo contrario se caerá en las simplificaciones posleninistas, postrotskistas, o lo que sea, de la traición del partido (reformista, revisionista, carrillista, etc.). Porque en el terreno de las mitificaciones y debates parece que se olvida que la convocatoria para la protesta del 14 de noviembre de 1976 tenía perfiles políticos bastante bajos: estaba convocada por los sindicatos (Coordinadora de Organizaciones Sindicales), no se planteaba como una huelga general, sino como una «jornada de paro de 24 horas», y sus reivindicaciones –contra recientes medidas económicas y sindicales del Gobierno– eran relativamente limitadas. Por supuesto que nadie ignoraba que la importancia de la jornada iba más allá de todo esto. Pero no está de más subrayar que lo limitado de los objetivos señala con claridad la percepción absolutamente mayoritaria de que (aún) no se podía ir más allá; de que la mayoría de los trabajadores a que se apelaba no apostaba, o al menos no lo hacía todavía, por una movilización abiertamente política. Otra cosa es que haya gentes dispuestas a ganar, sobre el papel y retrospectivamente, batallas que perdieron o que ni siquiera combatieron.

El hecho de que una movilización sin objetivos políticos explícitos estuviera lejos, aun así, de tener la amplitud que se esperaba revela algo que los estudiosos conocemos perfectamente, aunque a veces se nos olvide cuando lo proyectamos sobre la transición: el peso de los traumas. Como apuntábamos más arriba, de los traumas y no de un trauma. Porque estaba, desde luego, el de la Guerra Civil y, como se sabe, este trauma tenía un legado, casi un imperativo para la inmensa mayoría de la población, el de nunca más una guerra civil . Junto a este trauma estaba el de la represión, la brutal de la posguerra, la continuada en lo sucesivo y la que se experimentaba en esos mismos momentos, y por motivos bien reales, en las fábricas, en las calles, en las comisarías. Porque, en efecto, había violencia; 18 y había lo que con frecuencia se olvida, miedo.

Todas estas cuestiones se complementaban a la perfección a la hora de explicar la actitud mayoritaria de unos españoles que, en efecto, querían democracia, pero no al precio de una guerra civil o de sufrir nuevos episodios represivos. Y en este sentido, y por estas razones, es por lo que Suárez pudo recuperar la dirección del proceso. Porque, en efecto, fue ahora cuando el lenguaje gubernamental vino a conectar, mejor que el de la oposición, con el de la sociedad. Era esa especie de mandato popular de democracia sí, pero sin traumas que pudo explicar entre otras cosas el éxito indiscutible del referéndum de diciembre sobre la reforma política.

6. Todo lo anterior obliga a desdibujar, a rebajar un tanto, la importancia en positivo y en negativo de las élites: de las provenientes del franquismo y de las provenientes del antifranquismo. De las primeras, se ha subrayado hasta la saciedad su capacidad, habilidad y demás virtudes, aunque seguramente la que menos se ha subrayado es precisamente la que apuntamos: su capacidad para conectar con el lenguaje en el que la sociedad expresaba sus aspiraciones democráticas. Más allá de esto –que es por lo demás decisivo– hay que constatar que las actitudes del Gobierno de Suárez estuvieron bien lejos de ser modélicas y mucho menos ejemplares y «exportables»: no era muy democrático aferrarse absolutamente al poder negando toda posibilidad de un gobierno provisional pactado para la dirección del proceso; nunca asumió la necesidad de una negociación abierta con la oposición, y cuando se abrió a negociar lo hizo de una forma limitada e impuesta por las circunstancias. 19 Tampoco renunció en ningún momento a la utilización de los mecanismos propios de la dictadura. En este sentido, el recurso en momentos determinados a las detenciones por motivos sindicales o políticos y a las fuerzas de orden público en las manifestaciones pudo funcionar también como «recordatorio» para la población de los traumas antes apuntados.

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