Si se admite que la figura del visionario diera paso a la del ventrílocuo, la progresión nos llevaría finalmente a proponer la del xenópata19. Por tal entendemos la del sujeto hablado por el lenguaje, cuyas ilustraciones más depuradas se hallan en las páginas de Séglas y Clérambault20. Al quedar desposeído del lenguaje como instrumento, el sujeto se convierte en una fuente parásita que recibe sus propias palabras como si le fueran ajenas, pero en su perplejidad tiene la rotunda convicción de que esas palabras le conciernen en lo más íntimo de su ser. De esta forma, a falta de esos parapetos contra lo real que en otro tiempo encarnaron los espíritus, el lenguaje se ha transformado en una presencia amenazadora, en una potencia autónoma que busca a los psicóticos para hacerse oír, convirtiéndolos en xenópatas que «[…] juegan a la alucinación como algunos niños se divierten jugando al teléfono»21.
8. Palabras rotas y desamparadas
Las voces psicóticas, además de inefables, son mudas con toda probabilidad. En realidad, todos experimentemos unas voces calladas que no pasan de ser voces de la conciencia, voces que no acertamos a oír en ausencia de aquellos espíritus intermediarios que mediaban a nuestro favor. Los esquizofrénicos, por contra, son los que sonorizan esas voces silentes, o los que simplemente oyen el silencio. Del «pensamiento que no dice nada» hablaba Schreber, por poner un ejemplo ilustre sobre este acontecimiento. Los alucinados no oyen cosas inexistentes, sino que más bien oyen aquello que para nosotros ha enmudecido. Escuchan lo que no podemos oír. Escuchan a testigos desaparecidos para nosotros. Esto constituye la fuerza y verdad de su testimonio, aunque para formularlo necesiten el reclamo de la locura. Del lenguaje es imposible salir si no es bajo la condición de delirar, y es más allá del lenguaje donde reside el silencio sepulcral que sólo oye el psicótico, que es quien vuelve a oír lo que para nosotros ya permanecía silencioso por mor de la lengua que habitamos. Por ello a menudo sólo oye unas voces que hablan entre sí, de lo suyo. Hablan de sucesos inefables que no llegan del todo al psicótico, quien a lo sumo sabe que hablan pero no lo que dicen.
Al fin y al cabo, en la psicosis moderna el verbo campa a sus anchas sin llegar a hacerse carne en el discurso. Las voces reveladoras de la psicosis poco tienen que ver con aquellas anunciaciones que embriagaban a san Agustín: «Pero cuando del bajío más secreto de mi alma mi enérgica introspección dragó y amontonó toda la hediondez de mi miseria […] he aquí que oigo una voz de la casa vecina, voz de niño o de niña, no lo sé, diciendo y repitiendo muchas veces con cadencia de canto: Toma, lee; tolle, lege »22. Tampoco tienen que ver con la voz que le habla a Sócrates que, además de perfectamente inteligible, nunca es intimidatoria: «[…] me habéis oído decir muchas veces, en muchos lugares, a saber, que hay junto a mí algo divino y demoníaco […]. Está conmigo desde niño, toma forma de voz y, cuando se manifiesta, siempre me disuade de lo que voy a hacer, jamás me incita»23. El psicótico del presente ya no goza de esta fortuna, de ese remedio revelador que calma y repara «el pavoroso silencio de Dios» del que habla san Agustín, o que corrige amablemente nuestra conducta, según el sentir de Sócrates. Al contrario. Pues, aunque con el tiempo acabe encontrando cierta complacencia en compañía de las voces, la primera reacción que experimenta es la queja de oírlas. Las voces del esquizofrénico se han convertido en palabras alusivas, sin nadie que las soporte, sin otro que las formule. Palabras rotas, las más de las veces, que comienzan haciéndose sentir a través del ruido y la materia, que son el componente original que comporta el significante. Palabras atemáticas y anidéicas , como indicaba Clérambault. Palabras, por consiguiente, desamparadas, incapaces de organizarse en un discurso que no sea el de la construcción paulatina de lo delirante.
Entre los antiguos la voz era todavía un espíritu carnal que animaba el discurso y la vida de los hombres. «En el principio existía el Verbo. Y el Verbo se hizo carne», leemos en san Juan. El Espíritu nos visita y se encarna. Así se muestra en nuestra religión y así lo hace igualmente en nuestra cultura clásica. A este respecto, hay que recordar lo que Plutarco cuenta de Sócrates y su demon : «[…] en muchas ocasiones califica [Sócrates] de impostores a quienes decían haberse comunicado mediante visiones con algún ser divino, mientras que atendía y se informaba con interés de quienes afirmaban haber oído una voz»24. Las voces eran siempre voces de verdad y lo siguen siendo para el psicótico.
Todas las voces de los psicóticos son soplos. Soplos que insuflan conocimiento. El soplo es siempre engendrador. Las voces, desde este punto de vista, son fenómenos creadores, enraizadas en esa condición inventiva que es consustancial a la psicosis. Y son también, por la misma causa, fenómenos divinos en su mayor parte. Se muestran como revelaciones, como descubrimientos reveladores. En el fondo, las voces psicóticas son mensajes del cielo. De hecho, siempre encontramos algo metafísico y trascendente en las psicosis. Schreber localizaba muy bien la aparición de los fenómenos sobrenaturales en su enfermedad, y separaba con relación a ellos un antes y un después. Pero las voces de Schreber ya no son voces antiguas, sino voces recientes, científicas, discontinuas. Signos matemáticos que cuesta interpretar y mucho más enlazar para constituirse en un discurso que nos acerque a los demás.
El significante que anuncian las voces esquizofrénicas en sus formas iniciales, aún carentes de significación, es el rumor de la pulsión y del silencio melancólico de las cosas. Rumor que asciende a murmullo cuando la cosa se vuelve poco a poco letra y reclama al otro para que le provea de significación. El otro incorpora el significado para que el significante intente convertirse ya en palabra y encarnación. En ese momento, el «devanado mudo de los recuerdos», «el paso de un pensamiento invisible», «la famosa palabra que no dice nada», como síntomas más significativos en el diluvio metafórico con que Clérambault y Schreber aciertan a describir el vacío del automatismo inicial, se convierten ya en posibilidad de seudoalucinación, esto es, en posibilidad de voz25. Y el destino de estas primeras voces y, en general, de todas las seudoalucinaciones, es repetirse en eco, ese mismo que para Clérambault era el núcleo del automatismo. El eco es el testimonio de la palabra fracasada que no acierta a incorporarse al surco continuo del lenguaje y salta a cada momento como un disco rayado en el pensamiento. La voz esquizofrénica representa ese fracaso, la presencia ausente del otro que ocupa la escisión como un cuerpo extraño y a la vez impuesto.
Se entiende ahora que podamos interpretar las voces como gritos que reclaman la presencia de alguien, proferidos en soledad. Todas las voces del esquizofrénico son filtros amorosos. Son voces de amor, de un amor incomprendido y enigmático la mayor parte de las veces, que se vuelve también incomprensible para nosotros. Las voces del psicótico proceden del desengaño amoroso. La voz delirante es un reclamo que pretende dar sentido al otro cuando el amor ha fracasado, pero que sólo despierta la intencionalidad, el perjuicio y el odio.
Es cierto que, en general, no se sabe lo que dicen las voces, pues son inefables. Son «un puro absurdo» acompañado de «injurias», dice Schreber. Sin embargo, sabemos lo que significan. Todas significan ven . Digan lo que digan, el psicótico las devuelve como un ven . Llaman al otro para hacer compañía al psicótico. Raptan al prójimo, con su canto, en un rapto de amor vocal y especulativo sucedido en el límite de lo humano.
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