Ana María Daskal - La persona del terapeuta

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¿Cómo elegí ser terapeuta? ¿Qué ideas tengo sobre lo que esto significa? ¿Tengo un estilo particular en mi relación con los pacientes? ¿Con quiénes siento que no puedo trabajar en psicoterapia? ¿Cuántos pacientes seguidos puedo atender? Estas preguntas y muchas otras surgen naturalmente frente a la lectura de este libro, que estimula y desafía a los terapeutas y también a quienes fueron o son tratados por ellos. La autora, profesional de gran prestigio y trayectoria en el área, pone la mirada sobre los terapeutas y no sobre los pacientes, lo que hace de este un texto novedoso y enriquecedor para la formación de los psicólogos, psiquiatras y otros profesionales de la salud mental. El libro sugiere una formación académica donde la persona y el rol se integren, para que los terapeutas tomen conciencia de que más allá de teorías y técnicas, la principal herramienta con la que cuentan en su trabajo es ellos mismos.

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El texto nos enseña que ese cuidado que debemos tener en nuestras prácticas estará favorecido si a lo largo de la carrera los aspirantes (y luego los profesionales) se ocupan de atender a su propia condición personal, y si cuentan con el apoyo de colegas y supervisores que les brinden orientación. Debiese ser un apoyo que sirva no solamente para recibir información e indicaciones sobre cómo actuar en cada caso, sino para impulsar su crecimiento personal. La terapia personal, la supervisión y los aspectos éticos están situados en el centro del libro y creo que eso no es una mera casualidad.

Esta etapa central del libro culmina con un sincero agradecimiento a los pacientes que ayudaron a la autora a sentirse realizada en su labor, pero que también estuvo acompañada de situaciones que le dejaron un sabor amargo. Leyendo las historias de pacientes del capítulo 10 no pude dejar de recordar el epígrafe de Winnicott en Realidad y Juego . La honestidad de Ana María para compartir con todos nosotros tanto los éxitos como las frustraciones es una prueba de coraje y una muestra de la sinceridad que inspiró la creación de este texto.

Pero allí no termina. Queda un final, con tres capítulos fundamentales, en los que tenemos acceso a un material muy valioso para la formación de los jóvenes. El ejercicio de las cartas a los futuros colegas es una creativa manera de ayudar a los nuevos terapeutas a proyectarse en el futuro para facilitar el contacto con sus ansiedades y sus sueños. Las biografías de algunas grandes figuras de la psicoterapia que leemos a continuación son un complemento estupendo, pues acercar a los jóvenes la vida de estos ídolos les permite humanizar las teorías y los modelos. Un guiño adicional que testimonia la agudeza de la autora: los terapeutas están presentados siguiendo un orden aleatorio: no es alfabético, ni tampoco cronológico.

El último capítulo presenta una extensa y detallada cantidad de herramientas que pueden servir a quienes entrenan terapeutas como un medio para ayudar a que sus entrenados puedan tallar su estilo personal, cumpliendo así con su rol del modo más íntegro posible.Todo el libro resalta, sin duda, la importancia de que cada terapeuta debe tratar de ser, ante todo, lo más fiel posible a sí mismo; debe procurar cumplir su labor del modo más auténtico posible, y ello implica conocer y adecuar su estilo personal para poder cuidar de los demás y de sí mismo.

Cuando llegamos a esta parte final nos damos cuenta que el libro ha recorrido una parábola perfecta. Se abrió con los primeros momentos en la carrera de la autora y culmina brindando instrumentos que pueden ser útiles para los nuevos candidatos, quienes hoy encontrarán desafíos y exigencias muy distintas que las que encontramos nosotros varias décadas atrás, pero que tendrán frente a sí la obligación de ser lo más genuinos posibles en su trayectoria.

La entrega de Ana María a lo largo del libro ha sido muy generosa. La vimos exponerse en muchos momentos y eso nos permitió tomar contacto con ella no solo como terapeuta, sino también como madre, como hija, como artista plástica. Y esta transparencia, que refleja la que comunica a sus pacientes es, seguramente, la fuente principal de que cerremos el libro con la sensación de haber recorrido un camino inspirador.

Héctor Fernández Álvarez

Buenos Aires

agosto 2016

1. INTRODUCCIÓN

1968. Fin de etapa.Acabo de rendir mi último examen de la carrera de Psicología, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Una especie de mareo de sensaciones me acompaña: ¿y ahora qué? Mi mamá vino a acompañarme; mi papá médico no, porque todavía no me perdona el haber abandonado la carrera de Física en la Facultad de Ciencias Exactas para cambiarme a una carrera ‘poco seria’. Mis compañeros y amigos, confundidos como yo.

Comenzar un libro así implica correr el riesgo de que los lectores no se interesen por seguirlo leyendo. ¡Uff! ¡Más de 40 años han pasado desde ese momento! Pero como no hay riesgo sin desafío, ni desafío sin riesgo, me parece que puede ser un aporte a las actuales generaciones de psicoterapeutas en práctica (o en vías de serlo) conocer cómo nos fuimos construyendo los psicoterapeutas de los años 60 y 70 del siglo pasado, junto con nuestras personas. Soy de las que cree en la importancia del pasado como moldeador, en su actualización permanente en el presente y en los modelos que nos dejan las personas y los profesionales.

Me formé en la Universidad Nacional de Buenos Aires con los que fueron los primeros grandes psicoanalistas de la Asociación Psicoanalítica Argentina: Arminda Aberastury, David Bleger, David Liberman, Fernando Ulloa, Marie Langer y Horacio Etchegoyen, entre otros; y algunos que además eran grandes personas: cultas y sabias, profundas y comprometidas con el movimiento que implicaba estudiar la mente humana, como José Itzigsohn, uno de los creadores de la carrera de Psicología. En un homenaje que se le rindió en el año 2005, al referirse a la creación de la carrera de Psicología por los años 60, dijo:

Tuvimos también grandes errores, y uno de los primeros y más graves fue encerrarnos de manera dogmática, como quien tiene en sus manos la totalidad de la verdad y de esa manera no tiene la apertura suficiente para aprender del otro.Y tal vez esa es una de las lecciones principales que quiero retransmitirles hoy: no encerrarse, porque nadie tiene la verdad agarrada de la cola.

Ya en el final el rector Jaime Etcheverry, recordando un diálogo con Itzigsohn en el que este resaltó el clima “bullente de creatividad” de la Universidad de entonces, le dijo:

Sus enseñanzas persisten en el tiempo y estos, sus discípulos que hoy están aquí, son sus herederos, llevan algo suyo dentro, así que me parece que independientemente de los avatares vividos por usted, por nuestro país y por nuestra universidad, su tarea se ha concretado y hoy tiene usted esa satisfacción.Y quiero agregar que hay algo profundo que subsiste pese al pasar de los años y eso profundo lo estamos personalizando en el profesor Itzigsohn: la convicción de que lo que hacemos hoy será recordado en el futuro, y esa me parece que es la lección más trascendente.

Efectivamente de allí vengo. Él no solo fue el Director de la carrera de Psicología cuando empecé a estudiarla, sino el Profesor de Introducción a la Psicología y ¡mi primer terapeuta! Y hasta el día de hoy recuerdo su sonrisa, su voz, y algunas frases que le escuché. Lo considero un privilegio, especialmente cuando me encuentro hoy con psicólogos que no recuerdan ni a un solo autor que los haya influenciado en su quehacer profesional.

Formo parte de una generación de psicoterapeutas que recorrió caminos que parecían seguros, estables, ineludibles e incuestionables ; una generación que además tuvo que desaprender lo aprendido, cuestionar lo incuestionable, volver a aprender, incorporar otros lenguajes y conocer otros Maestros.

Cuando descubrí que en un rincón de mi consulta tenía cajas guardadas con clases mimeografiadas de Enrique Pichon Rivière del año 1963, no pude menos que sonreír con piedad de mí misma. Pero esta pequeña anécdota ilustra no solamente cómo el mimeógrafo era un aparato de nuestros tiempos para reproducir clases desgrabadas, sino que el amor, el respeto y la veneración a quien yo consideré un Maestro llegó hasta el punto de guardar más de 40 años esos papeles amarillentos.

No solo admirábamos a estas figuras: mi generación también aprendió de libros de papel, y tenerlos en una biblioteca personal, subrayados, ajados y gastados, era parte de un tesoro que hacía que, cuando se perdía uno, entráramos en crisis.

Era una etapa de entusiasmo, en un contexto histórico y social lleno de revoluciones, desafíos y proezas. No usábamos computadores, porque los que habían comenzado a aparecer los tenían en grandes salas de las universidades, y tampoco imaginábamos siquiera que el mundo iba a estar interconectado en una red, ni que se iba a poder leer un artículo casi en simultáneo con su publicación a diez mil kilómetros de distancia.

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