El objeto estético es también naturaleza –y esto concierne sobre todo a lo que representa; este aspecto lo desarrollaremos más tarde– en lo que tiene de incomprensible, carácter que las artes plásticas y las poéticas modernas han subrayado y explotado sistemáticamente; pero hasta el arte más fácil en apariencia mantiene algo de misterioso, de simple factum que se dirige más a la percepción que al entendimiento: desde el momento que queremos explicitar el contenido de la obra se revela en el algo insondable; cuando hemos enunciado el tema de un cuadro o el argumento de un poema, de hecho aún no hemos dicho nada; ¿y qué decir de la música o de un monumento? En este aspecto el objeto estético es como la cosa, e incluso más rebelde aún, pues cuando intentamos captar la cosa por su historia o su contexto, incluso si la búsqueda se remonta al infinito, tenemos la impresión de que no hay nada que buscar y que el conocimiento se reduce a la verdad de la percepción, mientras que no ocurre lo mismo con el objeto estético; más bien en este caso se trata de una presencia injustificada, o cuya justificación no se hace patente a la inteligencia; y sin embargo es una presencia imperiosa, porque la materialidad del objeto se halla aquí exaltada y porque lo sensible encuentra su apoteosis (ya veremos gracias a qué cuidados y a qué artificios). Por esto a los ojos de Heidegger la obra de arte produce a la vez un mundo y revela lo terrenal: «retiene y guarda la tierra incluso en la apertura de un mundo». 16
Pero lo sensible solo es materia porque está «informado»; las virtudes de la materia se hallan ligadas al rigor de la forma: la naturaleza queda aquí sobrepasada. Pues veremos extensamente que no se puede admitir, aunque sin volver a una psicología intelectualista, que la percepción relegue lo sensible al estado bruto, y que en el hecho estético, que es el «darse de la sensación en cuanto que sensación…, la sensación vuelva como dice Lévinas, a la impersonalidad de los elementos». 17El arte rehabilita lo sensible alterando o suprimiendo la figura del objeto al que, en la percepción ordinaria, lo sensible remite inmediatamente, más la descalificación del objeto no implica la renuncia a toda significación: siempre existe un sentido inmanente a lo sensible, y este sentido se incardina en la manifestación plena y necesaria de la forma.
Desde luego, la significación no es solamente la puesta a punto, ordenada, de lo sensible; esto es evidente en la obra literaria, e incluso en las artes plásticas (nosotros volveremos sobre este punto cuando confrontemos el objeto estético con el objeto significante). Pero al identificar aquí la forma de lo sensible con la significación (una significación que solo significa lo sensible) comprenderemos más fácilmente que en contrapartida la significación como sentido (explícito o presentido, inteligible o afectivo) pueda ser también forma, contrariamente a la idea que se tiene de la forma cuando se la opone tradicionalmente al fondo, olvidando la inmanencia del sentido en lo sensible. Tornaremos con frecuencia a esta noción central, e incluso en este capítulo tendremos la ocasión de ver cómo se van precisando los diversos aspectos de la forma; pues cada nueva determinación que se añade a lo sensible constituye una forma en relación a las determinaciones precedentes. Aquí la forma no es todavía más que la organización inmediata e inmediatamente percibida de lo sensible (el análisis objetivo de la obra nos mostrará más tarde los esquemas que presiden esta organización).
El objeto estético es aquel en el que la materia solo permanece en el caso en que la forma no se pierda. Los pintores saben muy bien que los colores solo adquieren su real intensidad al relacionarse en el conjunto que componen y que se apagan si se mutila dicha forma cromática. Las palabras adquieren toda su fuerza y también su riqueza de sentido, en la ordenación rigurosa del poema donde ocupan su parte como el violín en la orquesta, y donde a veces, debido a un encabalgamiento a una ruptura sintáctica, resuenen como un golpe de címbalo. El sonido no es plenamente sonido, manteniéndose en el límite del ruido, como puede constatarse en los instrumentos de metal y en el conjunto orquestal, más que por la forma melódica que no deja de estar presente ni cuando se interrumpe la melodía o queda reducida a su puro esquema rítmico. El equilibrio de la piedra solo convence a la mirada si dicha piedra está perfectamente en su lugar y asume visiblemente su función, que radica en resistir a la gravedad a la vez que obedece a su ley. Ciertamente, existe a veces en la arquitectura un deseo de no reconocer tal obediencia y de motivar una ilusión: entonces, a la vez que parece que la gravedad allí no cuenta, se disimula la naturaleza misma de la piedra, se la reduce a ser un festón, una puntilla o un astrágalo; se camufla la estructura bajo el ornamento, la forma bajo la frondosidad de las formas: así ocurre en el gótico flamígero y en el gótico anglosajón. Lo que salva a estas empresas es que el abigarramiento de las formas constituye a su vez una forma: el ojo capta una ley oculta en esta confusión, una simetría y una regularidad que se apuntan y que sustituyen en el orden mecánico de la gravedad mediante un orden geométrico; siempre se trata, incluso en la proliferación del arte simbólico, de la belleza abstracta de la que habla Hegel. Y el ornamento nos advierte que la forma no está destinada al uso sino a la contemplación. En el fondo el apogeo de lo sensible no hace más que marcar la expansión de la forma.
Lo sensible aparece por la forma, pero a su vez hace que la forma aparezca, entiéndase aquí que la forma es aquello gracias a lo cual lo sensible es naturaleza, esta necesidad le es interior, y no exterior como lo es la necesidad que rige el objeto usual y que es la necesidad lógica del uso, inmediatamente captada por el cuerpo. Cuando Hegel intenta «separar el elemento formativo de la realidad sensible y exterior», 18es decir la forma caracterizada por la regularidad, la simetría y el equilibrio, y lo sensible caracterizado por su pureza, para buscar una doble determinación, en ambos casos abstracta, de la unidad, que permanezca ella misma como abstracta, porque la unidad es algo simplemente percibido y que aún no está habitado por un sentido, el mismo Hegel reconoce que «se trata de abstracciones muertas y de una unidad que no tiene nada de real». 19
Sin duda, estas abstracciones toman sentido si consideramos la operación estética y sobre todo la reflexión sobre esta operación, pues el tratamiento de la materia puede distinguirse de la elaboración de la forma. Pero si se considera el objeto percibido, la unidad de lo sensible como materia y de la forma es realmente indescomponible. La forma es forma, no solo cuando une lo sensible, sino también cuando le da su esplendor; es una virtud de lo sensible: la forma de la música es la armonización de los sonidos, con los elementos rítmicos que ello comporta; la forma de un cuadro no es solamente el dibujo, sino el juego de colores que subrayan y con frecuencia constituyen el dibujo. Y a condición de que no se separe la forma de lo sensible retomaremos los análisis de J. Hersch, subrayando la exterioridad y la plenitud que la forma confiere al objeto estético, promoviendo «la existencia artística como tal». 20
Por la forma el objeto estético deja de existir como medio de reproducción de un objeto real, y existe por sí mismo; su verdad no está fuera de él, en algo real que el imite sino en el mismo. Esta suficiencia ontológica que la forma otorga a lo sensible unificándolo nos permite afirmar que el objeto estético es naturaleza. Lo sensible fijado, informado, animado, convertido finalmente en objeto, constituye una naturaleza que posee el poder anónimo y ciego de la Naturaleza. El objeto estético está ahí, y lo primero que solicita de nosotros es la aceptación de su presencia, no por la náusea, sino por la alegría, como tendremos ocasión de ver más tarde.
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