Este problema podría llevarnos muy lejos en la psicología de la creación, cosa que no es nuestro actual propósito; solo se tocará aquí para comprender cómo la obra se da a la percepción habitualmente y quizá nos ayude a ello el confrontar las dos formas de ejecución. Existe efectivamente entre ambas una diferencia y una semejanza. Cuando la ejecución se distingue de la creación, y aparece como su coronamiento, algo preexiste a la ejecución y le impone una ley: la obra existe ya, con una existencia abstracta, sin cuerpo sensible, pero real y suficientemente, imperiosa como para juzgar su ejecución. En el caso del pintor que ejecuta su cuadro, ¿qué es lo que preexiste a la ejecución? Subrayemos que el problema se plantea a todas las artes, incluso aquellas en las que la ejecución de la obra queda diferida: ¿cuándo empieza a existir la obra, antes de encarnarse y diluirse en lo sensible? Reencontramos aquí la idea de un objeto estético imaginario, ya dejado a un lado en nuestro examen. Pues si la obra existe antes de la ejecución creadora, es solo para el artista, y en imagen.
¿Quiere esto decir que el artista ve ya su obra como yo puedo ver a Pedro en la imagen fotográfica, o incluso como lo ve un soñador? No, ya que la ejecución tendría entonces otra apariencia distinta y no conocería los arrepentimientos o las vacilaciones. El creador no ve, siente: ¿qué es lo que siente? Una certeza, la evidencia de dar la medida de una tarea y de haberse arriesgado en un camino jalonado por sus obras precedentes; pero también un deseo de responder a una llamada: algo quiere existir; en ello ha pensado el artista desde hace tiempo, en términos de oficio, no se olvide, intraducibles para el profano, tanto por su referencia a algo personal como por su carácter técnico, ya que el artista se debate consigo mismo cuando piensa en colores, armonías o personajes. Este trabajo de meditación, como la gestación de la mujer, se esfuerza en fijar y en liberar: estamos ante algo que quiere ser, que desea existir. La obra que el artista lleva consigo, en este nivel, es ya una exigencia. Pero solo exigencia y además interior al creador; no es algo que pueda ver o imitar. Al prepararse para la ejecución, el artista se pone en estado de gracia y la exigencia que le embarga es la expresión de una cierta lógica interior: lógica de un cierto desarrollo técnico, de una cierta investigación propiamente estética, de una maduración espiritual; y todo ello se confunde en el artista y el artista es el que se confunde en ello: más profundamente que cualquier otro hombre, se hace haciendo y hace porque se hace a sí mismo.
Detengámonos aquí un instante: ¿esta lógica es ciertamente la de un desarrollo personal? Se objetará, en efecto, que el artista como hombre es a menudo desigual, a veces visiblemente inferior a su obra, hasta el punto que al conocerle nos admiramos de que sea el quien la haya realizado. Parece que el autor, cuyo acto creador estamos descubriendo, sea en realidad el autor fenomenológico que aparece en la obra para el público. Pero, ¿acaso no podemos afirmar que el autor real lleva en él, a veces sin saberlo, este otro autor igual a su obra, de manera que no solo la exigencia de la obra, sino su creación, se funda en él, a pesar suyo? Esto es lo que se afirma algunas veces del carácter inconsciente de la creación artística y que hallaría aquí su pleno sentido. Ciertamente, el inconsciente no es por sí creador, y el artista que crea sabe que crea; inmoviliza para su acción los resultados de un trabajo consciente y voluntario de hecho, mediante el cual adquirió un cierto oficio, una cierta habilidad, un cierto gusto, una cierta conciencia de los problemas estéticos, en pocas palabras, los instrumentos de la creación. Pero tras esto, por una especie de astucia de la razón estética, todo sucede como si fuese el arte el que se produjese o reflexionase a través de él. (Solo cuando los artistas han tenido conciencia de esto han rechazado el considerarse como artesanos y han creído, incluso, hallarse poseídos o malditos; pero no siempre son conscientes de ello, ni tampoco se dan cuenta de su propia inconsciencia.) Por este motivo el autor real no se parece necesariamente a su obra: es simplemente un cuerpo cualquiera al que basta ser un buen instrumento para el daimon que habita en él y que es el único capaz de esta maduración espiritual que permite la invención. Sus obras le siguen, pero designan lo que, en él, no es él; y antes de ser creadas, la exigencia en la que se encarnan es una exigencia que no procede de él. Sucede con frecuencia que el artista sienta una especie de llamada, y no sepa de dónde procede realmente: interior intimo meo . 11
Mas esto atestigua todavía mejor que, en este estadio, la obra no es más que exigencia, y necesita del artista como instrumento. Si su origen es inasignable, su contenido también es indeterminado y no se ha fijado en imágenes legibles. Todo está todavía por hacer, la ejecución es verdaderamente creación. Por eso la ejecución aquí posee ese aire que Alain ha descrito tan bien, y no puede compararse con la ejecución realizada por el especialista. La exigencia no se realiza, el deseo que brota no se satisface más que por un tránsito de lo irreal a lo real: no de una existencia abstracta a una existencia concreta, sino de la inexistencia a la existencia por medio de una creación que, de golpe, y al fin del proceso, da a la obra su existencia concreta. Esto explica que, en su actividad, la creación no puede apoyarse más que en ella misma, o mejor en su propio producto, en la obra a medida que se va bosquejando y entra en la existencia. A la meditación por la cual el artista concentra unas fuerzas y conjura una determinada llamada (meditación quizá ausente en el artista inconsciente, es decir, en el que la exigencia se produce sin que el mismo lo note ni la oiga), sucede el trabajo que solo esta meditación distingue del quehacer artesano.
Expresémonos de otra manera: ciertamente existe para el creador una realidad de proyecto, si entendemos por esto bien sea una planificación o un simple bosquejo; existe también un pensamiento que preside el hacer y que le precede. Pero ¿este pensamiento de la obra que hay que hacer es equivalente al pensamiento de la obra hecha? Si la expresión «que hay que hacer» indica una tarea, si este pensamiento es un programa de trabajo, el proyecto no puede en consecuencia darnos la clave de la obra, solo indica cómo está concebida la operación creadora por parte del autor. Sin embargo, este programa debe contener una promesa, está ordenado a la realización de una cierta «idea», que es precisamente la obra exigiendo su propia realización. Pero ¿qué significa esta idea y cuál es su estatus? Implica algo que quizá el propio Valéry no tuvo bastante en cuenta, se trata del hecho de que para el artista mismo existe un en-sí de la obra, un ser que el artista debe promover, una verdad que él debe manifestar y servir; el artista posee sin duda, cuando se halla inspirado incluso hasta una especie de posesión, el sentimiento de estar constreñido, de no tener más remedio que servir a la obra mediante un trabajo del que no puede prever el final; no es el quien quiere la obra, es la obra la que se quiere en él, quien de hecho le ha elegido, quizás a pesar suyo, para adueñarse de él y encarnarse, de manera que su proyecto no es más que el deseo y la voluntad de la obra en el mismo. 12
En este sentido, hay desde luego un ser de la obra para el artista mismo y anterior a su propio acto. Pero es conveniente añadir enseguida que este ser que nos es inaccesible, le es inaccesible a él también, de manera que tampoco el artista nos puede facilitar su acceso. La obra, antes de ser hecha por el artista, solo se le presenta como exigencia, no como idea que pueda pensarse. El artista solo puede pensar sus proyectos, y estos, incluso si son realmente tales, se presentarán más bien como bosquejos: no son la idea que madura en él, son intentos o ensayos que se multiplican, y la obra real brotará al fin. Cuando trabaja preparando sus planos, realizando sus esquemas, retomando su bosquejo, no está en trance de confrontar lo que hace con la idea de la obra, de la que él pudiera disponer previamente, sino que simplemente juzga lo que hace, y al sufrir cualquier decepción o cuando experimenta una especie de llamada, piensa: «aún no es esto», y vuelve a ponerse a trabajar; pero lo que pueda ser «eso» que busca, ni siquiera él lo sabe, y solo lo sabrá cuando la obra, terminada al fin, le dispense de todo ello y se haga patente; quizá, incluso entonces, tenga la impresión aún de no haber salido del paso y de que si se detiene ahí es más bien por fatiga o por impotencia, sin haber cumplido su misión; las obras ya realizadas solo le parecen entonces como etapas que le llevan hacia lo que le queda todavía por hacer y que si no lo ha hecho es porque no lo conoce. La única oportunidad que tiene de conocer la obra es la de descubrirla haciéndola; su único recurso es el «hacer», cuya recompensa será el «ver». 13
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