Así el objeto estético es naturaleza por este poder de lo sensible en él, pero a su vez lo sensible solo tiene poder por la forma que es, en sí misma, forma de lo sensible. Ahora bien, esta forma viene impuesta al objeto por el arte de quien lo crea: paradójicamente el objeto estético es natural por ser artificial. Y en consecuencia deberá ser confrontado ahora con el objeto artificial.
III. EL OBJETO ESTÉTICO Y EL OBJETO USUAL
Tras lo dicho, se supone ya que el objeto estético no puede identificarse con el objeto de uso corriente. No apela al gesto que lo utiliza sino a la percepción que lo contempla. En relación con los imperativos que impone la necesidad, parece mostrarse como absolutamente gratuito: el cuadro no añade nada a la solidez de la pared, el sillón puede ser confortable sin ser bello, el poema no nos instruye de aquello que solicita en el mundo nuestra actividad. El arte ha podido así, en ciertas épocas, ser considerado como algo superfluo, reservado a una clase ociosa, un lujo ajeno a cuantos se ven ubicados en medio de un universo de utensilios debido al trabajo. En este sentido, para el arte, ver, oír o leer son conductas desinteresadas que parecen dedicadas a la mayor gloria de la percepción, sin que a ello siga resultado alguno. El objeto estético no promete nada, ni amenaza ni adula; no tiene poder sobre nosotros a no ser la atracción que ejerce y a la que podemos siempre escapar, y recíprocamente tampoco tenemos poder sobre él, a no ser que nos zafemos de su presencia o lo destruyamos, y sabemos que estos comportamientos no son lícitos: el objeto se nos presenta cargado con una tradición que nos prohíbe destruirlo y que nos invita a prestarle atención, y no podemos convertirnos en vándalos, sin que ello suponga una degeneración. De hecho, el objeto estético está ahí, simplemente, ante nosotros y solo espera que le rindamos el homenaje de nuestra percepción.
Sin embargo, ¿acaso el objeto usual no puede también ser estético y, a la inversa, el objeto estético servir también para ciertas funciones de utilidad?
a ) La utilidad
Existen aquí ciertos equívocos que deben disiparse. Ciertamente el objeto usual, como cualquier otro objeto, puede ser percibido estéticamente y ser juzgado como bello. Será tal si manifiesta la plenitud del ser que le ha correspondido, si responde al uso para el que se le ha destinado y si expresa por su apariencia que efectivamente responde a ello: como la reja de un arado, una locomotora o un hórreo. Pero tales objetos no son esencialmente estéticos, únicamente lo son por añadidura, sin solicitar la mirada que los estetice. Sin embargo, ciertos objetos de uso sí que solicitan tal mirada: sin renunciar a ser útiles, por la manera en que están ordenados o decorados buscan agradar. Las artes menores (y, sin duda, este término encierra una significación axiológica) ofrecen aquí gran número de ejemplos.
Dos cuestiones se plantean al respecto. ¿En qué medida estos objetos logran agradar? Se trata de una cuestión de gusto, según nos agrade o no la ornamentación, según se acepte o no que pueda sobrecargarse el objeto hasta camuflar a veces su destino práctico. Y desde un punto de vista más objetivo, ¿en qué medida deben ser considerados obras de arte, es decir como objetos esencialmente estéticos? Estamos en presencia de esos casos límite con los que no queremos sobrecargar nuestro estudio. Pero al menos podemos asegurar: 1.ºQue en tales objetos la calidad estética no se mida por su utilidad: el más hermoso jarrón no tiene por qué ser el menos poroso, ni el sillón más bello el más confortable; 2.ºQue si el objeto es primeramente estético y solo es útil por añadidura, el uso que eventualmente hagamos de él no debe alejarnos enteramente de la percepción estética, o al menos el objeto debe recordarnos, de alguna manera, que es estético no permitiéndonos confundirlo con un objeto de uso cualquiera.
Vamos a verificarlo, tomando como ejemplo el arte más impresionante: la arquitectura. Es indiscutible que cualquier edificio es útil, se trate de una choza o de un palacio, hórreo o templo. Mas ¿es en razón de su utilidad por lo que deviene objeto estético? Precisemos: como cualquier cosa en la naturaleza, puede ser estetizado; pero entonces al margen de que dependa de nosotros, esta metamorfosis depende prioritariamente de su contexto más que de el mismo: una choza atrae la mirada del artista por la armonía que forma con las flores semisalvajes, con la hondonada de un valle la sombra de una encina; agrada en cuanto elemento de la naturaleza y no por lo que es en sí misma. Pero ¿qué ocurre cuando se trata de un monumento, de una obra consagrada y que reivindica el ser objeto estético? Seguramente que además de ello habrá sido construido con algún fin ceremonial, de habitación o de culto al cual conviene que satisfaga; y esto no carece de importancia; la arquitectura encuentra aquí, junto a las leyes naturales de la gravedad y de los materiales, una de las restricciones sin las cuales no existe arte alguno, pues nada se hace donde todo es posible; las reglas que el poeta se dicta a sí mismo, la arquitectura las recibe de su cliente.
Pero la utilidad no basta para suscitar una obra auténtica: de dos iglesias que abriguen igualmente a los fieles y les faciliten el mismo recogimiento, una puede ser estéticamente defectuosa. Es necesario, una vez más, que la obra anuncie a la mirada, sin equívocos, su destino: «que hable claro», como dice Eupalinos; esto es lo que sucede con ciertos edificios, y también con esas carreteras de las que se dice que parecen trepar por la montaría, como si el movimiento al que invitan y que hacen más fácil estuviese en ellas, o con esos diques tan bien hermanados con el estuario del río y que defienden la calma de la bahía: «¡Qué claridad se experimenta ante la fuerza del espíritu! ¡Pero, añade Eupalinos, coloquemos por encima solamente los edificios del arte!»
Y es aquí donde Valéry se distancia de Alain: los objetos naturalmente bellos porque el uso al que se les destina les fuerza a armonizar con la naturaleza, porque lo usual en ellos se hace natural, pueden, como quiere Alain, servir de modelos a las obras de arte: «En el norte de Italia está claro que los palacios imitan a las chozas, con sus pérgolas, sus columnatas y su ansia de sombras». 21Mas no por ello son ya obras de arte: no basta que se limiten a cumplir su función. Es además necesario, como dice Valéry, que «canten». La música aquí anula las palabras: ¿qué dice la pirámide? ¿Expresa lo que encierra en sí misma? ¿Qué dice el Partenón? El templo abriga la divinidad; pero el Dios de Hegel viene tras el templo; y es importante constatar que Eupalinos en el momento de explicitar su canto se oculta, dispuesto a ser relevado más tarde por Sócrates, y que una teoría del hacer viene a sustituir a la descripción del hecho. Esta ruptura nos advierte, quizás, que el objeto estético es aquel que nos remite al artista tal como él se expresa a su través. Pero intentemos antes que nada decir en qué aspecto la obra de arte desborda al mero objeto útil y puede «cantar».
El edificio que desarrolla un claro lenguaje aunque sea por un momento (el tiempo durante el cual escuchamos) es percibido estéticamente. Es ahí donde puede subrayarse la diferencia entre un trabajo artístico y una auténtica obra de arte, es decir entre el edificio que «habla» y el edificio que «canta». 22Este lenguaje solo lo entenderemos a condición de que suspendamos toda acción, pero manteniendo frente al objeto un lugar privilegiado, como si se tratase de un cuadro: en cuanto nos hallamos en plena carretera ya no es ella la que parece trepar por la pendiente sino nosotros; cuando atravesamos un puente no admiramos su curvatura; y la casa rústica solo es bella desde fuera y de acuerdo con una cierta perspectiva que le hermana con el jardín y con los campos circundantes: todos estos objetos tan próximos a la naturaleza son estetizados, como también lo es la misma naturaleza, por una mirada capaz de fijarlos y recomponerlos como en un cuadro y que se mantiene distanciada y frente a ellos al igual que ante un cuadro. Por el contrario, la obra de arte arquitectónica, al invitarnos a ser sus espectadores, nos autoriza a que lo seamos por completo: el objeto es estético de parte a parte, y tendremos que verificarlo mediante un paseo que nos conducirá de sorpresa en sorpresa, sin que estas acaben totalmente, ya que, como dice Alain «el monumento se abre cuando uno avanza y se cierra cuando nos detenemos». 23El poder del objeto estético es de tal índole que arrastra al espectador a una especie de danza decantada a la contemplación; danza musical, conforme a la melodía que cada nueva perspectiva no deja de interpretar sin que nada la detenga. 24Y hay más, si dejamos de ser meros espectadores y utilizamos la edificación en lugar de limitarnos a contemplarla, su poder se impone también una vez más: lo que en ella hay de estético se nos impone a través del cuidado que ponemos en lo que hacemos y, si pudiésemos decirlo, nos estetiza a nosotros mismos.
Читать дальше