Mikel Dufrenne - Fenomenología de la experiencia estética

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En este estudio, Mikel Dufrenne desarrolla una crítica de la experiencia estética. Centrándose en «el sentido» propio y «las condiciones» que hacen posible la experiencia del sujeto contemplador, Dufrenne perfila la noción de objeto estético, fenomenológicamente entendido, en relación a la obra de arte. Para introducirse en el estudio de la experiencia estética, aborda la organización objetiva de la obra de arte, como totalidad estructurada y potencial instauradora de sentido. Por otro lado, partiendo de un estudio sobre la obra musical y de otro sobre la pictórica, propone un perfil general de la estructura de la obra de arte. De este modo, se va desvelando la clave metodológica: a partir de la descripción fenomenológica, desarrolla un análisis trascendental, para abordar finalmente el ámbito de lo propiamente ontológico. A su vez, considera que la experiencia estética supone el mantenimiento, por parte del sujeto, de una determinada actitud estética.

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Volveremos ampliamente sobre estos problemas, tanto de la percepción estética como de la naturaleza del mundo de la obra. Pero interesaba asegurarnos, ya desde ahora, de lo que la obra espera de su testigo: espera que cumpla con su misión. Ella se expande en él, pero a condición de que él, por su parte, desempeñe el rol que se le asigna. Con todo su ser la obra le prepara su labor; ya veremos cómo, por la organización estructural de lo sensible, dispone y prepara su propio cuerpo para una percepción adecuada. Al mismo tiempo que percibe, o en rigor si se trata de la novela a la vez que imagina, el testigo penetra en el mundo de la obra, no para obrar ni para ser sujeto receptor de acción alguna, sino para testimoniar, para que todo este mundo adquiera sentido en su presencia, para que se realicen las intenciones de la obra. Y es, una vez más, la obra la que, en ese mundo, le asigna una perspectiva, perspectiva física sobre un objeto o perspectiva espiritual sobre un cierto sentido, como la perspectiva del lector de una novela o del espectador teatral. Porque tal sentido se da en lo sensible, esta perspectiva espiritual puede estar cargada simbólicamente, sobre todo en las obras esencialmente visuales, junto con la perspectiva física que regula la percepción: el sentido del cuadro o de la escultura surge desde el enclave en que se ubica el espectador. Pero sin embargo, la presencia del mundo de la obra no puede confundirse con la presencia física de lo sensible que, al igual que ocurre en el concierto, puede ser relativamente indiferente; si nos encontramos «ante el» es para estar «con él». El Da del Dasein es un Da espiritual, pero no obstante, no deja de ser un Da ; no somos más que coexistentes con ese mundo de la obra que testimoniamos, no planeamos sobre él, sino que nos hallamos en él como lo estaríamos en otro: obedecemos al tiempo musical, esperamos que los personajes de la novela se revelen y no sabríamos qué es lo que se esconde detrás de todo ello. Y es que resulta que estamos al servicio de la obra y como «puestos» por ella, según dice el mismo É. Souriau, siendo siempre constantes espectadores.

La obra es, pues, quien lleva la iniciativa: lo que ella espera del espectador responde a lo que ella ha previsto para el. Y esto nos prohíbe todo subjetivismo. Lejos de que sea la obra la que está en nosotros, somos nosotros quienes estamos en ella. Ser testigo, implica no añadir nada a la obra, porque la obra se impone al espectador tan imperiosamente como al ejecutante. Sin duda, el público tiene también la libertad de interpretar la obra, comprendiéndola, hasta el punto que la significación de la obra y su densidad misma varían de acuerdo con lo que los diversos espectadores hallan en ella. Pero no hay que olvidar que es en ella donde lo descubren y no en ellos mismos para luego extrapolarlo a la obra. Hay que guardarse aquí de la teoría que mantiene que, dado que no conocemos más que nuestras propias representaciones y que no podemos comprender más que a nosotros mismos, la obra está en nosotros. Sin duda, no basta con que este psicologismo haya sido descubierto y puesto en claro por la teoría de la intencionalidad. Pues sigue siendo válido en un sentido, y lo verificaremos al estudiar el homo poeticus que descubrimos siempre en la obra y que se halla en el fondo de nosotros mismos.

Pero es necesario añadir que es la obra quien nos despierta, es ella la que desencadena en nosotros el juego de los recuerdos y de las asociaciones que en realidad deberíamos esforzarnos en reprimir en vez de fomentar, para permanecer fieles a la obra, pero es ella la que cristaliza el precipitado interior. Y si se enriquece y clarifica, en cada uno de nosotros es porque ella misma recurre a ello. Las ideas que sugiere, los sentimientos que despierta, las imágenes concretas – Ansichte , diría R. Ingarden– que alimentan estas significaciones varían según cada espectador, pero como perspectivas que convergen en un mismo punto, como intenciones que apuntan a un mismo objeto, como lenguajes que dicen la misma cosa: la identidad de la obra no se altera por ello, pues su contenido aparece y se refracta de manera diferente en distintas consciencias. De hecho, todos estos puntos de vista no hacen más que desplegar, deshojar sus posibilidades, «hacer moneda» el capital y la riqueza que posee. Se dirá, y es cierto, que ocurre lo mismo con cualquier objeto, que no se da nunca más que a base de Abschattungen , y que se despliega al infinito en una serie de enfoques diversos.

Pero la diferencia radica en que la verdad del objeto estético es a la vez más rica y más intransigentemente acaparadora, más rica porque no se trata solo de una realidad material que hay que dominar, sino de una expresión que debe aprehenderse, y más intransigente porque nos parece que esta verdad nos compromete y que depende de nosotros el asumirla.

II. LO QUE LA OBRA APORTA AL ESPECTADOR

La obra actúa sobre nosotros porque su verdad se nos hace presente desde el momento que nos hallamos ante ella, incluso aunque nosotros seamos incapaces de exponerla. Desearíamos ahora indicar dos modalidades de esta acción que se vinculan a la mera presencia, convergentes ambas hacia la fuerza que, convidando al hombre a ser testigo, desarrolla en él lo humano, al menos el aspecto de lo humano que se ejerce por la contemplación.

a ) El gusto

Principalmente forma el gusto. Conviene aclarar aquí dos concepciones del gusto. Generalmente el gusto expresa la subjetividad en lo que esta tiene de arbitrario e imperioso: en sus inclinaciones y preferencias; es un hecho que unos prefieren la música clásica a la música romántica, como también es un hecho que unos prefieren la carne «bien hecha» y otros el vino muy seco: non disputandum . Quizás un psicoanálisis existencial pudiese mostrar que cada una de estas elecciones expresa y confirma una única manera de ser en el mundo, la opción intemporal que sella mi destino: mis gustos, en este caso, son irreductibles porque participan en un mismo fondo irreductible, que es, en su base, mi naturaleza 21y el testimonio de mi finitud. Pero la subjetividad así entendida, incluso aunque solo se la defina como proyecto de un mundo, se reconoce de acuerdo con sus contenidos o en base a sus reacciones: se refiere principalmente a sí misma más bien que a un mundo. Así los gustos estéticos manifiestan la reacción de mi naturaleza al objeto estético; suponen que estamos más atentos a nosotros mismos que al objeto, y primordialmente atentos al placer personal, dado que se miden en relación al placer que hallamos en la experiencia estética, placer que no procede en igual medida del objeto estético que de nosotros mismos, o más bien de la conexión del objeto con nosotros, del sentimiento que experimentamos al confirmarse nuestro ser o de revelarnos a nosotros mismos. El juicio del gusto decide acerca de lo que preferimos en virtud de lo que somos.

Ahora bien, esta vuelta sobre nosotros mismos, aunque sea para interpretar el objeto estético, no es lo esencial de la experiencia estética. Alain lo sugiere al apuntar que el placer no es un ingrediente necesario de esta experiencia, y que lo bello despierta más bien el sentimiento de lo sublime. Lo sublime sería así, en un sentido un poco indirecto, el sentimiento de nuestra alienación en el objeto estético, el sacrificio de la subjetividad ante algo hacia lo que ella se trasciende y que la trasciende, en resumen, el sentimiento que surge cuando se renuncia a todo sentimiento, a toda vuelta sobre sí mismo, para entregarse al objeto: cuando la subjetividad se sublima; entonces la subjetividad es proyecto de mundo más que regreso a sí, es su singularidad en lugar de suponerla, se dedica a conocer en vez de preferir. Así es como interesa definir el gusto por oposición a los gustos. El gusto puede orientar los gustos, pero también ir contra ellos: quizá no nos guste una obra, pero somos capaces de apreciarla, de reconocerla. Dado que los gustos son determinados, el gusto no es exclusivo. Tener gusto es ser capaz de juzgar más allá de todos los prejuicios y de todas la decisiones fijadas. Este tipo de juicio acepta la universalidad, como ya lo vio Kant. ¿Por qué? Porque no requiere más que la atención al objeto y no una decisión: es la obra misma la que comparece y se juzga a sí misma. Nótese que en este tribunal el justo juez es el que deja que la verdad se desvele por sí misma mientras él se limita a pronunciar la sanción; es el acusado el que se condena (Hegel añade: es él quien exige el castigo precisamente para que sea reconocido su acto); juzgar correctamente, es pues abstenerse de juzgar en la medida en que el juicio pueda ser fruto de prejuicios o sea arbitrario; es preferir lo preferible solo porque se manifiesta como tal, sin formular una preferencia esforzándose en dejar a un lado las propias preferencias. Tener gusto es no tener gustos, por ello el buen gusto reside preferentemente más en la no elección que en la elección. Ciertamente puede inspirar una especie de jerarquía entre las obras, pero a condición de que sea la obra misma la que se declare menor o mayor y reivindique su propio lugar. 22Es de notar que el buen gusto sea claramente ecléctico, y sin mala conciencia. Consiste en especial en evitar las faltas de gusto, en no dejarse engañar por obras que no son válidas y que no lo son precisamente porque buscan exclusivamente el efecto, quieren impresionar, halagan la subjetividad –y lo que en ella hay de más vulnerable– para hacérsela favorable, como podemos constatar en el Grand-Guignol, en la poesía sentimental, en la pintura moralizadora o en la erotizante. El arte auténtico nos desvía de nosotros mismos y nos vuelve hacia él.

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