Pero esta garantía es también un límite, donde va a surgir el carácter indeterminado del grupo, pues el público tiende a abrirse siempre más. De una parte, como la obra no es tal más que contemplada, no suscita desde luego normas que requieran y regulen una actividad determinada; la obra crea una participación, no una cooperación; en este sentido, la cohesión del grupo es precaria ya que no se desarrolla más que un contacto con el objeto. Por otra parte, la extensión del grupo es indefinida. La semejanza que encontremos tendrá rasgos tanto más indiferenciados cuanto que no se trata de una colaboración en una empresa común: no se define en función de una actividad que deba continuarse, sino de una percepción a experimentar en común. Definirlo como asociación de una percepción, no es más que definirlo de manera vaga, por ello todo el mundo puede entrar en el círculo de un público.
Sin embargo, ocurre que el público tiene la impresión de constituir una sociedad privilegiada a la que solo acceden los iniciados: especies de capillas o cenáculos; y quizá no conviene despreciar estas sectas, no solo porque el esnobismo, que no es otra cosa que la preocupación de convertir al público en una élite, puede servir para despertar el gusto, aunque sea a base de provocar escándalo, sino también porque es bajo esta forma, voluntariamente restringida y exclusiva, como el público toma conciencia de serlo. Es inevitable que el público sea restringido cuando la obra es reciente y no ha tenido tiempo de difundirse o cuando conserva un carácter esotérico y parece querer reservar su secreto. 24El público se siente entonces determinado y seleccionado por la obra; pero esta particularización de lo semejante, que es casi el cómplice, es un momento de una dialéctica que debe conducir a una universalidad concreta: es necesario que lo semejante comporte determinaciones singulares para que a medida que la noción se extienda, no se pierda en una abstracción formal; sí es conveniente que la idea de hombre atraviese la de ciudadano, como la idea de nación la de provincia; asumiendo contenidos concretos, la idea puede desarrollarse sin perder su substancia y el grupo puede dilatarse sin dejar de ser grupo. Y en efecto, a medida que la obra envejece su público se amplía tanto horizontal como verticalmente.
Verticalmente, en cuanto que las generaciones se relevan para montar guardia alrededor de la obra. Y vemos una vez más de qué tipo es el envejecimiento de la obra: estas generaciones, estas civilizaciones que ha atravesado, inmóvil, se acumulan en nosotros en la actualidad, y nos inscribimos en su estela continuando una tradición. No hay tradición que no transmita algo y a la vez toda tradición transmite el pasado: este es el oficio de la obra, propiamente histórico, dado que no solo testimonia el pasado del que surge, sino que también sirve de enlace, mediante toda una cadena de miradas, entre el pasado y el presente.
Horizontalmente, porque a medida que el tiempo transcurre su prestigio se acrecienta y el campo de influencia de la obra se amplía. Si Racine, que escribió para algunos cortesanos de Versalles, es hoy leído por toda la burguesía, no solo es porque la burguesía ha relevado a la aristocracia o porque el sistema de educación se ha democratizado; sino que es debido también a que estamos mejor preparados hoy para comprender a Racine. Una obra nueva es acogida con frecuencia indiferentemente, a veces con desprecio y hasta con cólera: son, todos ellos, signos de incomprensión que permiten a sus defensores el unirse y reconocerse. Pasado cierto tiempo, si la obra no ha desaparecido del mundo cultural, incluso aunque continúe siendo contestada, amplía su audiencia. Y lo que aquí nos interesa es que este público, a medida que crece, tiende a dejar de ser un público para confundirse con la humanidad, donde lo semejante se vincula a lo semejante más allá de la particularidad. Y esta metamorfosis del grupo tiene una doble significación, para el individuo llamado hacia la humanidad y para el grupo que se trasciende.
El hombre ante el objeto estético trasciende su singularidad y se abre al universo humano. Como el proletario para Comte o Marx, el hombre sin ataduras, liberado de los lazos y prejuicios que encadenan la conciencia, es capaz de encontrar en él la cualidad desnuda del hombre y de vincularse directamente con los otros en la comunidad estética. Lo que divide a los hombres son los conflictos en el plano vital, y por ello la lucha de las conciencias en Hegel es una lucha por la vida. Pero el objeto estético reúne a los hombres en un plano superior, donde, sin dejar de ser individualidades, se sienten solidarios. Nos gustaría decir que la contemplación estética es un acto social por esencia, como lo son, según Scheler, amar, obedecer o respetar. Se trata de un acto que comporta al menos una alusión a otro como a nuestro igual, ya que nos sentimos atraídos hacia él, apresados por él y, en cierto sentido, responsables de él. Incluso si la presencia implícita del otro no es la de un ser del que seamos responsables, al menos es la de un ser del que nos sentimos solidarios. Esta exigencia de reciprocidad que comporta la admiración estética, es uno de los sentidos de la universalidad formal del juicio del gusto según Kant. Así como el amor espera el amor en correspondencia, y la autoridad la obediencia, la admiración implica y solicita la admiración. Y mientras que la intersubjetividad fundada en experiencias originales como las de la simpatía o del amor no es aún sociabilidad, porque la relación de persona a persona no es una relación social. pues el otro se limita a ser el próximo, a la vez irreductiblemente distinto y unido a mí, el público es un grupo social porque la obra sirve de denominador común a las conciencias que se sienten semejantes. 25
Se ve así lo que es «la sociabilidad estética». Si retomamos los términos de Scheler, diremos que el público no es una «sociedad» porque no está vinculado a contratos y no se halla comprometido por intereses. Tampoco es una comunidad porque no hay una emanación de Erlebnisse colectivos emergentes de las conciencias individuales: es la identidad del objeto lo que asegura la identidad de las representaciones; no se trata de una conciencia colectiva sino de una conciencia ordenada a un objeto común. Convendría comparar el público a un «cosmos de personas espirituales», ciudad de los espíritus donde se manifiesta, fuera de todo lazo físico o contractual, una solidaridad espiritual. De este cosmos, el público no es quizás más que una forma degradada, pero al fin y al cabo forma suya, como en Kant la universalidad del juicio del gusto simboliza la realidad de una república de fines, que atestigua la parentela espiritual de los seres razonables. Y si es cierto que la comunidad de personas es la exigencia que anima toda estructura social real y el fin hacia el que esta tiende, si es cierto en otros términos que lo cerrado no se opone a lo abierto, sino que tiende siempre a abrirse como el individuo a identificarse con el hombre, podríamos decir que cada grupo tiende hacia la humanidad, y en ello encontraríamos el pensamiento profundo de Comte al igual que el de Kant. Y quizás la ampliación indefinida del público, de este grupo abierto que se define por su poder de convocatoria más que por su exclusividad, sea el mejor signo y el mejor instrumento de esta vocación humana. Al menos estamos aquí ya presentando la significación humanista de la experiencia estética. La verificaremos más tarde mostrando cómo la percepción estética mueve al espectador a realizar al hombre en el al mismo tiempo que le reconoce a su alrededor, en el público.
Una última observación: por extenso que sea el público, e incluso aunque tienda a identificarse con la humanidad, no se le puede confundir con la masa, con la comunidad viviente, porque la obra no puede ordenarse a esta comunidad más que a condición de aceptar y defender sus valores y de ponerse al servicio de otra causa distinta a la del arte. Ciertamente que ha existido un arte de masas; mejor dicho, que todo arte fue arte de masas hasta una época muy reciente porque en el fondo, lo hemos dicho ya, el arte acaba prácticamente de tomar conciencia de sí mismo: el arte por el arte es una idea nueva. Hasta entonces el artista se pone espontáneamente al servicio de la Weltanschauung propia de su comunidad, de su fe en las épocas saturadas por la creencia; la obra no posee exactamente un público pero la masa de fieles se reconoce en ella y acude a ella para instruirse en su fe: a la gran portada de la iglesia de Moissac, la Edad Media no acude para admirar el tímpano esculpido, sino que viene a venerar a Cristo tal y como aparecerá en el día del Juicio.
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