El complejo internalizado de normas que derivan de las estructuras culturales, raciales, étnicas, políticas, filosóficas, religiosas, etc., de la sociedad. Esta estructura internalizada determina los patrones que definen bueno-malo, útil o inútil, deseable o indeseable, hermoso o feo y las otras perspectivas de valor a través de las cuales nosotros visualizamos y juzgamos a nosotros mismos y a los demás.
Dado que este sistema valórico es constituyente de nuestras personas, es necesario que los terapeutas sean conscientes de estos aspectos de sí mismos y no traten de evitarlos, ocultarlos o controlarlos, sino de incluirlos como parte de la relativización de su mirada y del rechazo a la idea de una única concepción del problema: “mucho de lo que el terapeuta llega a conocer debe ser deducido de aquello que experimenta a medida que interactúa con sus pacientes” (Aponte, 1985: 8).
Esta manera de plantear el tema se deriva, sin duda, de la mirada de Rogers, de las terapeutas feministas, de Yalom, y de los constructivistas, pues son todos sostenedores de la importancia de que los terapeutas sean congruentes, auténticos y coherentes consigo mismos en su accionar.
Los cambios que introdujo la segunda cibernética permitieron que, al decir de Cavagnis (2000: s/n): “El terapeuta se [preguntara] sobre su quehacer, [abandonara] el lugar de experto, [dejara] de pensarse neutral, [empezara] a tomar en cuenta sus resonancias, apareciendo los modelos conversacionales, las terapias narrativas, las colaborativas y otras”.
Sin embargo, las exigencias, prescripciones y demás deberes seres para los terapeutas (en términos del silenciamiento de su emocionalidad en el contexto de las psicoterapias) perduran. Sigue existiendo el pensar las emociones como algo del mundo privado de cada persona y no como sucediendo dentro del espacio de la relación., y que aquellas que sientan los terapeutas son obstáculos que deben ser trabajados en los espacios de supervisión, terapia personal, y en el equipo.
De esta forma, y pese a estar usando otro paradigma, se continuó proponiendo la disociación afectiva y emocional como la única forma de interacción deseable por parte de los terapeutas con sus pacientes :
La posición que asuma el terapeuta en el campo determina qué acciones están permitidas o prohibidas, cuál es el ámbito de conversaciones posibles, cómo se estructuran las relaciones de poder en las que se darán esos intercambios; en suma, generan distintas configuraciones del emocionar que caracterizan modos de convivencialidad diferentes. (Cavagnis, 2000: s/n)
Los cambios en teorías y técnicas en los últimos 50 años son muchos. Los referidos al cambio de lugar del terapeuta, especialmente, han sufrido los movimientos de una montaña rusa: son oscilaciones a veces bruscas, que a veces nos permiten tener una visión de conjunto más amplia, y otras nos hacen sentir que descendemos sin retorno… Pero es uno de los temas de discusión actuales y creo que lo seguirá siendo, mientras los contextos sigan cambiando de la manera en que lo hacen.
2.4 COMPARTIENDO REFLEXIONES
En las páginas anteriores he intentado hacer algo imposible: resumir la evolución que, a mi juicio, ha ido teniendo la figura del terapeuta desde finales del siglo XIX hasta la actualidad, enfatizando el hecho de que cada enfoque psicoterapéutico propone una visión –no siempre explícita– en relación a la persona de los terapeutas, sintónica con sus concepciones de cambio, de salud y enfermedad, y a los objetivos y métodos psicoterapéuticos que derivan a su vez en formaciones, capacitaciones y currículos académicos completamente diferentes unos de los otros.
En la mayoría de las universidades actuales, la formación académica de los psicoterapeutas se centra en el conocimiento de teorías y técnicas que explican etiologías de las enfermedades mentales y sus posibles abordajes para ayudar a las personas a curarlas, y/o al menos, sentirse mejor. A ello se agrega, en algunos casos, la formación en técnicas de investigación cualitativa y cuantitativa para la capacitación de los estudiantes en la investigación empírica, tan requerida en nuestros días.
Llama la atención, sin embargo, la ausencia total en el currículo de programas que proporcionen a los estudiantes con fuentes de información acerca de la importancia de sus personas en el quehacer terapéutico, a pesar de la existencia de distintas investigaciones y propuestas que apuntan a este tema.
Uno de los primeros en rescatar la importancia de la persona del terapeuta fue Freud ( cf. 1910), quien ya decía que ninguno de sus colegas se atrevía a ir más allá de sus propias limitaciones, complejos y resistencias internas.Así, consideraba de suma importancia que al inicio de sus actividades como terapeutas se analizasen, y profundizasen en su propia terapia personal mientras observaban a sus pacientes.
También Lambert y otros colegas ( cf. Lambert et al., 2001) han planteado la importancia del terapeuta en los procesos y resultados de la terapia, y sostienen que aún en las investigaciones donde se había puesto especial atención en homogeneizar la muestra lo máximo posible (en términos de elegir terapeutas entrenados para hacer mínimas sus diferencias), el terapeuta siguió encontrándose como un factor central en los resultados terapéuticos.
Las investigaciones de Beutler et al. ( cf. 1997), por su parte, fueron capaces de determinar que la magnitud del beneficio en psicoterapia está asociada más estrechamente con la identidad del terapeuta que con el tipo de psicoterapia que este emplea.Así, en todos los enfoques, algunos terapeutas producen más efectos positivos que otros, mientras que algunos de ellos producen consistentemente efectos negativos.
Minuchin, y Fishman ( cf. 1984), por su parte, plantearon (en el caso de los terapeutas de familias) que no es posible que los analistas observen “desde afuera”, ya que parte de su trabajo es el integrarse en un sistema de personas interdependientes.
A estos postulados se les deben agregar todos los aportes de la segunda cibernética, del construccionismo y de los nuevos paradigmas en las ciencias, donde se fue pasando de una mirada unidireccional, determinista y biologicista a una mirada circular, puesta en los vínculos entre personas y en los contextos en los que se encuentran.
Sin embargo, y a pesar de todo ello, la formación de los psicoterapeutas continúa sin prestar atención o incluir espacios centrados en las personas de los terapeutas. Ignora las necesidades individuales, las posibilidades económicas de los estudiantes, los momentos de urgencia que tengan y los espacios de supervisión y/o terapia personal: es decir, omite el enfrentar los temas que complican el quehacer psicoterapéutico.
Aún quienes le hacen un espacio al tema de la persona del terapeuta, como las escuelas de formación en terapia sistémica, siguen haciéndolo desde un sesgo invisibilizado, al poner el foco en la familia y los patterns de interacción asociados a la historia del terapeuta más que a la figura de este como persona. Si bien rescatables en su trabajo, estos intentos dejan sin trabajar muchísimos temas que van a participar del vínculo con los pacientes.
En cierto sentido, las prescripciones acerca de la distancia, la abstinencia y la neutralidad (usuales de las teorías psicodinámicas) se deslizan invisiblemente en la formación de terapeutas que no tienen esas características.
Ahora bien: ¿por qué es importante tener en cuenta a la persona en el caso de los terapeutas y no, por ejemplo, en el caso de contadores, ingenieros comerciales, arquitectos, odontólogos, abogados o economistas? ¿No está también en ellos presente la persona? ¿Qué es lo que diferencia el quehacer en la psicoterapia?
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