1 ...6 7 8 10 11 12 ...25 Tres meses después de la fundación del PNF, la Confederazione Italiana dei Sindacati Economici, fundada en Milán en noviembre de 1920 con declarada simpatía por el movimiento fascista, creaba en Bolonia la Confederazione Nazionale dei Sindacati Nazionali, dirigida por el sindicalista ferrarés Edmondo Rossoni. El nuevo sindicato tendría modo, así pues, de utilizar a su propio favor un instrumento de lucha que hasta entonces había sido fundamentalmente prerrogativa de las izquierdas en las pruebas de fuerza contra el patronato y contra la autoridad estatal: la huelga general. Italo Balbo y Leandro Arpinati pusieron a prueba al primer Gobierno de Luigi Facta con una huelga de jornaleros agrícolas, organizada en colaboración con el escuadrismo agrario, que paralizó entre el 12 y el 14 de mayo de 1922 la provincia de Ferrara, gracias a la cual pudieron sustraer a los sindicatos y a las asociaciones de izquierda los contratos de las obras públicas. Además, con otra prueba de fuerza que detuvo las actividades productivas del área boloñesa entre el 29 de mayo y el 2 de junio, consiguieron el traslado del prefecto Cesare Mori, el cual, hasta aquel momento, había impedido a los propietarios agrarios importar mano de obra de la zona de Ferrara y Módena, mano de obra que podía sustituir a la controlada por las asociaciones rojas y sus oficinas de empleo. Finalmente las huelgas y la revueltas armadas paralizaron la actividad de muchos centros ciudadanos que todavía estaban gobernados por juntas de izquierda y juntas populares y determinaron su disolución, como en Novara, Cremona, Bolonia, Rímini, Rávena y Viterbo.
El segundo Gobierno de Facta, reconstituido en agosto de 1922 con el voto contrario de socialistas, comunistas y fascistas, no pareció capaz de detener la violencia en el país ni de utilizar instrumentos militares ni prefecturas para restablecer el orden; tampoco los liberales, liderados aún por Giolitti, estaban convencidos de que fuese oportuno aceptar a exponentes fascistas para neutralizarlos y para reconducir el fascismo a la legalidad mediante la responsabilidad de gobierno. En septiembre de 1922 Mussolini hacía decaer una serie de preliminares institucionales del programa original del movimiento fascista, abandonando el republicanismo y prometiendo que, en caso de que llegase al gobierno, respetaría la monarquía y acabaría con la lucha de clases con vistas a la creación de una nación fuerte y unida, respetable en política exterior. Sin embargo, no se declaraba dispuesto a que exponentes del PNF ocupasen posiciones de segundo plano en un posible gobierno. Mientras tanto, el Partido Socialista sufría una segunda división: después del abandono de la fracción denominada terzinternazionalista con la fundación del Partido Comunista Italiano en enero de 1921, a principios de octubre de 1922 también los maximalistas y los reformistas se separaban, los segundos fundando el Partido Socialista Unitario. La escisión tuvo profundas repercusiones incluso en la Confederazione Generale del Lavoro (‘Confederación General del Trabajo’), que puso fin a su relación privilegiada con el Partido Socialista.
La situación resultó en seguida favorable a los fascistas para preparar una prueba de fuerza apta para conquistar el Gobierno del país. A mediados de octubre se organizó un mando político-militar, un cuadrumvirato, compuesto por Cesare De Vecchi, Emilio De Bono e Italo Balbo, responsables de la Milizia, y por el secretario nacional del PNF Michele Bianchi. El momento se presentó el 26 de octubre, cuando frente a la ingobernabilidad del país los ministros dieron su dimisión a Luigi Facta, esperando que llamase a la propia responsabilidad a los militares y sobre todo al soberano. Al rey Víctor Manuel III se le planteó la posibilidad de declarar el estado de sitio en la capital y de llamar a alrededor de tres mil militares para que la defendiesen del cuerpo de expedición fascista que se estaba reuniendo en Perugia. Los fascistas paralizaron a su paso ciudades y vías de comunicación entre el norte y el centro de Italia y establecieron tres puestos de avanzada a menos de cien kilómetros de Roma. Resultaban inferiores en número y menos armados y adiestrados que las tropas regulares, pero estaban provistos de una precisa estrategia: su Marcha sobre Roma iba acompañada de numerosas acciones armadas y violentas en centros menores. No se trató de un golpe de Estado, sino de la amenaza de llevarlo a cabo. El enfrentamiento frontal, que los fascistas no podían ganar contra el ejército en la capital, se intentó y se produjo en la periferia, privando de autoridad a los gobiernos locales y a los representantes del Gobierno central y desorientando a la opinión pública.
Durante mucho tiempo, la Marcha sobre Roma ha sido juzgada por muchos antifascistas como una farsa, y la estrategia de la violencia que se utilizó ha sido minimizada, por razones diferentes, tanto por la historiografía fascista como por la antifascista. Mussolini, con la reconstrucción que realizó a los diez años del evento, contribuyó a hacer que la Marcha no fuese considerada un golpe de Estado, sino el momento más alto de la movilización revolucionaria y fundadora del Estado fascista: una jugada genial de una más amplia estrategia política. Mussolini no participó; pero, en 1926, impuso, en número romanos, al lado del número en árabe de los años después de Cristo, el comienzo de la era fascista (EF): el 28 de octubre de 1922. En el décimo aniversario de la Marcha, en una famosa entrevista en la que aún mitificaba el evento, minusvaloró el papel que él había jugado en aquella ocasión: «Junto con los generales desarrollamos la Marcha en tres diagonales, aunque no la dirigí yo» (Ludwig: 51). Era la estrategia de las columnas de fuego ya adoptada en las provincias por los ras . Los observadores de entonces también minusvaloraron la importancia del episodio; tanto los antifascistas, como por ejemplo Emilio Lussu, que lo describió como una farsa que salió bien gracias a la complicidad del soberano, de los altos oficiales del ejército y de una parte de la clase política, como los simpatizantes atípicos y humorales, como por ejemplo el periodista Curzio Malaparte, que admiró la estrategia de la amenaza del golpe de Estado como medio para evitarlo: «Cuando el funcionamiento de la máquina insurreccional es perfecto [...], los accidentes son muy raros» (Malaparte: 133).
El interés por el 28 de octubre ha resurgido recientemente gracias a las reconstrucciones puntuales de algunos historiadores extranjeros, pero han sido sobre todo las investigaciones italianas las que han sabido encuadrar el octubre de 1922 en un más vasto cuadro interpretativo de la violencia política, revolucionaria y contrarrevolucionaria de la primera posguerra europea. Giulia Albanese ha subrayado que fue precisamente la Marcha sobre Roma la que hizo evidente,
una vez más, la fuerza de los fascistas, la incapacidad y la no voluntad del Estado a la hora de reaccionar y hacer valer algunos principios fundamentales de su existencia, como la libertad de prensa, la libertad de expresión y de asociación, pero también el monopolio de la fuerza (2006: VII).
La tarde del 28 de octubre el rey, después de haber consultado a sus más cercanos consejeros militares sobre la resistencia del ejército en caso de conflicto armado, prefirió, tal y como le permitía el estatuto, encargar la formación de un nuevo gobierno a Benito Mussolini, que prudentemente se hallaba en su sede de Milán a la espera de acontecimientos. Fue así como el fascismo reconoció en aquel acto y aquel día la fecha de su nacimiento como régimen político. Desde sus exordios, la historiografía antifascista ha preferido fechar el nacimiento en enero de 1925. Hoy por hoy los historiadores, ya fuera de las tradiciones historiográficas militantes, consideran que el primer Gobierno Mussolini representó indudablemente el comienzo de la dictadura en Italia y el final de las instituciones liberales, y que, y aquí está el interés y la actualidad de una reflexión seria sobre las fuentes, «un sistema institucional puede ser transformado sin que esto sea comprendido claramente por parte de quien asiste a las transformaciones», es decir, por sus contemporáneos (Albanese, 2006: X).
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