Mikel Dufrenne - Fenomenología de la experiencia estética

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En este estudio, Mikel Dufrenne desarrolla una crítica de la experiencia estética. Centrándose en «el sentido» propio y «las condiciones» que hacen posible la experiencia del sujeto contemplador, Dufrenne perfila la noción de objeto estético, fenomenológicamente entendido, en relación a la obra de arte. Para introducirse en el estudio de la experiencia estética, aborda la organización objetiva de la obra de arte, como totalidad estructurada y potencial instauradora de sentido. Por otro lado, partiendo de un estudio sobre la obra musical y de otro sobre la pictórica, propone un perfil general de la estructura de la obra de arte. De este modo, se va desvelando la clave metodológica: a partir de la descripción fenomenológica, desarrolla un análisis trascendental, para abordar finalmente el ámbito de lo propiamente ontológico. A su vez, considera que la experiencia estética supone el mantenimiento, por parte del sujeto, de una determinada actitud estética.

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El objeto estético es pues naturaleza en cuanto expresa a la naturaleza, no en lo que la imita sino en lo que se somete a ella. Alain ha insistido largamente a este respecto. 12La naturaleza a la cual se somete el arte es tanto la estructura fisiológica del cuerpo humano como la fuerza de las cosas. Y no solo el arte se somete a ello para hacer obras duraderas –a este respecto la arquitectura es el arte por excelencia, y Miguel Ángel decía, con razón, que los pintores o escultores debían de ser antes arquitectos– sino que además proclama esta sumisión: el objeto estético se vincula a la naturaleza; bien porque se integra al entorno como el Partenai de la Acrópolis o en el Sena la iglesia de Notre-Dame aux berges , o bien porque no disimula las leyes naturales del material que trasforma obedeciéndole, se confiesa a sí mismo cosa entre las cosas, no se avergüenza de ser inhumano en su humanidad.

Incluso las artes que se separan de la naturaleza, cuyas obras se abrigan en los monumentos que les dedica la cultura, como la música en la sala de conciertos, la pintura en los museos o la poesía en las bibliotecas, mantienen en sí algo de natural. ¿Y qué hay con ello? Pues simplemente que el objeto estético está ahí, sin más, y no aguarda de nosotros más que el homenaje de una percepción. Posee la presencia obstinada de la cosa. Está ahí para nosotros, pero como si no estuviera. Ha sido hecho, desde luego, por alguien, que nos hace signos a través de su obra, pero no para invitarnos a algún tipo de acción común, ni para advertirnos de un peligro ni tampoco para darnos una orden. Lo que nos dice el objeto queda en el secreto de nuestra percepción y no nos determina a nada.

A nada que no sea percibir, es decir a abrirnos a lo sensible. Pues el objeto estético es antes que nada la irresistible y magnífica presencia de lo sensible. ¿Qué es una melodía a no ser una riada de sonidos que nos inunda? E igualmente ¿qué es un poema más que el estallido y la armonía de palabras que cautivan nuestro oído? ¿Qué es la pintura sino un juego de colores? E incluso un monumento ¿no es el resultado de las virtudes sensibles de la piedra, su masa, sus reflejos, su pátina? Si el color se desvanece y se estropea, el objeto pictórico desaparece; y si las ruinas son también objetos estéticos es porque la piedra continúa siendo piedra y los restos desgastados manifiestan su base pétrea; pero supongamos que el monumento pierde lo que en él hay de dibujo y pintura, como cuando hay un incendio, entonces deja de ser objeto estético. De la misma manera, si las palabras no fuesen más que signos sin base sensible, como los algoritmos matemáticos, reduciéndose a su pura significación, el poema dejaría de ser poema.

El objeto estético es, pues, lo sensible que aparece en su esplendor. Pero ya en esto se diferencia del objeto ordinario, que tiene colores, pero que no es color que produce ruido, pero no es sonido. Pues, a través de los colores o los sonidos, a través de las cualidades sensibles que retiene principalmente por su significación, la percepción se dirige a lo que le interesa: lo útil, como ya lo pensaba Descartes, o el saber que a este nivel apunta a lo útil y busca convertir el objeto natural en objeto de uso. El ruido de la locomotora no interesa al mecánico como interesa a Honegger, ni el del mar al marino como a Debussy. El objeto no es apreciado por sí mismo, y sus virtudes sensibles no son estimadas; veremos por el contrario cómo sí que son buscadas y exaltadas por la operación del artista y por la percepción estética.

Para el arte, lo sensible no es ya un signo en sí indiferente, es un fin, y se convierte él mismo en objeto o al menos algo inseparable del objeto al que presta su calidad. La relación de la materia, que es el cuerpo de la obra, y de lo sensible no es la misma que se da en el objeto de uso, en el que la percepción, por un movimiento espontáneo que retomará la física aristotélica, distingue esta materia de las cualidades sensibles porque lo que le interesa de la cosa es su sustancia cósica, aquello por lo cual la piedra es piedra y puede servir para construir, aquello por lo que el acero puede ser utilizado en una máquina, por lo que las palabras tienen un sentido y permiten el intercambio de ideas. El arte, por el contrario, rechaza toda distinción entre la materia y lo sensible: la materia no es otra cosa que la profundidad misma de lo sensible. Esta masa rugosa y resbaladora es la piedra; este sonido frágil, suelto e insinuante es el timbre de la flauta, y la flauta no es otra cosa más que el nombre que damos a dicho sonido: es el sonido mismo el que es materia, y si hablamos de madera o metal, no es para designar la materia del instrumento simplemente, sino que nos referimos a la naturalidad del sonido. Igualmente, cuando los pintores hablan de la materia, no se trata sin más del producto químico o de la tela sobre la que se coloca la pintura, sino del color mismo tomado en su espesor, su pureza, su densidad, según se ofrece en su trabajo, pero sin perder nada de su virtud sensible y de su referencia a la percepción. Así la materia, para el que percibe, es lo sensible mismo considerado en su materialidad, casi se podría decir en su extrañeza; no es necesario invocar para nada un sustrato de lo sensible, es el objeto por sí mismo. Es suficiente que la percepción registre este milagro de lo sensible en toda su plenitud y atestigüe una materia que no se avergüenza en absoluto de sí misma.

Esta inutilidad del objeto estético y la primacía de que goza en él lo sensible nos llevan a subrayar una exterioridad radical, la exterioridad de un en-sí que no es simplemente para-nosotros, que se impone sin dejarnos otro recurso que la percepción; se aleja así del objeto de uso tanto como se acerca al objeto natural. Tengamos en cuenta este peso de la naturaleza en él. Podemos llamar naturaleza, en un sentido próximo al Erde de Heidegger, a esta presencia masiva del objeto que casi nos violenta. Naturaleza inmensa, impenetrable y orgullosa, como canta el Fausto de Berlioz: tal es también la sinfonía, tal es el monumento o el poema. Se comprende que, queriendo dar alguna idea de este hecho de existencia fundamental, donde se hallan confundidas la existencia subjetiva, de la que habla la filosofía existencial, y la existencia objetiva del realismo clásico, cuando Lévinas se refiere a lo que él llama «el hay», recurra al objeto estético invocándolo: es precisamente este objeto estético el que nos da la experiencia limpia y desnuda de lo dado, es decir de esta alteridad esencial que la «utensibilidad» nos oculta, al igual que las ropas en el universo social ocultan la alteridad inquietante del otro. 13«El arte, incluso el más realista, comunica este carácter de alteridad a los objetos representados que forman, sin embargo, parte de nuestro mundo»; 14las tentativas de la pintura contemporánea son aquí particularmente esclarecedoras:

Las cosas no importan más que en cuanto elementos de un orden universal que la mirada se impone como una perspectiva. Las figuras agrietan por todas partes la continuidad del universo. Resorte particular en su desnudez existencial. 15

Pero esta transmutación del objeto, esta condensación de su en-sí, no afectan solo al objeto representado por la obra, ya que efectivamente la representación arranca a la percepción del mundo donde todo se ordena, sino también al ser del objeto estético, es decir a su materia misma. Quizá Lévinas no insiste lo suficiente en este punto: lo que nosotros denominamos aquí naturaleza, no es exactamente el «hay», la natura naturata , tal como puede revelarse en las experiencias privilegiadas, que toda filosofía busca e invoca a su manera, como la captación intelectual de la necesidad, el sentimiento de la angustia o la experiencia del horror. Sino que se trata más bien de la experiencia de la necesidad de lo sensible, es decir de una necesidad interior a lo sensible, que no es simplemente el advenimiento de fondo contingente, propio de una sensación que nos sorprende, como cuando una luz repentina nos ciega o un olor penetrante lo invade todo, sino que se trata de la consagración, por la forma de lo sensible y del testimonio que rinde al ser.

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