Mikel Dufrenne - Fenomenología de la experiencia estética

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En este estudio, Mikel Dufrenne desarrolla una crítica de la experiencia estética. Centrándose en «el sentido» propio y «las condiciones» que hacen posible la experiencia del sujeto contemplador, Dufrenne perfila la noción de objeto estético, fenomenológicamente entendido, en relación a la obra de arte. Para introducirse en el estudio de la experiencia estética, aborda la organización objetiva de la obra de arte, como totalidad estructurada y potencial instauradora de sentido. Por otro lado, partiendo de un estudio sobre la obra musical y de otro sobre la pictórica, propone un perfil general de la estructura de la obra de arte. De este modo, se va desvelando la clave metodológica: a partir de la descripción fenomenológica, desarrolla un análisis trascendental, para abordar finalmente el ámbito de lo propiamente ontológico. A su vez, considera que la experiencia estética supone el mantenimiento, por parte del sujeto, de una determinada actitud estética.

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1.º Lo que hay de verdad: el presentimiento de la noción de ley en la noción de causa concebida primeramente antropomórficamente, como lo muestra Comte; 2.º Lo que hay de juego respecto al mal, la emoción puede ser la forma extrema, y 3.º Lo que hay de metáfora, aunque esto pueda ser menos engañoso, pero que se justifica por la experiencia que fundamenta todo animismo, a saber, que las cosas pueden, como los rostros o los comportamientos, poseer una expresión. Volveremos ampliamente sobre esta noción de expresión; bástenos decir que en ningún caso la expresividad borra los caracteres, a los que se acumula, de la cosa como distinta de lo viviente.

El objeto estético no puede confundirse con lo viviente subrayado así: es tan evidente respecto de una pintura o de un monumento que no nos atrevemos ni a decirlo; pero sí que conviene subrayarlo de aquellos objetos que para su «aparecer» necesitan recurrir al hombre, al cuerpo humano. ¿No está acaso la danza en el bailarín? ¿Seguirá siendo danza si el bailarín fuese un robot o una marioneta, como soñaba Gordon Craig que un día sería el actor de teatro, siendo el director de escena realmente el rey de la situación? Detengámonos en este ejemplo. Es cierto que no hay danza sin bailarín. Puede hacerse que las cosas bailen, como Charlot hacía con los panecillos de La quimera del oro , pero esto no sería danza más que en la medida en que imaginemos, aquí, un bailarín del cual los panecillos fuesen los pies; y únicamente se trata de una metáfora cuando, por ejemplo un film hace danzar en la pantalla manchas de colores. 2Pero el ballet en sí mismo, en tanto que no existe más que en la imaginación del coreógrafo-autor que no puede conferirle la misma existencia que a la obra teatral confiere el papel sobre la que está escrita, no es todavía objeto estético. Además, las virtudes de la danza son las virtudes del bailarín: no habrá gracia alguna si el danzante no la posee, ni nobleza si el no es noble, ni entusiasmo si el no lo está; «es imperdonable que una danzarina sea fea» decía Théophile Gautier. Más aún, puede afirmarse que la danza no es otra cosa que la apoteosis del cuerpo humano, el triunfo de la vida; para imaginar una danza macabra hay que resucitar los esqueletos; ¡y la Muerte que regía el juego macabro en La table ronde estaba encarnada por un espléndido vivo! Así el objeto estético que se nos ofrece está integrado por seres vivientes, y además está preparado de tal forma que nos da una imagen patente de la vida: cada movimiento del bailarín es como una afirmación vital, la exhibición de las potencias de la vida que se despliegan según la duración que les es propia. Pero si la danza da una imagen de la vida es porque ella misma no es la vida; los vivos que emplea están a su servicio, ellos le prestan su calidad de vivientes para representar la vida, y la vida tratada estéticamente no es la vida sin más, como tampoco el bailarín es un viviente ordinario ni el actor Dullin es el Julio Cesar real. Y si el bailarín está al servicio de la danza, si trata de identificarse con ella, es porque es distinto de ella: la danza le es a él lo que el texto o el escenario es al actor o la partitura al músico. El espectador percibe la danza como realizándose a través del bailarín, del que no puede prescindir porque lo necesita imperiosamente, pero con el que no se identifica.

¿Qué es pues este objeto estético? ¿Una cosa, una idea, algo imaginario? Dejémonos guiar una vez más por la experiencia ingenua del espectador. Él va a ver un ballet: los personajes ejecutan una serie de movimientos siguiendo una música determinada, gesticulan sobre un fondo sonoro. ¿En esto consiste todo el espectáculo? No, desde luego. A través de los movimientos y de las formas el espectador percibe una cierta lógica; quizá la de una acción: el ballet lleva un título y con frecuencia narra una historia, la de Fedra, o Edipo, una fábula, un cuento. Sobre el juego dinámico de los bailarines el espectador sigue esta historia como un relato que se le está presentando. ¿Es esto el ballet? Tampoco lo es totalmente. El espectador avisado se cuida de centrar todo su interés en la anécdota porque teme que esta eclipse la danza, reduciéndola a una pantomima; no juzgará el ballet teniendo en cuenta solo la historia, que de hecho es solamente un pretexto mucho menos importante todavía que el libreto para la ópera. Más bien juzga la acción en función del ballet y la valora por la manera como recurre a la expresión coreográfica y en la medida en que sirve a la causa de la danza.

La danza no se inmola en aras de lo que representa: sus movimientos y sus figuras se realizan como obedeciendo a otra lógica, que puede estar inspirada en la música, pero que tampoco es la de la música ni la del argumento narrativo; ya que el ballet sigue la música pero sin esclavizarse a ella: «El bailarín danza sobre la música como sobre un tapiz», dijo Roland Manuel, y es notable que las grandes obras escritas para la danza, si toman la danza como pretexto, al punto que pueden muy bien ser ejecutadas por ellas mismas, aceptan en contrapartida que la danza las tome como pretexto (lo que sucede cuando lsadora Duncan baila «sobre» Schumann, o Janine Solane lo hace «sobre» Beethoven o Bach); una música que pretendiese dirigir y regular la danza como si fuese una marcha militar que marca el paso cadenciosamente, lo que hace es matar la danza en lugar de inspirarla. 3La lógica del desarrollo coreográfico es antes que nada una lógica especial de los movimientos corporales, pero sustentada por reglas como las del desarrollo musical (del que toma su terminología), y que como él puede desarrollar una estructura temática: así ocurre con el arabesco de los Wilis en el segundo acto de Giselle , o con los movimientos de elevación en Ícaro , para lo cual Lifar inventó ciertas posiciones, pues, como dice «fue necesario traducir coreográficamente el despegue y luego la caída del héroe, la desencarnación y el fin humano». 4

Este ejemplo muestra claramente lo que percibe el espectador: una cierta atmósfera a la que cooperan el argumento, la música y la coreografía, y que es como el alma del ballet; a esto es a la que apuntan los bailarines, y esto es el objeto estético tal como lo realizan. Esta atmósfera se hace sensible incluso en la danza pura, en la que la expresión no se halla sugerida ni reforzada por un argumento: la danza expresa siempre, incluso cuando no narra nada; es la gracia, la alegría, la inocencia encarnadas. Precisamente es en esta significación, más allá de toda representación, donde triunfa la danza, lenguaje absoluto que no dice nada más que a sí mismo. 5Por eso se distingue la danza de la pantomima, teatro sin palabras, y también de la acrobacia, a la que no puede bajo ninguna justificación reducirse la danza pura. Pues si la danza pura no significa más que a sí misma, al menos se significa y subordina la actividad del danzarín a este fin; mientras que el acróbata no tiene ante el público más responsabilidad que la de su propio cuerpo, del que exhibe sus maravillas. El bailarín entrega su cuerpo a la danza. Sus movimientos proceden como si obedeciesen a algún secreto impulso de las profundidades de sí mismo. El acróbata, por el contrario, emplea su cuerpo en acciones concretas, reguladas a menudo por algún objeto, cuerda, barra, anillas: debe salir airoso de sus proezas, alcanzar una meta y no se dedica a expresar algo; en el acróbata el cuerpo es cuerpo y no lenguaje.

Por apasionante que sea, un espectáculo semejante no constituye un objeto estético, diferenciándose en esto del ballet. El ballet Les Forains montado por Roland Petit subraya y ejemplifica esta diferencia: ciertos elementos, extraños quizá al ballet, concebidos en términos de danza dejan de ser acrobáticos. Hasta los ejercicios que se introducen en este caso no son medios de exhibir las potencialidades del cuerpo o el talento y agilidad de un individuo sino gestos que se vinculan a un conjunto y cooperan a una expresión. Cuando figuras puramente acrobáticas se integran como por casualidad y con precaución al ballet, como sucede en Le bal des blanchisseuses , adquieren allí un valor expresivo, comunicando por ejemplo alegría o preocupación, o «el desbordamiento de todos los sentidos», y sometiéndose así a la significación que anima el ballet. Y si ciertas figuras coreográficas se toman en préstamo de la acrobacia, lo que se busca es un efecto donde se pierde su carácter atlético:

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