Mikel Dufrenne - Fenomenología de la experiencia estética

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En este estudio, Mikel Dufrenne desarrolla una crítica de la experiencia estética. Centrándose en «el sentido» propio y «las condiciones» que hacen posible la experiencia del sujeto contemplador, Dufrenne perfila la noción de objeto estético, fenomenológicamente entendido, en relación a la obra de arte. Para introducirse en el estudio de la experiencia estética, aborda la organización objetiva de la obra de arte, como totalidad estructurada y potencial instauradora de sentido. Por otro lado, partiendo de un estudio sobre la obra musical y de otro sobre la pictórica, propone un perfil general de la estructura de la obra de arte. De este modo, se va desvelando la clave metodológica: a partir de la descripción fenomenológica, desarrolla un análisis trascendental, para abordar finalmente el ámbito de lo propiamente ontológico. A su vez, considera que la experiencia estética supone el mantenimiento, por parte del sujeto, de una determinada actitud estética.

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Aquí conviene colocar aparte a las obras cuyo material sensible es tal que después de haber sido tratado una primera vez por el artista, puede serlo mecánicamente, 18con el fin de conseguir así una reproducción que sea una copia perfecta; como sucede con las artes del grabado, en las que el dibujo está hecho para ser reproducido, al igual que en la cerámica o la porcelana, aunque cueste reconocer que las tazas de un servicio de Sèvres sean tan solo la reproducción de una taza original. Algo semejante ocurre con las artes de la madera, en las que la reproducción no se realiza mecánicamente, pero donde la parte del trabajo artesanal, y por tanto imitable, es tal que la imitación puede ser perfecta: si la copia de un mueble de estilo es excelente, esta copia es un objeto estético que merece la misma atención que el original, y solo por razones no estéticas un posible coleccionista de arte le negará el mismo valor mercantil. 19Análogo es el caso del mármol que luego se reproduce en bronce: el vaciado hace que aparezca un objeto estético creado nuevamente, y que, de hecho, obtiene este estatuto debido a lo poco que difiere del modelo, ya que la técnica del vaciado, que asegura la semejanza, deja sin embargo un margen a la iniciativa del cincelador, cuyo trabajo añade al bronce el carácter de una obra única; añadamos que la materia, por la que el vaciado se distingue de la simple escayola o de una mera maqueta, contribuye a dar al objeto la consistencia de una obra de arte por sus cualidades propias de resistencia y de ductilidad a la lima. Aquí puede decirse que la reproducción es, en su límite, la obra misma.

Menos exacto sería todo esto de referirlo a un arreglo para piano de una obra para orquesta (se trataría de una reducción), aunque ello suponga el concurso, sino de un artista, al menos de un hombre de gusto capaz de discernir lo que puede o no sacrificar al transcribir, pero incapaz de inventar como pudiera hacerlo un compositor que reescribe, para orquesta, una composición para piano. No obstante, algo de lo sensible se conserva en el caso aquí analizado: la armonía. Lo mismo sucede con la reproducción en color de obras pictóricas, que es evidentemente superior, al menos cuando es buena, a la reproducción en blanco y negro, la cual (dejando a un lado el dibujo que es más estructural que sensible) solo conserva los valores, transponiéndolos. La reproducción en negro es a la reproducción en color lo que, para la escultura, es la foto en relación a la escayola (el bronce está aquí fuera de comparación) y, para la arquitectura, lo que es la foto en relación a la maqueta: 20se trata, una vez más, de hacer ver y no de concebir; pero lo sensible que propone la reproducción se halla doblemente empobrecido, a la vez, en el espacio y en su calidad, de manera que no podemos desarrollar en su entorno esta especie de danza ritual por la que, multiplicando las perspectivas, experimentamos materialmente el carácter inagotable del objeto, que es, en el objeto estético, el símbolo de una profundidad espiritual siempre, al menos, presentida. El arte de la reproducción trata así de fijar, por medio de sus innumerables facetas, lo más significativo o lo más evocador, de manera que nos enseña a ver a la vez que nos da algo a ver; la ingeniosidad que despliega para utilizar «artísticamente» los medios mecánicos de los que dispone compensa la impotencia de estos medios; en detrimento de la plenitud de lo sensible, nos aporta el carácter a la vez sorprendente y acabado: en mengua del timbre mantiene la melodía. En este sentido el fotógrafo, aquí, puede llamarse artista con el mismo derecho que el actor: no crea un objeto estético nuevo, 21pero, poniéndose al servicio del objeto que reproduce, debe mantenerse a su altura.

Así la reproducción hace algo más que darnos a conocer el objeto estético, aunque no sea esto por sí despreciable, ya que nos inicia, a base de mostrar y no de analizar. Mas precisamente en esto halla, más o menos rápidamente según los medios, su propio límite: la presencia que aporta no es la de la obra, y en consecuencia es menos valiosa y tiene menor precio que el original. 22En el actual estado de la técnica, para la mayor parte de las artes mayores, en particular la pintura y la arquitectura, e incluso en el caso de la danza, el teatro y la música cuando se registran sus ejecuciones, el destino de la reproducción evoca el de la reproducción mnemónica: el recuerdo nos da algo más que un saber del pasado, pero no nos facilita de hecho su radical actualidad viviente; oscila entre la reconstitución y la actualización; el recuerdo puro, el sueño que se presenta como un modo de saber, se pierde en la nada del inconsciente. La presencia de la pintura gracias a la fotografía, como la presencia de la música o del drama en la radio, es una presencia exangüe: presencia real, pero disminuida, en el primer caso, presencia quizá más plena, pero por sustitución, en el segundo, presencia siempre imperfecta, ante la que es necesario hacer un esfuerzo para hallarnos nosotros mismos presentes por completo, es decir de distinta manera como cuando se trata de la intelección o del gusto únicamente.

Existen, pues, avatares distintos para la obra en su aparecer, vinculados a los diferentes medios que se empleen para conseguir tal aparecer, bien sea mediante la ejecución o la reproducción. Su ser no se ve por ello afectado en la medida en que ya ha sido creado y que preexiste como una exigencia para quienes se dedican a producir o multiplicar su apariencia. Pero, como le es esencial el aparecer y el ser para nosotros, en tanto que solo aparezca a través de signos artificiales o por medio de ejecuciones inhábiles o reproducciones imperfectas, solamente disfrutará de una existencia empobrecida. Dicho de otra manera, la perfección es irremplazable: no hay una verdadera idea de la obra de arte (pueden darse, desde luego, ideas verdaderas acerca de ella), lo que hay es una percepción más o menos verdadera. El ser de la obra de arte no se ofrece sino es con su presencia sensible, que nos permite aprehenderla como objeto estético. Por ello es tan vulnerable y puede ser traicionada por cualquiera que traicione su apariencia. Su ser no se ve afectado por las vicisitudes de su existencia, como tampoco lo era el ser de los cien táleros; pero, a diferencia de los táleros, la obra necesita existir plenamente para ser conocida y convertirse en objeto estético. Y este es el motivo de que, al margen de su aparecer, y por ejemplo para aquellos que han de ejecutarla o reproducirla, el ser de la obra es el de una exigencia que puede suscitar infinitas interpretaciones, mientras que para aquellos a quienes se aparece, su ser es el de una presencia sensible, inagotable: un ser cuya realidad no puede ser puesta en cuestión, pero cuya verdad, al estar ligada a su aparecer, es inasible. Un ser para el cual el aparecer es una exigencia ya que no puede hallar de otro modo su verdad, mientras que para un objeto cualquiera es indiferente el presentarse de una u otra forma, ya que se tiene en principio una verdadera idea de él, dado que la percepción no lo es todo para él.

Pero si la obra de arte quiere y necesita aparecer, es precisamente a nosotros; si tiende a hacerse presente es porque estamos en su presencia. La ejecución tiene lugar siempre ante un espectador que participa en ella. Y puede afirmarse con todo rigor que el espectador es incluso ejecutante, y más aún, cuando se trata de lectura, es el único ejecutante; pues el lector es el que percibe y, al proferir sonidos, al pronunciar, se percibe a sí mismo. Se comprende así que el espectador se vea urgido por un deseo análogo al del ejecutante: debe ser fiel y dócil a la obra, y asimismo se entenderá que toda percepción estética implica un quehacer, una tarea. Podríamos entrar ahora a examinar estas cuestiones, pero se hará oportunamente en el capítulo siguiente, al estudiar la relación entre la obra y el espectador, aunque no abordaremos allí tampoco todavía el problema de la percepción estética propiamente dicha, sino que trataremos de la contribución que el espectador aporta a la obra, ubicándonos, una vez más, en el punto de vista del perceptum , y no del percipiens .

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