Fernanda Ballesteros - Segunda virginidad

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«Después de sus primeros escarceos sexuales, Isabela viaja, conoce, prueba un mundo que se abre en posibilidades. Sin embargo, la raigambre cultural no la abandona, la persigue. Su cuerpo es para la culpa. Su cuerpo juzgado, deseado, menospreciado. Su cuerpo que pareciera ser una entidad aparte de ella. Un satélite. Un cascarón que no le pertenece. En la lejanía, en la soledad y el acceso a la cultura, Isabela intenta calibrarse con su propia carne y despojarse en ese acto del discurso patriarcal que la gobierna.
Segunda virginidad es una novela ágil, valiente y necesaria. Su mensaje es libertario, radical». | Iván B. Rojo

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Isabela pone la cabeza boca abajo para que el agua caiga sólo en el pelo y no - фото 1

Isabela pone la cabeza boca abajo para que el agua caiga sólo en el pelo y no en el cuerpo. Está en la regadera de sus hermanos porque ese baño tiene la luz más blanca, más potente, con un espejo grande donde se reflejan mosaicos azules, un cuadro abstracto, cepillos de dientes e Isabela encorvada. Piel clara, medio rosita, una cavidad entre los senos le favorece el escote cuando está con la espalda recta, alza volcanes flácidos desde un centro hundido. Pero así, con los ojos hacia el vientre, Isabela ve cómo las dos tetas enflacan como respuesta a la gravedad, alargan los pezones hasta parecer tetas de vaca. Le da asco: el hueco se convierte en otra inseguridad mientras se esparce mascarilla humectante por las colgaduras mojadas de su cabeza.

Sebastián pasa por Isabela en la camioneta familiar sin asientos traseros y - фото 2

Sebastián pasa por Isabela en la camioneta familiar, sin asientos traseros, y la estaciona en un terreno baldío, en una calle con cuatro casas grandes y viejas, apartadas del carro con luces apagadas. Sebastián le quita la blusa, el corpiño, el pantalón, el calzón. Ella, seca, ignorante del instructivo básico, suelta su figura, maleable por las manos de él. Nadie le ha explicado, nunca ha visto alguna imagen del acto. Sebastián la cambia de lado, de pose, busca la manera de penetrar la vagina desértica. La toma de la cintura y la acomoda arriba de él para intentar acceder desde abajo, las rodillas de Isabela frotan la alfombra dura, el contrapeso ella lo pone entonces en las manos, brazos rígidos, dos columnas huesudas con la cara de Sebastián al centro, absorto en la operación. Isabela baja también la mirada y ve las tetas alargarse, cambiar de redondas a óvalos, a globos desinflados. Las tetas de vaca endurecen el resto del cuerpo y se aparta de Sebastián.

Él no dice nada. Ella toma el corpiño, la blusa, el calzón, el pantalón.

No perdió la virginidad.

Las tetas de vaca la salvaron.

Ay, mi amor, cómo te tardaste. ¿Cómo está Fátima? ¿Cómo viste a tu tía Carmen?, pregunta la mamá en pijamas de satén color miel, con un libro en una mano y el teléfono en la otra.

Puntos cálidos centellean la ciudad plana y su cerro por la ventana panorámica. Noche rara, multitud de nubes extienden el puntillismo en el cielo. La mamá está sentada en el sillón largo, blanco, de su habitación, los pies descalzos con pedicure rojo sobre el tapete níveo.

Bien, balbucea Isabela. Buenas noches, mamá.

Te veo demacrada, Isa. ¿Todo bien? ¿Cenaste?

Sí, mamá, todo bien, buenas noches.

Te dejé en tu cuarto unas vitaminas que te compré. Me dijo tu tía Chefi que son buenísimas para las uñas y la piel, se las recomendó su dermatóloga, la Merino. A lo mejor deberíamos cambiarte con ella, ¿no? El doctor López qué bien me cae, pero pues a lo mejor no es para ti.

Pues sí, a lo mejor. Gracias, mamá.

Buenas noches, mi cielo. Que sueñes con los angelitos.

Tú también.

La mamá le manda un beso tronado, deja el libro y el celular en el buró de mármol que acaba en una pata de dragón y se encamina al baño, el cabello en una cola larga rebota arriba de su figura delgada, senos operados, nalgas trabajadas de gimnasio diario.

Isabela dice otro buenas noches a su papá. Recostado, en bata y pantuflas, ve un documental de animales; despeinado, todo canoso pero no está viejo, el pelo se le ve bien con las cejas gruesas de cebra y con las sobras musculares de cuando fue campeón de slalom en sus años de juventud en Canadá, antes de heredar campos agrícolas del desierto de Sonora. Isabela pasa por la sala apagada, el recibidor apagado, el jardín negro, la alberca iluminada.

Dos hermanos están sentados en la barra de la cocina, cada uno con su celular.

¿Con quién estabas?, le pregunta uno, antes de la primera mordida dura y luego mullida a una manzana.

Con Rebeca, miente Isabela, y toma un vaso para servirse agua fría.

¿Rebeca qué?

Robles.

¿La ex del Chuy Rosado?

Sí.

¿El Chuy es el hermano del Marcos de tu equipo de fut?, pregunta el otro hermano, con los ojos y los lentes hacia el celular.

Simón.

Esa Rebeca Robles, ex del Chuy Rosado, es una amiga que va a otro colegio. Isabela la conoció en natación. Rebeca, siempre presentable, con cremitas y perfumes dulces, cutis de seda, le avisa a Isabela cuando le apesta el aliento, cuando el traje de baño se le acomodó mal, cuando se le sale un pelo púbico, cuando se le mete el taco. Una buena amiga.

Sebastián pasa por mí en coche, le dice Isabela toda presumida a Rebeca, y me lleva por raspados o por unos tostilocos.

Comen adentro del carro, la refri prendida, estacionados donde sea, en un parking, por ejemplo, y él se le queda viendo con los ojotes como de árabe entre las mordidas crujientes a las papitas con chile. A veces le hace cosquillas él a ella y le dice que se ve bonita de blanco, que ya se manchó, una gotota de chamoy en el área del busto, y que él se la va a limpiar. Ella se ríe y él también, el aire de repente más pesado, un algo derritiéndose desde la nuca, al cuello, a la mancha.

A Rebeca sí le cuenta que se dieron un beso, aunque omite detalles; no le dice que la mano de él se quedó sobre la mancha de chamoy ni que la empezó a deslizar en círculos sobre el área, Isabela sin moverse, sólo la boca abrió y meció tantito la lengua cuando la otra entró, viscosidad de rielito y pepino, una ventilación caliente que salía de la nariz de Sebastián impregnándosele en las mejillas, atrás de las orejas, a lo largo de la clavícula.

Isabela repite estrategias para irse con él. Dice:

Ahorita vengo.

O:

Ahorita regreso, voy rapidito por algo.

Lo que sea, unas copias, ir al cine con no-sé-quién.

¿Cómo estuvo la película, mi amor?

Muy padre.

¿Cómo estuvo tu trabajo en equipo?

Muy bien, mamá.

O:

Muy bien. Luego nos vemos, papá.

O Carlota y Vero, ellas dos haciendo tarea, o jugando con la manguera a mojarse, las blusas del uniforme embarradas en senos de picos, a medio florecer, rodillas famélicas corriendo de aquí para allá o arriba abajo del resbaladero, puras niñas, las mismas del salón, las mismas desde hace seis, siete, ocho años, desde que entraron juntas a primero de primaria se hizo la bolita, el grupo de amigas. Isabela las moja con globos de agua, latigazos de hule sobre las telas duras del uniforme, o le atina a las pieles enrojecidas, y se va.

Mi mamá ya llegó por mí, dice Isabela.

Y es Sebastián.

¿Quién te trajo, Isa?, pregunta después su mamá.

Verónica.

O:

La hermana de Carlota.

¿Cuál hermana?

Norma.

¿A poco ya maneja? Qué rápido pasa el tiempo, dice la mamá, las manos en unos recibos, maquillada, cabello secado, sentada en el estudio frente a las enciclopedias.

Isabela, entre los personajes que reemplazan a Sebastián, no siempre menciona a Rebeca porque ella es de otra bolita, de otra escuela, es amiga del club. Ambas con membresía familiar, todas las tardes la entrada por las puertas de vidrio a la sala lounge, bajan por las escaleras tapizadas, pasan los cuartos de spinning, yoga, taekwondo, gimnasio, donde están unos guapos con pesas y ellas van también, Isa y Rebe, antes de natación, para hacer pierna, para platicar con el Luis, el Marcos, el Gómez, el Ro, mejor amigo del hermano de la María Cárdenas. Isabela platica con ellos sin decirles que ya tiene novio, que Sebastián le dijo:

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