Mikel Dufrenne - Fenomenología de la experiencia estética

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En este estudio, Mikel Dufrenne desarrolla una crítica de la experiencia estética. Centrándose en «el sentido» propio y «las condiciones» que hacen posible la experiencia del sujeto contemplador, Dufrenne perfila la noción de objeto estético, fenomenológicamente entendido, en relación a la obra de arte. Para introducirse en el estudio de la experiencia estética, aborda la organización objetiva de la obra de arte, como totalidad estructurada y potencial instauradora de sentido. Por otro lado, partiendo de un estudio sobre la obra musical y de otro sobre la pictórica, propone un perfil general de la estructura de la obra de arte. De este modo, se va desvelando la clave metodológica: a partir de la descripción fenomenológica, desarrolla un análisis trascendental, para abordar finalmente el ámbito de lo propiamente ontológico. A su vez, considera que la experiencia estética supone el mantenimiento, por parte del sujeto, de una determinada actitud estética.

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El público que acude a ver una obra, participa, de algún modo, en el espectáculo de su ejecución; lo mismo sucede ante una obra arquitectónica: incluso el edificio ordinario, construido según nuestras necesidades, influye en nosotros, aunque estemos concentrados en nuestros asuntos y no nos ocupemos de ello; pero un monumento arquitectónico, aunque nos ocupemos de nuestras necesidades, nos impone un cierto papel; el que habita en él, aunque no sea «espectador» explícito, se entrega y ve mezclado en el espectáculo: Luis XIV estando en Versalles necesariamente aparecería majestuoso, y el arzobispo de Nuestra Señora de París siempre se verá cargado de la gravedad eclesiástica. El monumento arquitectónico responde a las necesidades, pero suscitando a la vez un comportamiento teatral, de cortesía. Es el triunfo del arte: el hombre no deja de percibir la obra de arte, y si lo hace es para convertirse el mismo a su vez, de alguna manera, en parte de ella.

Ocurre un poco como en la poesía, especie de música también, que nos conmueve. Las palabras que emplea son con frecuencia las mismas del lenguaje cotidiano, común objeto de uso que empleamos ordinariamente, sin prestarle atención alguna, cuando nos comunicamos, utilizando las palabras como podemos utilizar el sillón en el que descansamos, o la bebida que nos relaja. Pero cuando la palabra se convierte en poesía ya no podemos «consumirla» de igual modo; se nos impone, de tal manera y con tal fuerza, tan acuciante y tan nueva, que necesariamente debemos recitarla con respeto: nos convertimos en poetas. Al igual también sucede con las llamadas artes menores; una hermosa copa, si responde a ciertos fines prácticos, solo desarrolla auténticamente su papel en las ceremonias: las necesidades que satisface son más bien las propias de los dioses en los templos o las de los muertos en las tumbas donde se la encierra. La capa pluvial que utiliza el oficiante, la joya que centellea en el vestido del baile o la máscara que enarbola la danzante negra, todos estos objetos se asocian a la ceremonia y hasta a veces la ordenan: así también participan en el espectáculo.

b ) La presencia del autor

Si el verdadero objeto estético, incluso aunque responda a consignas de utilidad, no es simplemente un objeto de uso, deberemos marcar la diferencia entre estos dos tipos de objetos en un segundo punto. De hecho, ambos son obras del hombre y se nos manifiestan como tales: no son fruto del azar sino objetos «fabricados». Sabemos bien cuánto insiste la estética contemporánea sobre este rasgo del objeto estético. Alain invoca este «hacer» como medio de enderezar la imaginación y de purgar las pasiones, Valéry lo apunta como principio de una técnica capaz de revelar el hombre a sí mismo, É. Souriau contrapone la voluntad del hacer a la voluntad de expresar e insiste en la función instauradora del arte, R. Bayer formula la idea de una metatécnica y la inscribe en una teoría del realismo operatorio. Esta referencia al hacer podrá efectivamente ayudar a determinar el estatuto óntico del objeto estético, a encontrar una garantía de su objetividad en la actividad creadora del autor. Pero por lo pronto nos contentamos con buscar el modo como este «hacer» aparece, de maneras diferentes en el objeto estético y en el objeto de uso. Ahora bien, lo que es humano en uno y otro y que confirma el hacer mismo, es la forma que ordena la materia y triunfa sobre la naturaleza. Al considerar esta forma en su relación con la materia ya se puede indicar una diferencia entre los dos tipos de objetos, Alain insiste precisamente en este punto: el objeto de uso no vacila en violentar a la naturaleza para lograr sus designios, la idea que preside su elaboración no se oculta: es la inteligencia desnuda, objeto abstracto. En tanto que el objeto estético no ofrece en absoluto una forma violenta y escindida, precisamente porque está realizado por la mano en vez que por la máquina y en serie, porque no procede de una idea fijada sino de una inspiración que se nutre a lo largo del progreso de la obra misma y acepta asimismo a las casualidades felices, y puesto que la inmensa «paciencia» del tiempo sobre los objetos ha completado la paciente labor del artista y ha armonizado el arte con la naturaleza. Todo ocurre casi como si la naturaleza se transformase ella misma en espíritu. Hemos reencontrado esta idea por un camino distinto, mostrando que aquí lo sensible tiene un peso natural y que la forma está al mismo nivel que lo sensible como aquello por lo que lo sensible es sensible. Pero podemos considerar además el lenguaje de esta forma sensible, lo que esta anuncia respecto al gesto del que procede, y es aquí donde la diferencia entre objeto de uso y objeto estético se va a profundizar y la forma se convertirá en estilo.

En el objeto de uso la forma pone de manifiesto que ha sido fabricado, pero no dice nada del fabricante, el cual viene a ser el medio abstracto por el cual una idea se ha realizado en un objeto que continúa siendo abstracto; ¿no es este acaso el amargo destino del obrero industrial? Ya lo era del hombre prehistórico que tallaba el sílex: no hay nada tan conmovedor como esas piedras que nos aportan desde el origen de los tiempos el signo de un trabajo humano. Y sin embargo ¿qué nos dicen de aquel hombre que las convirtió en el primer útil? Solo nos dan su presencia. 25Por el contrario, las pinturas rupestres de Altamira nos dicen algo acerca del hombre maravillado y profundo que las dibujó en la pared. Pero ¿qué es lo que nos dicen, de hecho? Nos permiten acceder al mundo en el que han vivido. Será esta presencia viva del artista en la obra, incomparable a la presencia anónima del obrero en su «obra», esta humanidad profunda del objeto estético, lo que deberá intentarse describir.

Dediquemos un poco del espacio que de por sí merece a este vasto problema de las relaciones de la obra y del autor, tanto más cuanto que un cierto equívoco siempre puede persistir ya que estas conexiones pueden concebirse de dos maneras. O bien de una obra dada, si por casualidad conocemos el autor, podemos intentar explicar a través de este autor la creación y la naturaleza de la obra, con lo que el autor se convierte para la obra un principio de explicación dado que es conocido independientemente de ella y como exterior a ella misma. La explicación va así del autor a la obra. O bien se considera la obra en sí misma y se va de la obra al autor. Aquí radica precisamente la virtualidad del objeto estético: no explica sino que muestra al autor; no da acerca de él, a no ser por casualidad, el tipo de informaciones que pueden espigarse por otros medios y que el historiador recopila, sino que nos pone directamente en comunicación con él, nos aporta una presencia que la historia no sabría dar, revela una faceta que la historia no podría reconstruir. Es, pues, este segundo recurso el que hay que describir, estando además implicado en la experiencia estética como está, mientras que el primer camino supone, por el contrario, que se renuncie al menos provisionalmente a esta experiencia para buscar por otros medios las informaciones. Pero además tenemos una segunda razón para privilegiar el segundo camino, un doble motivo según que nos interroguemos por el objeto estético o por el autor. Si se trata del objeto, no puede ser enteramente explicado por el autor: la verdad de la obra está en la obra y no en las circunstancias de la creación o en el proyecto que la preside; ¿o acaso no es caer de Escila en Caribdis el querer aprehender el ser del objeto en el ser del proyecto? ¿Existe por ventura un ser de este proyecto, es decir de la obra antes de la obra? Ya hemos evocado estas dificultades a propósito de la ejecución de la obra; mas ahora estamos tratando del autor. Ahora bien, así como el mismo objeto estético nos informa sobre sí, o al menos acerca de aquello que en él hay de estético, así también nos instruye sobre el autor, o al menos nos da de él una imagen irreemplazable: al igual que hay una verdad del objeto que se da en la percepción y es irreductible a cualquier explicación, también existe una verdad del autor presente en la obra e irreductible a la historia, y que incluso la misma historia debería tener en cuenta.

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