Este carácter humano es el que permite, a primera vista, identificar el objeto de uso aunque se halle en medio de otras muchas cosas, al igual como puede distinguirse un animal doméstico, ser viviente «de uso», de los animales salvajes que rechazan, por sus imprevisibles reacciones, toda integración en el mundo cultural. Pero hemos de tener en cuenta que aquí lo humano no es todavía lo expresivo, en el sentido en que lo es, una mirada o un gesto; lo humano aquí es desde luego lo que habla al hombre, pero sin parecérsele y sin decirle algo íntimo; se vincula a lo manual, a un proyecto pero aún no se conecta al sentimiento; anuncia un hombre real y actuante, pero no sus posibilidades humanas más profundas. (Mientras que lo humano que veremos más tarde revelado por la experiencia estética es, más acá de las empresas objetivas y de las técnicas humanas, algo por lo que el hombre es hombre.) La cosa natural es, por el contrario, inhumana, y en cierta medida algo salvaje: al igual que, en cuanto irregular, rechaza las miradas, también desecha ser cogida, y en ella no hay forma de descubrir ni ver un uso determinado. De esta inhumanidad, lo sublime –que desafía al hombre por su grandeza, como dice Kant, «comparado con lo cual todo es pequeño» es un aspecto posible; aunque puede ser también considerado como una amenaza, como algo indiferente o como un desorden: siempre como lo que no responde a la medida y al deseo del hombre. También podemos tomarlo como una prueba y pensamos por ello a veces fortalecernos en contacto con un objeto o un paisaje no domeñado ni mancillado por el hombre: el placer de las vacaciones, que se experimenta al salir de las ciudades donde todo está marcado por el hombre en exceso, es con frecuencia el placer de un retorno a lo original. Pero lo que hay que ver claramente aquí es que la diferencia entre la cosa y el objeto usual, entre un paisaje urbano y el Urwald , las áridas mesetas o la mar indómita, se nos presenta de golpe en la percepción. Y se ve acompañada por comportamientos diferentes: el objeto cultural es aquel para el cual es válida la famosa fórmula de Bergson: «Reconocer un objeto usual consiste sobre todo en saberse servir de él»; existe una norma de uso como existe una norma del objeto, porque el objeto está destinado al uso. Y es importante que esta norma, incluso aunque el objeto la proponga por su estructura y por el manejo que denota, haya debido o deba ser aprendida: el objeto de uso requiere un comportamiento social, ya que el aprendizaje es algo eminentemente social, pues el método del ensayo-error, de hecho, se reduce para el hombre casi a un procedimiento pasional y el autodidactismo no es más que un remedio para ir tirando. 10
El aprendizaje nos introduce en el mundo cultural donde el otro se halla presente a la vez en el objeto y en el uso que de él puede hacerse, es decir en el sentido que el objeto posee para nosotros. Pues ciertamente es el sentido lo que se nos da en esta sugestión de comportamiento, un sentido tanto más familiar cuanto más viva es esta sugestión y el comportamiento más asequible. Y quizás sea esta la razón por la cual la explicación científica tiende, según una célebre fórmula, hacia la construcción de un modelo mecánico, es decir hacia la sustitución por un objeto de uso de la cosa natural. Sin embargo, el objeto usual solicita menos la intelección que la acción: su familiaridad nos induce a una convivencia en la que la percepción se pierde en el gesto. No despierta la atención más que cuando plantea un problema, y se transforma de nuevo en cosa a nuestros ojos. Pues la cosa requiere un comportamiento diferente: lo inhumano que hay en ella nos desconcierta; las tendencias agresivas pueden despertarse para responder a esta presencia extraña, para reaccionar al desafío que lanza y para testimoniar de algún modo nuestro dominio; lo que sería considerado como vandalismo ante el objeto de uso, 11porque el uso está en el regulado, es aprendido y es de alguna manera oficial, no provoca aquí protesta alguna: los actos destructores, a los que siempre puede intentarse por otro lado psicoanalizar, son la expresión natural de una inevitable curiosidad despertada por una cosa de la que no se conoce el uso. Seguramente esta curiosidad puede también expresarse de otras formas; pero a menudo, en el centro de la sorpresa, se halla el deseo de tomar posesión de esta cosa rebelde a las normas, así como el afán por mantener a la fuerza alguna relación con ella; así es como la nieve nos invita a pisarla, la montaña a escalarla, el mar a sumergirnos en él: el placer por la nieve se origina sin duda de este poder que ejercemos sobre nosotros mismos al conseguir adaptarnos a un nuevo medio (lo cual es aún más sensible en la pesca submarina, donde el espectáculo de las profundidades es desde luego tan relevante y obsesivo como la presión física del agua) pero también nace del dominio que se ejerce sobre la cosa misma a la que obligamos a que nos sirva de medio de desplazamiento en vez de engullirnos. Sin duda, tal comportamiento frente al mundo natural es con frecuencia algo aprendido y puede institucionalizarse. En este caso su diferencia con el comportamiento frente al objeto de uso tiende a desaparecer; y el mundo natural tiende a su vez a «domesticarse». En el fondo, el mundo natural es ya cultural de alguna manera, por la tradición social del turismo y también por el «sentimiento de la naturaleza» que es en sí mismo cultura. Pero no obstante, queda algo extraño, rebelde, que nos provoca siempre una especie de prueba.
b ) Objeto estético y naturaleza
La obra de arte se halla en este mundo de objetos donde se mezclan de manera inexplicable lo natural y lo cultural, la cosa y el objeto fabricado. Confrontémosla primeramente con las cosas, las cosas inhumanas que surgen y desaparecen al dictado del azar al cual el hombre no controla. Pero esto ¿para qué? ¿Acaso no es evidente que la obra es un objeto humano? ¡Tengamos paciencia! El objeto estético no desautoriza a la naturaleza, incluso llega a conectarse estrechamente con ella, como la iglesia que se halla enclavada en el centro de un pueblecito, o la fuente que está en un jardín; de la misma manera una escollera es bella cuando rodea y prolonga con exactitud las orillas de la desembocadura de un río, y las carreteras o los viaductos son calificados como trabajos de arte por la manera en que aprovechan y acusan las líneas del paisaje; se puede hablar de «genio» en estos casos. Sin duda este argumento está sujeto a sospechas diversas; pues puede decirse que la naturaleza, cuando se halla «marcada» por la obra o el trabajo de arte, ya no es simplemente naturaleza: veremos que en estos casos queda estetizada y entra a formar parte de la órbita del arte. No podemos eludir tampoco la diferencia entre obra de arte y trabajo de arte: la primera supone una naturaleza ya dominada, la población ya construida, el jardín ya roturado; y sobre todo transforma de la naturaleza lo que es susceptible de ser estetizado y puede aparecer por sí mismo como estético, como puede ser la calidad de la luz, el color del cielo tal como puede captarlo la acuarela, o el dibujo de las formas; así el pintor de vidrieras, conectando la trasparencia del cristal a la luz del lugar, hace estética con elementos estéticos. Mientras que el ingeniero violenta la naturaleza para realizar un proyecto abstracto, y no suele tener en cuenta, en este combate que mantiene contra los obstáculos, el aspecto sensible de las cosas; ha debido ceder a la naturaleza para vencerla, la cual, en la medida en que es ella misma estética, estetiza su obra. Sin embargo, estetizada o estetizante, la naturaleza, cuando se alía con el arte guarda su carácter de naturaleza y lo comunica al arte: es la faceta que desafía al hombre y que manifiesta una insondable alteridad.
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