Mikel Dufrenne - Fenomenología de la experiencia estética

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En este estudio, Mikel Dufrenne desarrolla una crítica de la experiencia estética. Centrándose en «el sentido» propio y «las condiciones» que hacen posible la experiencia del sujeto contemplador, Dufrenne perfila la noción de objeto estético, fenomenológicamente entendido, en relación a la obra de arte. Para introducirse en el estudio de la experiencia estética, aborda la organización objetiva de la obra de arte, como totalidad estructurada y potencial instauradora de sentido. Por otro lado, partiendo de un estudio sobre la obra musical y de otro sobre la pictórica, propone un perfil general de la estructura de la obra de arte. De este modo, se va desvelando la clave metodológica: a partir de la descripción fenomenológica, desarrolla un análisis trascendental, para abordar finalmente el ámbito de lo propiamente ontológico. A su vez, considera que la experiencia estética supone el mantenimiento, por parte del sujeto, de una determinada actitud estética.

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En nosotros –escribe Lifar– la gracia y la elevación sustituyen a los records atléticos … Lo que diferencia el salto de un bailarín del acróbata es el famoso detenerse en el aire, el hecho de «tocar las bambalinas y quedarse allí», que evidentemente es un efecto óptico obtenido por medio de ciertos movimientos del torso o de los pies. 6

Incluso si el ballet –cuando su expresión no se halla particularizada por un argumento determinado, que por otra parte la motiva sin restringirla– no expresa más que la vida misma, se trata de la vida y no de lo viviente, y los vivientes son convocados solo para testimoniar en favor de la vida, «esta sustancia universal indestructible, esencia fluida igual a sí misma» como indicaba Hegel: la vida que lo viviente desautoriza cuando «se afirma como no resuelto en este universal», cuando persigue sus metas particulares y deja transparentar en su torpeza y sus dolencias la muerte que lleva en sí como el signo de su finitud; por el contrario el bailarín proclama la vida mediante sus movimientos, que son puro dinamismo, no particularizado por fin alguno, y que ninguna fatiga parece tampoco alterar. Pero precisamente, comunicando la vida, el bailarín renuncia a aparecer como un simple viviente. Renuncia a ello tanto al dar a sus movimientos un carácter de gratuidad, de fluidez y de totalidad que es la imagen de la vida corno universal, como al darles por el contrario, durante las poses mantenidas –en lo que se llaman actitudes o arabescos– o en los grupos compuestos con otros, un carácter escultural, iba a decir arquitectónico, que si parecen detener la duración es solo para hacernos sentir mejor el estremecimiento y el impulso posterior; pues la danza, como dice R. Bayer, si es un arte de síntesis, «sigue siendo sin embargo más ritmo que forma, menos plástica que musical»: 7lo plástico es en ella movimiento acumulado en sí mismo y promesa de dinamicidad. Pero en cualquier caso lo viviente va más allá de su particularidad. ¿Y no es acaso porque el bailarín se somete al ballet y se convierte en instrumento del objeto estético que él encarna? Este objeto que el espectador «lee» en el bailarín no es, en cuanto tal, lo viviente, como tampoco un cuadro se reduce a la pintura al óleo o un monumento a la piedra: lo viviente es el material del que el objeto está hecho y el órgano de ejecución gracias al cual aparece.

En las otras artes que requieren una ejecución, el material no es lo viviente en sí mismo, sino el sonido o la palabra, y lo viviente solo es el ejecutante: el objeto estético se confunde en estos casos todavía menos con lo viviente. No obstante, se podría encontrar una dificultad análoga a la que nos ha planteado la danza en el arte de la jardinería: ¿no es el objeto estético, en este caso, la vida vegetal? Cuando el invierno acaba por extinguir esta fuerza vital ¿qué es lo que queda del parque? Algo queda desde luego: una cierta estructura legible aún en la disposición de los macizos, de los parterres, de las alamedas, en los agrupamientos de árboles que rodean de alguna manera, en algunos centros neurálgicos, un estanque, un templete o una estatua. (Con mayor razón, cuando el parque rodea y enfatiza un monumento, subordinándose a él.) Esta estructura, que es propiamente la obra del arquitecto paisajista en oposición al mero jardinero, es al parque lo que el texto es al teatro o la partitura a la música. Cuando las hojas vuelven a crecer y se abren las flores nuevamente, puede decirse que la floración preparada y controlada por el jardinero ejecuta la obra de arte al mismo tiempo que le suministra –en conexión con el terreno mismo del que deben utilizarse y adaptarse sus accidentes propios– su material. El objeto estético no aparece plenamente más que cuando la obra es ejecutada, cuando la vegetación presta sus volúmenes y sus colores, pero no se reduce solo a esto. Cuando nos paseamos por un parque, percibimos una idea, sensible a la vista y que manifiesta una cierta expresión: nobleza y medida aquí, laxitud y capricho allá, intimidad y ternura en otro lugar; el objeto estético es siempre lenguaje, y, aunque utilice lo viviente para transmitirlo, esta función comunicativa impide que se le reduzca a lo viviente.

También dicha función le distingue de otros objetos, y en ello tendremos que insistir, pues así es como se precisarán sus rasgos específicos.

II. EL OBJETO ESTÉTICO Y LA COSA NATURAL

a ) La cosa y el objeto de uso

Entre los objetos opuestos en bloque a los seres vivientes, la percepción distingue espontáneamente las cosas naturales y los objetos artificiales, es decir aquellos que no llevan y los que sí que llevan la marca, la huella del hombre, un guijarro y un martillo, una rama y un bastón de mano, una casa y una cueva. Se dirá quizás que la distinción es menos evidente que entre cosas y seres vivientes; podemos efectivamente tratar la cosa como instrumento, servirnos de una piedra como martillo o refugiarnos en una cueva como en una casa; los primeros martillos fueron pedruscos y las primeras casas las cuevas. Ciertamente la inteligencia implícita ya en la percepción humana –y que no lo está en igual medida en la del mono de Koffka– puede presentir el utensilio en la cosa, y preparar de lejos esta técnica propiamente humana que recurre a los útiles (pues existe ya una técnica vital, y respecto a la cual no nos atreveríamos a hablar de inteligencia, que no inventa los útiles). 8Pero esto significa que adoptamos frente a la cosa el comportamiento que mantenemos ante los objetos de uso, sin que por ello la diferencia entre ambos se desvanezca: sorprendidos por la lluvia nos refugiamos en la cueva sin que la cueva se convierta por ello para nosotros en una casa; por el contrario sí que lo era para el troglodita, el cual acondicionándola, por muy someramente que fuese, y transportando allí sus dioses, la impregna de una humanidad visible; así es como la cosa se metamorfiza para integrarse al mundo cultural, como la rama que arrancamos y preparamos para hacer un bastón; también de esta manera se fundamenta la propiedad, pues la posesión humaniza ya el objeto: el perro es nuestro porque lo hemos amaestrado, el campo porque lo hemos rodeado por una cerca.

El objeto humano está al servicio del hombre; fabricado por el hombre y para el hombre, pertenece a alguien y puede convertirse en objeto de cambio; en este sentido –y es todo lo que queremos decir aquí– la propiedad se percibe de alguna manera en el objeto mismo. Pero es porque este objeto lleva inmediatamente ante mí la marca del hombre, por lo que a la vez se nos hace inmediatamente presente y sensible todo un mundo cultural. El objeto usual nos habla de un prójimo antes de que, por así decirlo, le conozcamos o le encontremos. 9Palpablemente indica la existencia de un facere que lo ha producido, mediante cierto rigor muestra un aire de finalidad; la cosa natural conlleva tal huella del azar del que es precario resultado, el objeto fabricado conlleva el cuño de la norma a la que ha sido sometido, que ha presidido su fabricación; un orden aparece en él, en la geometría de sus formas, en el equilibrio de sus proporciones, en la solidez de sus bases, un orden instituido por el hombre. Y que aparece como si fuese un mandamiento para la naturaleza, que violentase la anarquía del azar. El objeto ha sido hecho y puede ser deshecho y rehecho según este orden que le hace ser. Lo que de humano hay en él es principalmente esta ley que le regula en cuanto que ha regido su creación. Y esta ley expresa al mismo tiempo la posibilidad de un uso: el objeto se revela como hecho para ser utilizado; incluso aunque ignoremos dicho uso, como sucede con ciertos objetos que las excavaciones sacan a la luz, sabemos que ha sido concebido para ser utilizado, y que es posible poder redescubrir el comportamiento que justifica este objeto, utilizándolo. Existe, pues, una apariencia de finalidad en el objeto de uso, mas se trata de una finalidad externa, ya que no tiene su razón de ser en el mismo sino en el empleo que de él se haga. En fin, que este objeto es humano en la medida en que conlleva la huella de su uso, al igual que el lecho guarda las señales del cuerpo que allí ha descansado o el mango de una herramienta conserva el brillo cuando se ha desgastado largamente por el roce de las manos.

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