Mikel Dufrenne - Fenomenología de la experiencia estética

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En este estudio, Mikel Dufrenne desarrolla una crítica de la experiencia estética. Centrándose en «el sentido» propio y «las condiciones» que hacen posible la experiencia del sujeto contemplador, Dufrenne perfila la noción de objeto estético, fenomenológicamente entendido, en relación a la obra de arte. Para introducirse en el estudio de la experiencia estética, aborda la organización objetiva de la obra de arte, como totalidad estructurada y potencial instauradora de sentido. Por otro lado, partiendo de un estudio sobre la obra musical y de otro sobre la pictórica, propone un perfil general de la estructura de la obra de arte. De este modo, se va desvelando la clave metodológica: a partir de la descripción fenomenológica, desarrolla un análisis trascendental, para abordar finalmente el ámbito de lo propiamente ontológico. A su vez, considera que la experiencia estética supone el mantenimiento, por parte del sujeto, de una determinada actitud estética.

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Así, la obra es una exigencia infinita que exige una realización finita, y que se consuma cada vez que la obra nos es presentada con suficiente evidencia y rigor, sin notas discordantes, y cuando todo invita a que nuestra percepción salude en ella al objeto estético; la verdad de la obra que poseemos así es realmente la verdad que la obra impone y que se nos impone.

Esta trascendencia, si tiene un sentido es ante todo para el ejecutante; a pesar de que ejecute la obra imaginando una obra ya hecha o lea el texto imaginando lo representado. Al menos él debe ejecutarla realmente: la verdad de la obra es para él no algo dado sino una tarea. Y la virtud principal que se requiere al ejecutante es la docilidad. Los grandes directores de escena están totalmente de acuerdo en este punto 8y también los directores de orquesta. Docilidad difícil y que posee, desde luego, grados diversos. Difícil por múltiples razones que afectan tanto a la obra como al ejecutante. Por un lado, porque se exigen al ejecutante tal cúmulo de cualidades, relativas al virtuosismo y a la inteligencia, que no puede dejar de tomar conciencia de su importancia. Por otra parte, porque su contribución quizá no solo se limite a ser la propia de un ejecutante sino la de un artista: así ocurre con el pintor que diseña los decorados, el compositor que escribe la música de escena, el cineasta que elabora el fondo para el Cristóbal Colón de Claudel. 9Finalmente porque la obra, tal como sale de las manos del autor, le permite de hecho más amplia iniciativa. La ejecución aún debe inventarse, y la representación es una creación. De ahí proviene que el ejecutante esté tentado de tomarse a sí mismo como fin, en vez de considerar la obra como su fin. Y de todo esto proceden no solo ciertos errores de interpretación, respetables e interesantes cuando se originan más por exceso de celo que de presunción, como cuando hemos constatado que el papel de Bérénice se resiste a un intérprete (Baty) o el de Tartuffo a otro (Jouvet), y menos interesantes en el caso de que procedan de la incomprensión o de la torpeza, sino también lo que Goubier califica de herejías, dándonos múltiples ejemplos de ello. Pueden distinguirse aquí las herejías del colaborador que no quiere someterse a una disciplina, como puede ser el caso del libretista que intenta sacudirse el yugo de la misma, o del músico que desearía eclipsar la obra de teatro, y las herejías del ejecutante que se toma excesivas libertades con la obra, bien sea para hacer prevalecer su interpretación, o bien por convertirse en vedette : Sarah Bernhardt interpretó Fedra , aunque prefería a V. Sardou dado que su genio estallaba intentando salvar un texto mediocre más que sirviendo a un texto genial.

Acerca de este punto, sin desarrollarlo, querríamos introducir una distinción entre el actor de teatro y el actor de cine. Sabemos muy bien cuál es el prestigio de las estrellas de la pantalla, y que el público se siente hasta más atraído al cine por la vedette que por la película; contra esto además ya reaccionó el cine soviético primero y luego el cine italiano; hay que observar que las más grandes películas colocan antes el nombre del director que el del actor; se relega así al actor al papel de nuevo ejecutante, mientras que el autor… ¿quién es el autor? ¿El guionista, el director de escena o el montador? La cuestión no se plantea cuando las tres funciones son ejercidas por la misma persona; pero cuando se plantea debe zanjarse en beneficio del director, ya que el arte cinematográfico es un arte en el que la presentación es esencial, dado que no existe la representación, sino únicamente en cada sesión una reproducción mecánicamente obtenida; la ejecución tiene tanto más valor cuanto que solo tiene lugar una vez, y en consecuencia el director que la regula y dirige tiene la máxima importancia. Hay más: la obra impresiona más enérgicamente la vista toda vez que solo dispone de una simple pantalla para desplegarse; su aparecer se inscribe más exclusivamente aún, si cabe, en el ámbito de lo visual; los valores propios de la visión, en su expresividad, son aquí mucho más intensos: en la pantalla parece que nada nos es familiar, todo nos interroga y nos habla interrogándonos, un jarrón sobre un mueble puede contener el misterio y la elocuencia de un jarrón de Cézanne, lo que no ocurre en la escena (por ello el cine se ve forzado a inspirarse en la pintura, no solo por hallar en ella el color adecuado a cada detalle, sino también por sus valores propiamente pictóricos, como se ha podido constatar en la Kermesse heroica ). De aquí que la acción que represente la obra deba ser concebida en términos de imágenes y de movimiento y desarrollarse a un ritmo más rápido que el teatro: Huis clos es inconcebible en la pantalla. Generalmente puede afirmarse que la mejor obra de teatro transportada sin precauciones al cine, sin tener en cuenta las leyes propias de cada género, da como resultado un film prácticamente inexistente o que solo vale como un documental, como puro medio de reproducción y no como obra de arte. En el cine, incluso en el cine sonoro, el texto no es más que un pretexto: el verdadero autor es el director. 10De esta promoción el actor también se beneficia a su vez: hace algo más que decir un texto, se dice a sí mismo para ser contemplado en todos sus detalles; no puede retroceder ante su papel y por ello al final solo existe un solo papel, que es él mismo, y que continuará siéndolo, si damos crédito a la nueva hagiografía, en la vida cotidiana. En la pantalla, el carácter alucinante de su presencia, tanto más imperiosa al ser ficticia, le vuelve más admirable: es algo lejano, como un espejismo y convincente como un encantador. (A todo esto vienen a añadirse otras razones extrínsecas a la obra: el culto al actor responde a ciertas necesidades de compensación, al deseo de vivir por delegación una vida de prestigio: a la hipertrofia del ego en el artista responde una atrofia del ego del admirador…).

La diferencia del estatuto del actor de teatro y del actor de cine ayudará a descubrir gradaciones en la independencia del ejecutante, al menos en lo que se refiere a la docilidad que se le exige. Digámoslo de una vez: sería necesario distinguir entre el ejecutante que, propiamente, ejecuta, y aquellos que se asocian a la ejecución produciendo una obra que debe integrarse en la obra total y subordinarse al conjunto, pero que por sí misma no es una obra de arte susceptible de ser exhibida en cuanto tal; reservaremos este problema de la colaboración entre las artes para un tratamiento posterior. Además, entre los ejecutantes propiamente dichos, cuyo arte, por mucho respeto que se le deba, no es más que una técnica, convendría distinguir según estén más o menos estrechamente asociados a la obra y a su prestigio: en un lado se hallarían el contratista o promotor, los operarios que ejecutan los proyectos arquitectónicos, en el otro, un poco más allá del actor de cine, estaría el bailarín, que con frecuencia es el mismo coreógrafo, y que, en cualquier caso, es tanto más indispensable para la obra cuanto que no existen elementos sígnicos que lo conserven, solo existe en estado de proyecto o de tradición hasta que el bailarín le da la plenitud sin igual: su cuerpo triunfante es la materia más perfecta de lo sensible. Pero ¿qué decir de las artes en las que lo sensible no parece requerir en absoluto una ejecución?

II. LAS ARTES DONDE EL EJECUTANTE ES EL AUTOR

De hecho, todas las artes requieren una ejecución; el pintor realiza o ejecuta el retrato, el escultor el busto. La creación es aquí la ejecución, mientras que en las artes en las que la ejecución es distinta, no se emplea tal término para designar el acto creador: no decimos que el dramaturgo ejecuta su obra o el compositor una sonata. Sin embargo, en las artes donde la ejecución se confía a especialistas, acontece con frecuencia que el autor, para crear o controlar su creación, asume incluso el cuidado de la ejecución: Esquilo, Molière, Shakespeare suben ellos mismos a escena, Racine compone Mithridate recitando con un tal entusiasmo que los asistentes se inquietan; el músico compone al piano o dirige la orquesta que interpreta su obra, y el arquitecto se convierte, más de una vez, en promotor de la obra. Realmente nada reemplaza la enseñanza de la práctica, y la ejecución es para el creador a la vez la mejor fuente de inspiración y el mejor medio de control. Mas ¿puede seguir hablándose de ejecución, cuando esta coincide con la creación?

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